El guionista del filme sobre el Juicio a las Juntas de la dictadura argentina, flamante ganadora del Goya a Mejor Película Iberoamericana, estuvo de visita en nuestro país para dictar dos clases magistrales en la Universidad Diego Portales. Fue la ocasión ideal para repasar su trayectoria, una de las más disociadas del cine actual: porque Llinás juega en la cancha más experimental que se conozca —tiene una película de casi 14 horas— y también escribe guiones perfectos que adscriben al modelo clásico, donde justamente cabe Argentina, 1985. A la hora de los balances, afirma: “Baudelaire decía: quien tiene tiempo, tiene libertad. El cine alternativo tiene tiempo; la industria, no”.
por Pablo Riquelme I 13 Febrero 2023
En los últimos días de enero, el cineasta y guionista argentino Mariano Llinás (1975) visitó Chile para dictar en la Escuela de Cine de la Universidad Diego Portales dos clases magistrales sobre temas que conoce muy bien: por un lado, su nutrida carrera como director de filmes experimentales, ajenos a los plazos y límites que impone la industria fílmica, y por otro, su exitosa labor como coguionista de películas con vocación masiva.
Hijo de escritor (el poeta surrealista Julio Llinás) y hermano de actriz (Verónica, que participa en sus películas), en su primera faceta Llinás destacó por ser unos de los directores más jugados de la generosa cantera que renovó el cine trasandino a partir de los años 90 —conocida bajo el rótulo de “nuevo cine argentino”—, y donde caben cineastas tan disímiles como Lucrecia Martel, el fallecido Fabián Bielinsky, Pablo Trapero y Bruno Stagnaro, entre otros. A través de su productora El Pampero Cine, Llinás ha radicalizado los métodos del cine independiente, trabajando con presupuestos bajísimos, equipos que la industria deshecha y tiempos de rodaje que pueden extenderse por varios años. A nivel narrativo, películas suyas como Historias extraordinarias (2008), La flor (2018) y Concierto para la batalla de El Tala (2021) desafían los argumentos lineales, las duraciones impuestas por el canon (La flor dura 13 horas y 53 minutos) y a menudo devienen exploraciones autoconscientes sobre el proceso mismo de narrar. Es un cine que se apropia sin tapujos de la fecunda tradición narrativa rioplatense.
Obviamente, Llinás es más conocido por su otra faceta, la de guionista que sigue, más o menos al pie de la letra, las fórmulas del guion clásico, y particularmente por ser el guionista de cabecera del director Santiago Mitre, con quien ha establecido una colaboración creativa que ha entregado filmes notables: El estudiante (2011), La patota (2015), La cordillera (2017) y Argentina, 1985 (2022), la película sobre el Juicio a las Juntas de la dictadura argentina que se ha convertido en un fenómeno mundial.
Felicidades: Argentina, 1985 ganó el Globo de Oro y el Goya, y está nominada al Oscar. ¿Qué le parecen las películas que le compiten?
La verdad es que no las he visto. Sé que hay cierta rivalidad, a nivel de plataformas, con la alemana Sin novedad en el frente, porque es de Netflix y la nuestra de Amazon. Además, la alemana y la nuestra son las dos que tienen el tema político detrás. Sin novedad tiene el trasfondo antibelicista de la Primera Guerra Mundial y eso la puede hacer ganar. Aunque si nos siguen haciendo el favor los fascistas, puede que andemos bien. Nuestro triunfo en los Globos de Oro hay que dedicárselo a los bolsonaristas, que atacaron el Parlamento brasileño. Aquello nos benefició, sin duda. Cualquier cosa que huela a Golpe, a trumpismo y amenaza para la democracia nos ayuda, porque 1985 es una película sobre las dificultades que tiene la democracia como proyecto colectivo.
¿Le sorprendió que Argentina, 1985 tuviera tanto éxito?
