por Javier Meneses Bassi I 10 Septiembre 2024
Por culpa de mi cumpleaños número 22 tomé la decisión de ir al cine todos los días. La intención final, creo, era respirar otros aires. Liberar un poco de presión intracraneal. Según lo que yo mismo me receté, esta actividad podría cambiar mi ánimo definitivamente. Siempre es abrumador enfrentarse al triste aniversario de cumplir años. Gracias a Dios, siempre hay formas de evadir. Para el alivio de mi bolsillo logré encontrar ciclos de cine gratuitos. De lunes a viernes con funciones dobles todos los días a las cuatro y a las seis de la tarde. Mi intención no era ir dos veces cada día, pero me causaba tranquilidad tener un par de opciones.
Decidí ir a un ciclo dedicado al director Sam Peckinpah. Un completo desconocido para mí. Busqué entonces información al respecto y llegué fácilmente a muchas suyas: Sam Peckinpah es como un lobo solitario. Un águila vieja. La piel curtida por el sol lo asemeja a un vaquero viviendo para siempre el mismo destino. La pañoleta en la cabeza, los lentes, la barba prominente y el cigarrillo en la comisura de los labios hacen recordar el desierto. Cráneos de vacas pudriéndose bajo el sol inclemente. Yo nunca he estado en el desierto. No tengo idea cómo será. Me refiero con estas metáforas al desierto cinematográfico. Con ver ese rostro me bastó. No necesité buscar opiniones al respecto. Llegué a la conclusión de que alguien con esa cara tenía que ser un gran director.
El ciclo comenzó un lunes. A las cuatro de la tarde ya estaba posicionado en una sala vacía, pequeña y muy silenciosa. Para ser una sala universitaria, tenían asientos bastante cómodos. A los pocos minutos comenzaron a llegar espectadores de la tercera edad y uno que otro cinéfilo, fáciles de reconocer por las libretas bajo del brazo y las gotas para los ojos en los bolsillos.
Me llamó la atención que casi nadie fuera solo. Incluso los extraños, que suelen llegar solos y que de vez en cuando hacen comentarios al aire que nadie les pidió, se mezclaban con otros desconocidos y quedaban relativamente juntos a la hora de ver la película. La soledad siempre ha sido mal vista, sobre todo si uno la pasea en público. Algunos la rehúyen sin miedo a parecer patéticos. No me olvido de que ese mismo día vi a un padre con su hijo. El niño, de unos 10 años, tenía los dos brazos enyesados. Se sentaron a dos asientos del mío. En el transcurso de la película miré de reojo a la pareja para espiar sus expresiones: el niño con dificultad se hurgaba la nariz para después comerse los mocos y el papá se mataba de risa con las escenas pseudo eróticas.
Para ser justo, mis recuerdos en los cines no me ponen orgulloso. Con respecto a la soledad, de adolescente recuerdo haber ido a ver películas de superhéroes siempre acompañado de mis padres o mi tía. En todos esos recuerdos me veo con alguien más. Nunca solo. Esquivando a toda costa el aislamiento necesario que reclama el arte. Al crecer seguí buscando compañía para la experiencia cinematográfica, lo que ahora me parece derechamente ridículo. Puedo decir que pasé más de una vergüenza en los cines debido a esto.
Una vez invité a una periodista a ver 8 ½, la obra maestra de Federico Fellini, con la excusa de que era una película hermosa. Transcurridas las dos horas de filme, ella se paró del asiento y se fue caminando sola para su casa. Creo que esa fue la primera vez que estuve solo en una sala de cine. La susodicha no me habló por una semana. Meses después me confesó que la película era muy ruidosa. Eso fue un 26 de julio. Anoté en mi diario: “Al menos tuvo la decencia de ver toda la película”. Pasado el tiempo, un amigo mucho mayor que yo me aconsejó que esa no era una película idónea para pololear.
La primera película del ciclo de Peckinpah fue Convoy (1978), con Kris Kristofferson y Ali MacGraw. Unos camioneros escapan de la ley supuestamente para no ir a la cárcel, pero que al final van por la carretera fuerte y derecho porque sí. Entremedio hay una cosa medio política con un alcalde y un amorío entre el personaje de Kristtoferson y MacGraw. La verdad es que hablar de argumentos es una vanidad. Yo y todos los abuelos de aquella sala estábamos felices con las escenas de peleas y explosiones. No necesitábamos otra cosa. Todos estábamos ahí para olvidar algo.
Convoy terminó a las seis. Me fui caminando por la Alameda hacia Providencia mientras fumaba observando lo oscuro que estaba todo por el cambio de hora —estos son recuerdos otoñales. En el transcurso llamé a un amigo. Me preguntó de qué se trataba la película. No supe qué responder. Terminamos hablando sobre esa vez en que vimos por el portal Lyon a la mujer gallina.
El martes vi Junior Bonner (1972), con Steve McQueen. Una película sobre el rodeo. McQueen, que interpreta a Junior Bonner, ya no es tan buen domador y quiere redimirse volviendo a su antiguo pueblo para ganar un concurso. Me recordó todo el tiempo cuando con mi abuelo íbamos a Santa Cruz a ver rodeos. (Para los que desconocen de qué se trata el rodeo, en pocas palabras es un show bastante bruto y dura casi nada. El domador se sube al toro y trata de no caerse mientras este se retuerce como condenado. Pocos saben que para esto se ocupa un pretal que sirve para hacer presión en las verijas del animal. Aplicado en humanos es como que te aprieten los testículos y se monten encima tuyo. Con suma facilidad se pueden encontrar en internet variados videos porno donde esto ya es materia pasada). Un señor al lado mío se rio a carcajadas toda la película. Al final se secó las lágrimas y se fue muy apurado.
El miércoles no fui al cine. Estaba de cumpleaños y no pude levantarme de la cama. Leí lo siguiente de Diógenes el cínico, también llamado Diógenes el perro: “Hemos complicado hasta el más simple regalo de los dioses”.
El jueves tampoco fui al cine. No leí nada.
El viernes llegué tarde, pero alcancé a ver Tráiganme la cabeza de Alfredo García (1974). Película más bella no he visto. Para hacer un resumen vulgar: un tipo busca a un muerto para cortarle la cabeza y poder cobrar una plata que le arreglará la vida. Diría otra cosa, pero no se puede sin caer en la estulticia. El poeta Diego Maquieira una vez me dijo que aplicaba la siguiente filosofía frente a la vida: “O quedarse callado o decir algo mejor que el silencio”.
Salí bastante conmovido por la película. Pude olvidarme de mí por unas cuantas horas y di por satisfecho mi plan inicial, cumplido a medias, cojo, pero con resultados, al fin y al cabo. La violencia en el arte tiene ese poder. Un poder infravalorado. De perogrullo está decir que la felicidad constantemente se encuentra aplazada para cualquier mortal. No se puede tener todo en la vida. Por lo mismo, un consuelo para vivir en el siglo XXI es la belleza. Siempre hay un poco. Por lo mismo las películas persisten. Me imagino que Sam Peckinpah tenía esto muy claro.