Desde los tiempos de su invención, el cine ha desarrollado estrechos vínculos con los conflictos sociales y políticos, como lo demuestran aquellos filmes sobre los acontecimientos que marcaron al siglo XX: la Guerra Civil española, Mayo del 68 o las acciones de la contracultura americana en los 70. Hoy el documental más de punta fija su mirada en la crisis de las democracias, en los conflictos educacionales y en las protestas estudiantiles. En esta línea, Patricio Guzmán estrenó en Europa el año pasado La cordillera de los sueños, cinta que se nutre de las imágenes de las protestas de los años 80 para interpretar el Chile del presente.
por Ignacio Albornoz I 7 Agosto 2020
Revuelta, sublevación, estallido, levantamiento, revolución: feliz o infelizmente, nuestra lengua multiplica los usos y torsiones de ciertas metáforas para significar indistintamente –aunque hay quien podría distraerse en su desglose– el abanico de conflictos y movimientos de contestación que sacuden cada tanto las fundaciones de toda sociedad. De estos, el cine suele ofrecer una lectura retrospectiva (es esa, por lo general, la tarea del filme-ensayo) o, en el mejor de los casos, una suerte de seguimiento periódico y medianamente inmediato (como lo hicieran antaño las “actualidades” o “noticiarios”, y como lo hacen hoy, amparadas en los rápidos avances de los dispositivos de registro y difusión de imágenes, las redes sociales).
Sea cual sea el caso, el cine puede en tales contextos, como lo ha demostrado Camilo Trumper en Ephemeral Histories, ayudar a revelar “las raíces efímeras de la práctica política”; y así lo ha hecho, ciertamente, desde los tiempos de su invención, mostrando por ejemplo el movimiento de las sufragistas en Estados Unidos o recreando, a través de la ficción, las huelgas de los mineros del carbón en distintas latitudes. Nadie ignora, en ese sentido, los estrechos vínculos que mantuvo el cine con ciertos acontecimientos que marcaron el siglo XX, como la Guerra Civil española, Mayo del 68, las acciones de la contracultura americana durante los 70 y la disgregación de la Unión Soviética.
La evocación de la revuelta puede adquirir a veces ribetes enciclopédicos, como en El fondo del aire está rojo de Chris Marker (1997), filme-ensayo que hace de la heterogeneidad y diversidad del material (fragmentos de cintas de ficción, registros de archivo, etc.) y de la yuxtaposición de temporalidades una de sus principales virtudes. En las antípodas de ese enfoque totalizante sería posible situar el trabajo “de base” de un cine directo, más militante, como las obras del colectivo Medvedkine, producidas hacia finales de los 60. Una tercera vía, de corte más analítico, podría estar constituida por documentales como El acontecimiento de Sergei Loznitsa (2015), crónica inactual del fallido golpe contra Yeltsin y Gorbachov con el que se selló definitivamente el colapso de la Unión Soviética en 1991, y Videogramas de una revolución de Harun Farocki y Andrei Ujică (1992), admirable cinta sobre la caída del régimen de Ceausescu.
Independientemente del enfoque privilegiado, el cine entiende que los movimientos sociales están compuestos por individuos pensantes, cuyos afectos, opiniones, reacciones y testimonios importa capturar, como lo hace, en el ámbito francés, el diputado y periodista François Ruffin con J’veux du soleil (2019), road-movie documental en la que entrevista a militantes del movimiento de los “chalecos amarillos”. En Clichy como ejemplo (2006), la cineasta Alice Diop, también francesa, interroga a todo un abanico de actores sociales de la comuna de Clichy, desde el alcalde hasta los pobladores de inmensos complejos habitacionales en ruinas, para comprender a posteriori, según sus propias palabras, las “razones detrás de la cólera” que durante más de tres semanas inflamó los suburbios parisinos en 2005. Hace apenas tres años, por su parte, la cineasta Mariana Otero estrenaba La asamblea (2017), documental en el que revivía el lento ocaso de la comisión democrática del movimiento Nuit debout, celebrada en la Plaza de la República, en el corazón de París.
Los usuarios de Netflix han podido asistir a una serie de producciones documentales sobre variados movimientos de ocupación civil, entre las que destacan Joshua: Teenager vs. Superpower del realizador americano Joe Piscatella (2017), Winter on Fire: Ukraine’s Fight for Freedom de Evgeny Afineevsky (2015) y Al filo de la democracia (2019) de la cineasta brasileña Petra Costa. Sujetos a toda suerte de restricciones y grillas estandarizadas de producción, que solo la cinta de Costa parece querer por momentos subvertir al servirse de ciertas estrategias retóricas del “documental de creación”, estas obras tropiezan con algunos de los escollos que acechan al cine en su relación con la revuelta: la heroización subjetiva y la conmemoración. No extraña, entonces, que terminen por contribuir a lo que Sylvie Lindeperg calificaba como una “uniformización creciente de las formas de escritura de la historia”.