Hasta cierto punto, lo intuí, pero no al nivel que llegó. En Buenos Aires fue muy contundente, se salió del eje de las películas y se convirtió en un acontecimiento sociopolítico del cual hablaban todos. No había político que no tuviera algo que decir. Fue un fenómeno cinematográfico como los de antes, como las películas de los años 70 y 80, que ponían temas sobre la mesa de los cuales se discutía.
Parece que para llegar a un público masivo hay que darle a la gente lo que quiere escuchar.
Cierto. El problema es que la gente no sabe lo que quiere escuchar. Lo sabe cuando ya lo tiene, no antes. Por eso no existen recetas para el éxito: el público encuentra lo que le gusta solo cuando lo ve.
¿Y qué encontró el público en 1985?
Creo que conectó con algo que la democracia misma no está siendo capaz de proveer: una visión optimista de algo que teníamos y que no nos dimos cuenta de que lo teníamos. También ofreció la oportunidad de sacar la cabeza de cierto hartazgo con el estado de la democracia actual y de sus sumos sacerdotes, los políticos. Tengo la impresión de que 1985 irrumpió en medio de un territorio muy hastiado con la política. Desde hace 20 años que la política argentina está en una modalidad muy agresiva —un fenómeno que se conoce como “la grieta”— y la película tuvo la astucia de no sumarse a eso. Creo que el éxito de la película tuvo que ver con las ganas de conectar con esos años de la nueva República, donde algo estaba comenzando, y que se opone a esta sensación actual de que algo está terminando. Aunque no sabemos, ese algo, qué es.
¿Cómo ve usted la divergencia entre el cine industrial y el alternativo? Existe una especie de romantización del cine independiente, cámara en mano…
Pero yo no hago cámara en mano. Ellos, los de la industria, hacen cámara en mano. Ese es un malentendido de base. Un equipo de rodaje, por más chico que sea, puede cargar su trípode, instalarlo, mirar, pensar el plano. Y tiene más tiempo para decidir, para volver a rodar si, por ejemplo, las luces no quedaron bien. Baudelaire decía: quien tiene tiempo, tiene libertad. El cine alternativo tiene tiempo; la industria, no. De hecho, la cámara en mano y el steadicam —el estabilizador de la cámara que va pegado al cuerpo del camarógrafo—, que comenzaron a estar de moda en los 80, son recursos que suelen utilizar los productores para resolver rápido situaciones que, si no, requerirían demasiado tiempo. Por otra parte, el cine industrial tiene mayores necesidades: su misión es narrar a cualquier precio. Muchas veces, cuando le pregunto a alguien qué tal alguna película, me responde: “Se cuenta”. Eso es propio de la industria. En una película independiente nadie quiere que “se cuente”. Más bien se concentra en el lenguaje, en resignificar el lenguaje y experimentarlo sin que sea utilitario para la narración. El cine independiente está despojado de estas obligaciones.
Las películas que dirige parecen tener mucho influjo literario, al punto de que la narración a ratos parece más literatura que cine.
No es una competencia, pero la literatura es mi país de origen. Yo vengo de ahí. De hecho, algo que me está gustando cada vez más, a medida que voy filmando y siendo más libre respecto de lo que hago, es filmar libros. Me refiero al libro como objeto. ¿Por qué? Seguramente porque algunas de mis ideas vienen de los libros.
Me refería a la experimentación narrativa. El cine suele ser un artefacto de precisión, de detalles precisos. Y sus filmes tienden a una estética de la imprecisión, con narradores poco confiables.
Eso tiene un origen clarísimo en la literatura: Borges. Simular que el relato es una especie de resumen de un relato mayor y fingir la imprecisión son trucos inventados por él. Yo solo he intentado una manera de trasladarlos al cine. La flor, por ejemplo, juega con la idea de que la narración es un acuerdo entre dos personas, entre el narrador y el público, y dice: “Esta historia podría ser de este modo, pero también podría ser de este otro”. Allí el artefacto narrativo queda en evidencia de manera explícita. El espectador sabe que lo que le están contando no es verdad.
