La película ganadora del Oscar a mejor largometraje animado propone algo profundo: que el sentido de comunidad, el cuidado mutuo, la ética de lo colectivo, puede existir incluso (o especialmente) cuando lo humano desaparece. Hay un humanismo que se revela en su ausencia, una ternura que emana no desde las palabras ni desde las sonrisas dibujadas, sino desde la forma en que estos seres se agrupan, se mueven, se acomodan en un espacio común. La cinta se proyectará el 30 de junio a las 18:30 en la Biblioteca Nicanor Parra UDP.
por Álvaro Ceppi I 18 Julio 2025
Desde sus inicios, el cine animado ha sido en buena parte un medio para proyectar lo humano sobre lo no humano. Con todo su potencial estético y narrativo, la animación ha sido utilizada —más aún en sus expresiones más populares— para personificar versiones exageradas o caricaturescas de nuestras flaquezas, contradicciones y virtudes, en animales y diversos objetos inanimados.
Esta tradición tiene su nombre y manual, los “Doce principios de la animación” desarrollados en los estudios Disney por un grupo de talentosos artistas. Es una especie de Biblia técnica que estandarizó el movimiento, el timing y el acting del personaje animado. El objetivo era lograr verosimilitud emocional, empatía. Pero también —y quizás sin proponérselo— instauraron una forma de ver el mundo, donde todo lo otro se representaba solo a través de lo humano. Es decir, donde la naturaleza tenía que ser humanizada para volverse narrable.
Flow, del director letón Gints Zilbalodis, se propone precisamente como una fuga a esa tradición. Una forma de desmontar el hábito de lo antropomórfico —lo que debe actuar y sentir como humano— y, con ello, también intentar desmontar una forma de representación anclada por más de un siglo. La película, ganadora del Oscar a mejor largometraje animado, se instala como una anomalía: un relato animado sin diálogos, sin gags, sin rostros que sonríen o se entristecen a la manera humana. Un mundo donde los animales no fingen ser nosotros.
La historia es simple, pero radical: en un planeta sumergido, un gato negro se ve arrastrado por una corriente hacia un grupo de animales que viajan a bordo de un bote. Se suman, se observan, se huelen, se incomodan, se cuidan. Cada animal actúa como lo haría en su entorno, movido por los impulsos y patrones de su especie, evitando las motivaciones psicológicas. El resultado es una especie de relato gráfico de no ficción sobre una comunidad en formación, sin humanos.
En esa omisión está la clave. En Flow, la humanidad ha desaparecido, pero no el humanismo. Lo que comienza siendo una historia de animales flotando en un mundo en ruinas, se convierte poco a poco en una meditación sobre la posibilidad de la convivencia sin la mediación humana. Y no es una convivencia idílica: hay conflicto, hay amenaza. Pero también hay cuidado y un sentido de pertenencia a algo mayor.
Al evitar el acting antropomórfico en sus personajes, Zilbalodis no solo elude una convención visual, sino que escapa de una forma ideológica de entender lo vivo. El antropomorfismo ha sido una manera de proyectar hacia “el otro” lo que no queremos ver en nosotros. Y usualmente con graciosos chivos expiatorios con forma de zorro, ratón, gato o pato. Una herencia de las Fábulas de Esopo que la animación no se quiso sacudir ni en su fondo ni en su forma.
Pero en Flow no hay proyecciones, hay presencia. Y es ahí donde la película, sin decirlo, propone algo profundo: que el sentido de comunidad, el cuidado mutuo, la ética de lo colectivo, puede existir incluso (o especialmente) cuando lo humano desaparece. Hay un humanismo que se revela en su ausencia, una ternura que emana no desde las palabras ni desde las sonrisas dibujadas, sino desde la forma en que estos seres se agrupan, se mueven, se acomodan en un espacio común.
Este giro no es ingenuo. No se trata de una utopía animalista, sino de una crítica silenciosa pero potente a cómo hemos colonizado los relatos, una y otra vez, con un número limitado de convenciones y formatos. Al quitar el filtro antropomórfico, Zilbalodis permite que emerja otra sensibilidad: una que no necesita traducirlo todo a nuestros códigos para generar sentido. En esa decisión hay también una apuesta política y estética por descentrar lo humano, salir del modelo Disney y sus 12 mandamientos, y explorar un futuro narrativo distinto, donde la animación ya no sea únicamente una forma de repetirnos a nosotros mismos con disfraces de peluche.
Desde lo técnico, la película también desafía los estándares. Hecha con un equipo mínimo, utilizando software de código abierto y gratuito como Blender, y con una producción que rehúye del perfeccionismo hiperrealista del CGI corporativo, Flow se inscribe en una tradición de cine autoral, incluso dentro de un medio generalmente dominado por la industria. Sus planos largos, sus composiciones sobrias, la economía de gestos y la claridad de su propuesta visual son parte de ese espíritu. Algo que directores como Hayao Miyazaki o Michaël Dudok de Wit venían también explorando en la animación hace décadas.
Flow es una película que no busca dar grandes explicaciones ni enseñanzas, sino presentar un universo visual y narrativo que se deja mostrar y existir. Y en ese gesto, en ese dejar ser a este grupo de animales a la deriva sin traducirlos, encontramos una lección inesperada: tal vez, al dejar de vernos reflejados en todo, podamos empezar a mirar —y crear— de verdad.
Flow (2024), dirigida por Gints Zilbalodis, escrita por Zilbalodis y Matīss Kaža.
La película se proyectará como parte del ciclo “Cine al horizonte”, organizado por la Escuela de Cine y Realización Audiovisual de la UDP, el miércoles 30 de julio a las 18:30 hrs., en el Auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra (Vergara 324, Santiago).