Golpe al corazón

De pronto, plantea el autor de esta crítica, los méritos de Adolescencia existen en sus titubeos y pliegues, como si sus planos mas importantes fuesen aquellos sugeridos desde el fuera de campo, casi como apariciones fugaces: la grabación del asesinato de la víctima, los comentarios en redes sociales que explican la relación entre ambos, la violencia cotidiana que Jamie padece en la institución mental donde está encerrado. Ahí, la serie no es otra cosa que un estudio del rostro del protagonista, un enigma donde la ficción esgrime sus contradicciones y, con eso, libera sus posibilidades. Con ello no se explica ni se cierra ninguna cosa; lo que vemos es una herida abierta, la exhibición de una intimidad rota.

por Álvaro Bisama I 11 Julio 2025

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¿Es la televisión nuestro cine de tesis? Aquella pregunta se vuelve plausible luego de ver Adolescencia, la serie de cuatro de capítulos de Netflix, creada por Jack Thorne y Stephen Graham, que también la protagoniza. Fenómeno mediático de estos meses, puede ser comprendida como una colección de preguntas sobre cómo se narra la intimidad de una familia de clase trabajadora, en la medida en que el crimen o la violencia funcionan como catalizadores de sus deseos, traumas, aspiraciones y miedos. Nada nuevo con eso, salvo el detalle que la serie pone al centro de su relato al shock como consigna: en ella se cuenta cómo Jamie Miller (Owen Cooper), de 13 años, es acusado de asesinar a una compañera de colegio a cuchilladas.

Antes que un asesino, no se quiere que pensemos en él sino como otra víctima. Desde el comienzo (donde una cámara sigue a dos policías a través de las calles antes de llegar a la habitación de Jamie), hasta el final (donde Graham, el padre, busca en ese mismo cuarto las señales que pudieron anticipar la catástrofe), el relato aspira a remecer al espectador, llevándolo por las entrañas y los fracasos de las instituciones (el colegio, el sistema judicial, la policía, la familia), que son exhibidas como proyectos fracasados y ciegos, incapaces de curar, educar, formar o sanar; inútiles a la hora de explicar el funcionamiento del mundo.

El estilo es el método. Cada episodio está filmado aparentemente en una sola toma; un plano secuencia que permite retratar mejor las formas de la intimidad, como si quisiese recuperar para sí el tiempo perdido, exhibiéndolo sin cortes, inapelable y terrible. Nada raro, más allá de que Graham y Thorne tengan una obra visual previa, llama la atención el oportuno uso del plano secuencia como un recurso de moda, quizás como una suerte de respuesta al tiempo fugaz y de la inmediatez de TikTok y las historias de Instagram, de la celebración interminable del yo que se hace en las redes sociales.

Es el signo de los tiempos. The Studio, la delirante comedia de Alex Gregory, Evan Goldberg y Peter Huyck (y protagonizada y dirigida por Seth Rogen) para Apple sobre el mundo del cine, ocupa el mismo recurso hasta llevarlo al paroxismo. Ambos programas luchan por abrazar su propio tiempo, volviendo heroico el mismo acto de narrar más allá de la proeza que la filmación que cada episodio supone. De este modo, lo que sirve para penetrar en los silencios de una familia y construir metódicamente una tragedia ejemplar, es el mismo mecanismo para relatar el goce y el caos. Entre ambos quizás se encuentra Saturday Night (2024), la película de Jason Reitman sobre los momentos previos al primer show de Saturday Night Live, donde la toma única funciona a la manera de un fraseo modernista, o más bien proustiano: el falso pulso eléctrico decreta también el tiempo recuperado de la memoria. Lejos queda el maestro Brian de Palma o, para recordar algo más reciente, el Cary Joji Fukunaga de la sección final del cuarto capítulo de la primera temporada de True Detective, donde una quitada de droga terminaba en una masacre al ritmo de “Grinderman”, con Nick Cave gritando como desaforado.

En Adolescencia el uso del plano secuencia termina de imponer una pregunta moral que se eleva sobre el relato, blindándola de cualquier crítica. La ausencia de corte implica que no podamos apartar la vista y, por lo tanto, subraya y blinda su tesis, que tiene que ver con cómo las actuales familias no perciben lo que sus hijos hacen (no los conocen en modo alguno, no pueden hablar con ellos) y, por tanto, deben asumir las culpas de la violencia que perpetran.

Pero en Adolescencia el uso del plano secuencia termina de imponer una pregunta moral que se eleva sobre el relato, blindándola de cualquier crítica. La ausencia de corte implica que no podamos apartar la vista y, por lo tanto, subraya y blinda su tesis, que tiene que ver con cómo las actuales familias no perciben lo que sus hijos hacen (no los conocen en modo alguno, no pueden hablar con ellos) y, por tanto, deben asumir las culpas de la violencia que perpetran. Gracias a lo anterior, los espectadores no podemos decir si la serie nos gustó o no, si funciona o no, si valió la pena pasar la tarde viéndola. Estamos obligados a juzgarla como un tratado moral y agradecer a sus autores que nos muestren los vicios del mundo moderno, al decir de Parra, al ritmo de versiones tristísimas de viejos éxitos de Sting.

Adolescencia no puede ser buena o mala, pues aspira a ser juzgada desde la gravedad de lo inapelable, sugiriendo que la televisión (o en este caso el streaming de Netflix) es un medio para representar una realidad que se quiere denunciar o impugnar, antes que comprender. Ahí cualquier duda estética es sospechosa, pone en suspenso su efectividad didáctica. Jack Thorne y Stephen Graham ofrecen preguntas y respuestas trascendentes para entender estos tiempos, como si viésemos un documento que examina la masculinidad y la violencia de género, y los traumas y códigos de la cultura incel, temas que pone en el debate público.

Entonces, más allá del alarde técnico, quizás lo más relevante de Adolescencia existe en otro lugar, quizás el que se corresponde con la mirada a la intimidad familiar. Hay acá una colección de retratos de Graham, de Christine Tremarco (que interpreta a la madre de Jamie) o de Briony Ariston, que encarna a la psicóloga que examina a Jamie en el penúltimo capítulo, acaso el más agobiante. Entre todos, el de Owen Cooper es quizás el más brutal. Actor inesperado, su Jamie Miller puede pasar de la indefensión a la violencia, de la brutalidad a la soledad de la culpa de quien ha cometido un hecho de sangre.

Por lo tanto, quizás los méritos de Adolescencia existan en sus titubeos y sus pliegues, como si sus planos más importantes fuesen aquellos sugeridos desde el fuera de campo, casi como apariciones fugaces: la grabación del asesinato de la víctima, los comentarios en redes sociales que explican la relación entre ambos, la violencia cotidiana que Jamie padece en la institución mental donde está encerrado, su voz por teléfono en el capítulo final. Ahí, toda apelación se diluye y la serie no es otra cosa que un estudio del rostro de Jamie, un enigma donde la ficción esgrime sus contradicciones y, con eso, libera sus posibilidades. Esto no soluciona nada, no se explica ni se cierra ninguna cosa; lo que vemos es una herida abierta, la exhibición de una intimidad rota.

 


Adolescencia (2025), creada por Jack Thorne y Stephen Graham, dirigida por Philip Barantini, 4 capítulos, disponible en Netflix.

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