Si en Joshua la oposición contra la implementación del programa de educación nacional en Hong-Kong por parte del gobierno central chino es condensada en la figura de un solo individuo, en desmedro de otro tipo de organizaciones civiles activas y actores intermedios, en Winter on Fire, en cambio, la estética de la inmersión y de la hipervisibilidad, apoyada como ya es habitual por un ostinato orquestal que hace las veces de banda sonora, parece renovar la “promesa del llanto” de la que hablaba la misma Lindeperg, ofreciendo al espectador un espectáculo ya fosilizado.
Asimismo, el excesivo interés de estas producciones por el desarrollo lógico y necesariamente causal de acontecimientos que ganarían ciertamente en espesor al ser representados en su genuina confusión, despojan a las imágenes utilizadas –registradas en muchas ocasiones por manifestantes anónimos– de su potencia liberadora y estética, la cual proviene en muchos casos de su inherente ambigüedad. Como lo notará el espectador más avisado, estos relatos parecen además reposar sobre la base de una serie de clivajes insalvables, cuyas actualizaciones –siempre permutables– deberían despertar por lo menos cierta suspicacia. En efecto, no es raro que los discursos de testigos o comentadores se organicen –a pesar de una bien mentada “apoliticidad”– en torno a binomios aparentemente zanjados (“democracia-autoritarismo”, “libertad-represión”, “Occidente-Oriente”), entre los que podrán colarse, a veces, ciertas aseveraciones de orden étnico, como la de uno de los miembros del movimiento estudiantil Scholarism, Derek Lam, quien afirma: “We’re totally not chinese people” (No somos para nada chinos).
En Chile, el cine ha asumido con tenacidad su rol de testigo de las agitaciones sociales, desplegando una astucia sorprendente desde hace más de cinco décadas. La historia de esa implicación comienza tal vez con Las callampas (1958) de Rafael Sánchez, cinta con la que se expande, según Pablo Corro, “la consciencia dramática del documental chileno”. Producido en el marco del Instituto Fílmico de la Universidad Católica, el documental oculta en parte las motivaciones políticas de la toma de terrenos en torno a la cual el relato se organiza. Con todo, se trata de un gesto pionero con el que se da inicio a lo que podría conocerse como el “ciclo habitacional” del cine de los 60, que tiene en Herminda de la Victoria (Douglas Hübner, 1969), Casa o mierda (Carvajal, Flores y Cahn, 1969) y Campamento sol naciente (Ignacio Aliaga, 1972) algunos representantes ilustres.
Sin embargo, quizás Sergio Bravo fue el primero que recubrió de una pátina más abiertamente política los conflictos representados: La marcha del carbón se concentra en la “Huelga larga” que protagonizaron en 1960 los mineros de Lota.
El mismísimo Raúl Ruiz filmaría, en 1971, Ahora te vamos a llamar hermano, un corto en el que cede la palabra a integrantes del pueblo mapuche, quienes se expresan en mapudungún a propósito de la ascensión al poder de Allende y de su visita a la región para anunciar la creación de la Corporación de Desarrollo Indígena. En la línea programática de una mayor visibilización de los sujetos periféricos, la cinta, filmada en color y con sonido directo, retomaba de cierto modo un tema explorado dos años antes por Carlos Flores del Pino en Nütuayin Mapu (Recuperemos nuestra tierra, 1969). Desde la proximidad de los sujetos filmados y la escala de los planos hasta la omnipresencia de la lengua mapuche en la banda sonora, Ruiz constituye cinematográficamente una presencia que el crítico Sergio Salinas calificó de “casi alucinante”.
Un largometraje poco comentado es el que realizaron en 1973, a meses del Golpe, Andrés Racz y Alfonso Beato, y cuyo título anuncia curiosamente la metáfora que animó antes del coronavirus las movilizaciones sociales que sacudieron el país: Cuando despierta el pueblo. Articulado en torno a entrevistas efectuadas junto a un amplio espectro de actores sociales (partidarios y opositores de Allende, paseantes anónimos y figuras públicas), la cinta es un testimonio precioso y raro de los últimos meses de la administración de Allende, en la que la convulsión y la celeridad parecen abrir paso a una palabra cansina y sosegada, aunque no por ello menos categórica.
