El reciente documental sobre Lemebel, de Joanna Reposi, se suma a lo que viene siendo una especie de tendencia en el cine chileno sobre escritores: el uso indiscriminado de aspectos llamativos –malditos, excéntricos o excesivamente dramáticos– de la biografía y el desconocimiento casi absoluto de la obra. Por supuesto, no se trata de hacer cine ensayo. Pero documentales como los de Juan Luis Martínez, Nicanor Parra o el recién estrenado de Raúl Zurita, demuestran cuánto gana una película al corresponderse con la obra literaria.
por Guido Arroyo I 12 Noviembre 2019
“Me pediste que te filmara, que no dejara de filmarte”, se escucha al inicio de Lemebel, documental dirigido por Joanna Reposi Garibaldi que ha sido éxito en taquilla. La frase emerge con voz quebradiza y alargada, se funde en una secuencia donde un Pedro adormecido figura en silla de ruedas. La misma frase, siempre en voz de la directora, se reitera hacia el final de la película, dejando claro que la premisa que articula Lemebel es retratar a un personaje mediado por la autoría de otro, evitar que el retratado se robe la escena. Y aquella tarea resulta imposible, porque las únicas secuencias que interpelan acontecen precisamente cuando Lemebel es Lemebel, cuando el dictum de mediar el retrato se diluye y emerge la genialidad furibunda de Pedro, su aguda habla, su facultad de incomodar –y seducir– al establishment, como cuando aprovecha una entrevista televisiva que le realiza Pedro Cárcuro (quien abrazó en público a Pinochet en su cumpleaños número 60) para hacer un homenaje a las mujeres torturadas en dictadura, en especial a la hermana de Carcuro: Carmen.
Pero el Lemebel que prima en Lemebel carece de la aguda y hermosa rabia que leemos en todas sus entrevistas. Es un tipo nostálgico, que observa fotografías vía maping en fachadas de edificios vacíos, que canta con una desgarradora belleza “Corazón de poeta” en la pieza de su infancia, atravesado por las lágrimas, el alcohol y los recuerdos de su madre. Es un Lemebel sometido a puestas en escena, en cuyas secuencias se logran pasajes emotivos que anulan su discurso crítico sobre la clase política o la militancia gay de derecha. Ese Lemebel incómodo se retrata, por ejemplo, en el documental Corazón en fuga de Verónica Quense, donde aparece visitando la tumba de Gladys Marín o hablando junto a Ana González sobre el horror que le significó ver las jornadas celebratorias que se hicieron en Escuela Militar tras la muerte de Pinochet.
Esta ausencia de politicidad en Lemebel –no exenta de encendidas polémicas, en particular la que ha enfrentado a Víctor Hugo Robles, el “Che de los gays”, y Francisco Casas, la otra “Yegua del Apocalipsis”– podría leerse como un síntoma. El documental termina por anclarse al efectivo formato del biopic televisivo, que tanto funciona en plataformas como Netflix o en jornadas de sábado en pantalla abierta. Y no hay absolutamente nada de malo en apostar a un cine hegemónico y funcional. Salvo que, como diría Lucrecia Martel, apueste siempre a ser único. En este caso, elegir como premisa de rodaje situarse encima de la figura retratada, exaltando la biografía por sobre su obra y develando que gran parte del cine chileno ha optado por explotar el costado más cliché de sus autores a la hora de retratarlos. Vale la pena entonces hacerse la misma pregunta que Ignacio Agüero (un maestro del género) utiliza como inicio en las dos entregas de Cómo me da la gana: ¿Qué es lo cinematográfico de tu película? O mejor aún: ¿Dónde está lo cinematográfico en las películas chilenas sobre escritores?
Monumentales y enigmáticos, militantes del culto propio, obras incontestables y propiedades excéntricas; hablar de la relación entre Nicanor Parra y Pablo Neruda demandaría media millonada de caracteres. El cine chileno más que compararlos, los ha retratado de forma asidua y con trazos comunes. Sospecho que, al tratarse de figuras monumentales, intentar subsumirlos a una retahíla de lugares comunes resulta imposible.
En Retrato de un antipoeta, de Victor Jímenez Atkin, podemos ver la genialidad cotidiana de un Nicanor Parra en diversos niveles: leyendo ante quinientas personas sus Chistes parra desorientar a la poesía, recibiendo un doctorado honoris causa; o diciendo frases como: “Única solución: economía mapuche de subsistencia”, mientras toma té en La Reina o visita una feria libre de Las Cruces. El vector de la película es la obsesión, rayana con el grouperismo psicópata, que asume el director para terminar un proyecto que a mitad de rodaje queda trunco: sin plata ni equipo. Vaya a saber uno si ese dispositivo es mera puesta en escena. Lo interesante es que pese a la obsesión por la figura, lo que termina cristalizándose en el documental es la escucha como forma de diálogo, el reflejo de una intimidad que no pierde reflexión, y una impronta estética donde prima el grano, la inserción de tomas documentales y el fuera de foco, develando que la película también se ha bajado de la montaña rusa.