También ha coescrito películas más formales en términos narrativos, y la gente engancha igual. Una característica común de sus películas más formales es que son muy políticas y opinan sobre temas polémicos. Por ejemplo, La patota, funciona como una especie de reverso de 1985: el personaje de Dolores Fonzi es violada por un grupo de hombres y en vez de hacer justicia, decide no hacerla.
Depende de lo que entendamos por justicia; tal vez ella no cree que la justicia sea lo que las personas que la rodean —que, en general, son hombres— piensan. La patota es un remake de una película dirigida por Daniel Tinayre y protagonizada por Mirtha Legrand en los años 50. El argumento es igual: la chica, Paulina, es violada por una patota y queda embarazada. Ella es de una familia respetable, tiene un novio respetable y es hija de un juez muy respetable. Cuando la violan, todos se ven sacudidos, y al darse cuenta de que está embarazada, quieren el aborto. Pero ella no. Y llega al punto de que se va a vivir con el violador con tal de no abortar. Es una película con un sesgo antiabortista escandaloso. Nosotros decidimos quitarle la premisa antiabortista. Ella decide tener al niño e incluso no denunciar a sus violadores. Y entonces ocurre el escándalo. Me gusta que la película no intente justificar su decisión, algo que cuando se estrenó —fue previo a la marea feminista inmediatamente anterior a la actual— todo el mundo trató de hacer. Decían que no abortaba porque no estaba en sus cabales, porque estaba en shock. Y a mí me parecía que el personaje debía hacer lo que quería, aunque a muchos les pareció mal.
El estudiante cuenta la historia de un novato que entra a estudiar a la Universidad de Buenos Aires y es seducido por la política universitaria, donde termina acumulando mucho poder. ¿Cómo opera ese tipo de política universitaria en Argentina?
Es algo que nadie entiende. Por lo demás, no había algo sobre la política universitaria que nos interesara particularmente. Nos servía más bien como metáfora de la política a secas, del ascenso en la política, sin tener que hablar directamente de la política grande. Con la historia del personaje de Esteban Lamothe uno podría pensar en la historia de alguien que parte como dirigente universitario y termina siendo Presidente de la República. De hecho, cuando hicimos La cordillera, pensábamos que el personaje de Darín era el personaje de Lamothe varios años después, y que finalmente había terminado siendo Presidente.
Cuando vi La cordillera pensé que el personaje del Presidente argentino estaba basado en Mauricio Macri. La interpretación de Darín —su inexperiencia política, su ambición desmedida— tenía ciertos guiños, incluso casi físicos.
No, no. Es muy difícil, en una democracia con mandatos presidenciales cortos, como la nuestra, hacer algo así, porque el proceso de la película dura más que el gobierno de los presidentes. El Presidente interpretado por Darín, en principio, no tenía que ver con Macri, que era otra cosa. Pero Macri resultó ser, a la larga, un personaje mucho más interesante de lo que se pensaba y terminó teniendo una especie de capacidad para el mal que nadie le concedía, pues tengo la impresión de que todos pensábamos que era un imbécil. Pero resultó ser infinitamente menos ingenuo de lo que suponíamos. Y, entonces, a lo mejor fue Macri el que terminó convirtiéndose en el personaje de Darín.
La cordillera comienza como un thriller político, pero deriva hacia lo fantástico y lo mefistofélico. Son como dos películas en una. Fue muy arriesgada.
Esa película implicó una gran decepción para mí. Traté —con la venia de Santiago Mitre, por supuesto— de hacer algo que, según mis módicos parámetros, era revolucionario: cambiar de género en mitad de una película de gran presupuesto, es decir, hacer algo experimental dentro de una película industrial. Yo pensaba: si esto funciona en una superproducción con Darín, cambiamos el cine argentino. No funcionó. No le gustó a nadie, ni a los parientes de mi mujer.
¿Por qué no funcionó?
Porque el público quería otra cosa. Quería al Darín de siempre, quería una historia sin dobleces ni pliegues de ningún tipo. Querían cine argentino, querían 1985, no ese nuevo cine fantástico del Río de la Plata que nos animamos a ofrecer.