Una docena de años más tarde, en el marco de la lenta recuperación de los tejidos sociales, de la reestructuración de las redes partidarias y de la “recomposición” de la producción audiovisual, Andrés Racz vuelve a Chile para filmar Dulce Patria. Un episodio de la filmación fue inmortalizado en una de las secuencias más memorables de Como me da la gana (1985) de Ignacio Agüero, en el que ambos cineastas discuten cándidamente sobre los avatares de la profesión cinematográfica en tiempos de dictadura, en una de las esquinas de la Plaza de Armas. Luego de una ronda de preguntas y respuestas, Racz admite estar un poco inquieto por la suerte de su camarógrafo, del cual no tiene noticias hace ya un rato. Enseguida se excusa y sale del cuadro, dando por terminada la entrevista, que Agüero completa en montaje con una serie de planos agitados y abruptos en que se aprecia la desproporcionada represión de los manifestantes por parte de carabineros.
Como es natural, los enfrentamientos y movilizaciones callejeros aparecen de manera más ostensible en los filmes realizados a partir de 1983, año de inicio de las jornadas de protesta nacional. Estas constituían en efecto un cuadro perfecto para la confección de una imagen cinematográfica más móvil y palpitante, enraizada en el corazón del espacio público, y ya no en el ámbito íntimo de habitaciones privadas o de sitios remotos, alejados de los centros urbanos. El colectivo Cine-Ojo, por ejemplo, produce Chile, no invoco tu nombre en vano, filme en el que se registran las cinco jornadas de protesta que tuvieron lugar entre marzo y septiembre de 1983. La cinta, que comienza con una citación del documentalista holandés Joris Ivens (“Un ojo ve la realidad a través del visor de la cámara; el otro ojo mira atentamente lo que hay alrededor. Y un tercer ojo mira fijamente hacia el futuro”), se aboca enseguida a la representación de diversas escenas de manifestaciones y a la entrevista de diferentes actores sociales involucrados en la lucha contra el régimen. Apenas un año más tarde, Gonzalo Justiniano rueda La Victoria, sobre las protestas de los días 4 y 5 de septiembre de 1984 en la población del mismo nombre, durante las cuales fue asesinado el sacerdote francés André Jarlan.
El corpus del documental chileno, como es natural, es hoy multiforme. Aunque lo abiertamente político ha dejado poco a poco el paso abierto para la emergencia de poéticas más intimistas, la revuelta –o sus ecos– continúa siendo una fuerza solapada de la imaginación cinematográfica nacional, como lo demuestra la aprehensión, a través del cine, de nuevos ciclos contingentes de agitación social, de dimensiones variables. Basta citar, como ejemplo, el ciclo que se perfila a partir de los años 2000 en torno a los movimientos sociales desencadenados por las protestas estudiantiles de 2006 y 2011, que tiene en El vals de los inútiles (2013) de Edison Cájas un portavoz ejemplar, y con respecto al cual Actores secundarios (2004), de Jorge Leiva y Pachi Bustos, fue casi una suerte de preludio.
No deja de ser sorprendente, a fin de cuentas, que en La cordillera de los sueños (2019), el filme más reciente de Patricio Guzmán, sean una vez más las imágenes de las protestas de los años 80 las que, en un gesto casi premonitorio, se den cita para evocar el Chile del presente. La cinta ensambla numerosas secuencias sacadas de los archivos del camarógrafo Pablo Salas, estableciendo no solo un diálogo fructuoso entre distintas texturas cinematográficas, sino también entre dos espacios y tiempos divergentes, separados por más de 30 años. Esa yuxtaposición, autorizada pictóricamente por el recurso al motivo de la grieta o de la fisura –que Guzmán explora copiosamente mediante largos planos de rocas cordilleranas– es ciertamente una de las claves de lectura de la obra, y también de las producciones que vendrán.
Los episodios de revuelta y convulsión social que desde el 18 de octubre pasado golpearon al país nos depararán seguramente, en grados diversos de elaboración, nuevas imágenes fijas y móviles. Con respecto a su naturaleza o alcance, solo podemos por el momento especular o plantear preguntas, como lo han hecho entre otros Iván Pinto y Laura Lattanzi, aunque la tenaz labor de colectivos como el de la Escuela Popular de Cine, OjoChile, Registro Callejero, Imagen de Chile y Caos Germen es un buen presagio. Una cosa, sin embargo, es indudable: estas imágenes por venir no estarán solas, pues en ella resonarán los ecos de una tradición documental de larga data, que pide a gritos ser actualizada.