Un aparato algo más raro es Para Parra, suerte de pastiche audiovisual o película ensayo de Carlos Pérez Villalobos. Parra aquí es un signo autoral que sirve como excusa para la elaboración de un filme donde abundan escenas clásicas de la filmografía mundial, como Robert De Niro mirándose al espejo en Taxi Driver, imagen que de forma insidiosa se funde con una entrevista al mismísimo cura Valente. En el medio de todo, una larga secuencia de cámara casera registra un viaje en auto hacia Las Cruces y sobre esas imágenes oímos en off, una sesuda carta que Villalobos le escribe a Parra. El diálogo nuevamente como forma de retrato. Si bien el tratamiento estético es monocorde, el recurso del pastiche permite leerse como una forma de lectura sobre la obra parriana. Lo central es que, salvo la aparición de registros documentales, como la crucial lectura del Cristo del Elqui que Parra realizó en 1985, su figura está ausente, fuera de escena y del Olimpo; porque el viaje a Las Cruces solo tiene como fin dejarle un sobre con un VHS en la puerta de la casa.
Otra película que enarbola un ensayo-tesis como vector de su trama es el interesante documental sobre Neruda Cantalao, de Diego del Pozo. La figura del Nobel es una alegoría del proyecto trunco de la Unidad Popular, pues el documental se centra en el proyecto utópico que tuvo Neruda de construir un albergue para artistas entre Isla Negra y El Quisco. Mediante una rigurosa documentación, Del Pozo exhibe los planos y proyecciones del proyecto, cuya firma definitiva se tramitaba justo días antes del advenimiento del golpe de Estado. Reconstruye a su vez el triste funeral de Neruda, y retrata la creación de la fundación que administra su legado, develando la escasísima relación ideológica que tenían sus directivos tanto con la figura del poeta como con el proyecto soñado por él, una suerte de alegoría de la transición chilena. Con un tratamiento estético versátil, que logra eludir el registro televisivo, sorprende que una de las últimas escenas de este documental sea una popular celebración de cumpleaños de Neruda en una playa del litoral central. Una fiesta improvisada y entrañable, donde el poeta se vuelve un signo político más que el autor de cualquier oda elemental.
Mención aparte merecen las últimas ficciones sobre El Bacalao que tienen el mismo nombre: Neruda de Manuel Basoalto y Neruda de Pablo Larraín. La primera retrata la huida del poeta-político a Argentina, tras la proscripción del Partido Comunista realizada por González Videla, incitada en parte por la acusación realizada al senador Pablo Neruda en el Congreso. En el filme se desprende un halo de heroísmo, componiendo una suerte de thriller donde el escape será siempre el eje central. Neruda y su obra son una excusa, que no logra encubrir una dirección de actores más que olvidable y una estética convencional.
¿Y de qué trata el Neruda del siempre incómodo Pablo Larraín? ¿De un detective anodino que lo asecha para construirse él mismo como un héroe? O una muestra de lo desbordado que era el ego del político-escritor, que fue siempre un mentiroso profesional, tanto como para inventar a un detective como una forma de afirmar su paranoia y fama. Con todas las distancias que como espectador podemos tener con el cine de Larraín –en mi caso son mayúsculas–, se debe conceder a Neruda la capacidad de torcer la cándida mirada heroica, aquella genuflexión biográfica, y a la vez realizar una lectura tanto de la figura política de Neruda como de su obra.
Uno de los rostros más patéticos del cine chileno lo contemplamos en las películas dedicadas a sus escritoras. En ellas la vocación por maximizar las tragedias biográficas y dejar radicalmente de lado sus obras –en particular las reflexiones que proponen–, resulta de una militancia tan evidente como el cambio climático. La autora mujer/biológica es aceptada y retratable solo en la medida en que pueda vestir el sayo machista y neorromántico de la femme fatale. Y si hay obra, qué duda cabe, solo puede brotar de un instinto histérico e incontrolable.
Tres deleznables películas comprueban esta tesis: Bombal. Fuego en la Niebla de Marcelo Ferrari, Teresa: Crucificada por amar de Tatiana Gaviola, y Violeta se fue a los cielos de Andrés Wood (sí, las bajadas son horribles). En las tres el clímax fija sus límites en los hitos “malditos” de sus figuras. A saber: el balazo que María Luisa le profirió a Eulogio Sánchez; el temprano suicidio de Teresa Wilms Montt, y el abandono familiar que materializó Violeta Parra. Esta óptica hace que independiente de los méritos técnicos y/o estéticos (que en Bombal y Teresa son extremadamente limitados, y en Violeta Wood es Wood, es decir: buena producción de época y acertadas locaciones), el resultado sea siempre la dicotomía clásica de la víctima: suscitar empatía retratando los padecimientos sufridos.
Detrás de esta estrategia de victimización se soslaya un desinterés por situar la obra de sus autoras en el centro. Me cuesta entender por qué en Bombal la premisa no fue reflejar la intensidad creativa de la autora escribiendo una nouvelle como La Mortajada, que terminaría publicada en la editorial francesa más prestigiosa de la época. O por qué en Teresa, en vez de tanto Huidobro y tanta culpa por la figura materna, no aparece como eje la poeta neomodernista que ingresó a los cenáculos intelectuales bonaerenses y madrileños antes que los cuatro grandes; la misma que escribió su último diario narcotizada por el consumo del láudano, varias décadas antes que los beatniks experimentaran la escritura bajo el consumo de drogas. No costaba nada leer, pienso, en vez de quemar tantas cintas con escenas de teleserie que poco tienen que ver con la obra de tres autoras fundamentales.
El cine chileno, cuando intenta retratar la figura del escritor, suele olvidar el necesario acto de leer previamente la obra del retratado. Y allí radica lo cinematográfico, en el acto de descifrar los símbolos que vuelven a un autor digno de registro, sobre todo cuando se trata de poetas (y salvo excepciones, todas las películas sobre escritores chilenos son de poetas). Tarkovsky decía: “La cualidad poética de una película nace de la observación inmediata de la vida. La imagen fílmica es, en esencia, la observación de un hecho inserto en el flujo del tiempo”.
Quizá la película chilena sobre escritores que más ha trabajado esta noción de espera y lectura es Señales de ruta, de Tevo Díaz. En exactos 30 minutos, visualizamos reflexiones sobre La nueva novela en tanto objeto y obra abierta, imposible para el mundo editorial de los 70. Y hay más: secuencias de devastación natural extraídas del crucial documental sobre el terremoto de Valdivia: La respuesta (Hazaña del Riñihue), de Leopoldo Castedo, fotomontajes que bien podrían ser parte de los haikús visuales de Chris Marker y, al cierre, una puesta en escena del poema: “La desaparición de una familia”, cuyo tratamiento estético –se filmó en 16 mm– devela una comprensión total del proyecto Martínez. En medio, Armando Uribe gritando sobre la abolición de la realidad y Miguel Serrano actuando de Serrano. Una joya en la que conviven texturas, tonalidades y rarezas; y que por si fuera poco envejece mejor con los años. Cabe destacar que Tevo es también autor de dos cruciales registros del Lemebel performático: Corazonada y El barco ebrio.
Una película documental que debería leerse como ficción es Locas Mujeres, de María Elena Wood. El filme retrata el síntoma de abandono que posee el archivo de Mistral, detentado por su última compañera, Doris Dana, que tras su muerte no tuvo más remedio que legarlo a su sobrina y esta, a su vez, no tuvo otra solución y lo envió a un departamento anodino. El Estado chileno está ausente, desinteresado de los cientos de manuscritos, telegramas, cartas y fotos íntimas de la poeta. El olvido de Mistral es fruto de la utilización que la clase política chilena de forma transversal ha hecho de ella. Y cuando ese punto queda claro en el documental, oímos una coqueta carta de Gabriela a Dana, y allí comienza otra película, una love story marcada por la nostalgia; los planos granulados y la tragedia de Yin Yin que desde el minuto 48 se roba la escena. Al cierre, como un intento de mantener la impronta documental, se registra la llegada del archivo a Chile, a las bodegas de la Biblioteca Nacional. Entonces surge la pregunta: ¿ese archivo de Mistral nos pertenece, o debió haberse quedado en otras manos?
Estrenada en octubre, Zurita, verás no ver, de Alejandra Carmona, es una propuesta coherente y emotiva que consigue un ejercicio sumamente difícil: retratar a un personaje voluble, genial y repleto de contradicciones. Esa complicidad con el retratado se devela en la temporalidad de las entrevistas, pues en todo momento pareciera que lo que vemos son breves extractos de horas y horas de diálogo. Mediante esa calma, surgen frases cruciales, como cuando Zurita se refiere a su captura en el carguero Maipo la mañana del 11 de septiembre de 1973: “La mía no fue una especie de heroísmo, sino una crisis de depresión”. O también secuencias que reflejan las paradojas a las que Zurita nos tiene acostumbrados: “La dictadura mercantilizó el arte”, y escena seguida figura leyendo en la inauguración de una galería propiedad de Isabel Aninat.
Pero el eje de Verás no ver es la politicidad en la obra de Zurita, en particular de su Canto al amor desaparecido, y la figura del N.N como ícono estético. El uso de tomas documentales, largas secuencias capturadas con drones –que pese al exceso, no molestan porque están en simbiosis con la poesía del retratado– y la puesta en escena del propio poeta en el desierto, potencian un filme donde Zurita despliega su proyecto de vida pero también, y sobre todo, su percepción sobre la poesía, su íntimo vínculo con la memoria. Esta película demuestra lo necesario que resulta comprender la obra de un autor antes de retratarlo. Antes de volverle un ícono cliché.