El diente de oro de Pinochet

¿Cómo poner al dictador en la pantalla? Uno de los mejores intentos es Pinochet y sus tres generales, del español José María Berzosa, un documental valiosísimo por las imágenes y los testimonios que tiene de los integrantes de la Junta. Fue creado a partir del remontaje de una serie de cuatro documentales hechos para la televisión francesa, rodados en una visita de varios meses que Berzosa realizó al país entre 1976 y 1977, cuando el régimen ya había puesto en marcha las primeras reformas estructurales de la economía y Pinochet se encontraba firme en el poder.

por Pablo Riquelme I 6 Octubre 2023

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Hace unos años circuló la noticia de que una productora estadounidense estaba preparando una serie sobre Pinochet. Iba a recrear el bombardeo a La Moneda con estándares hollywoodenses, para contar la tragedia del general que traicionó a Allende y se enquistó en el poder. Aun cuando el casting contemplaba a un actor de calidad —Edward James Olmos, alguien que habría dotado de matices al personaje—, la serie finalmente no se hizo. ¿Por qué? Vaya uno a saber, pero en una industria plagada de villanos resulta pertinente preguntarse por qué la ficción audiovisual, chilena o internacional, ha sido tan esquiva con Pinochet. A 50 años del Golpe sorprende constatar que ni el cine ni la televisión han podido abordarlo. La razón puede ser simple. Para mover los hilos del regicida Macbeth, Shakespeare tuvo que quererlo, tal como David Chase quiso al asesino Tony Soprano. Para poner a Pinochet en la pantalla, primero habría que hacerlo querible o al menos entregarle buenas dosis de ambigüedad, es decir, sacarlo de la caricatura.

¿Quién tendría el valor para algo así?

Los alemanes necesitaron seis décadas para tragarse una película como El hundimiento, en la que un Hitler de carne y hueso (interpretado por Bruno Ganz) arrastra a Alemania a la debacle total. Y claro, humanizar dictadores tiene costos. La escena en que el furioso Hitler increpa a sus generales por los avances del Ejército Rojo lleva 15 años siendo materia prima de videos parodia. Para muchos jóvenes que no conocen la historia alemana del siglo pasado, la primera referencia que reciben del Führer proviene de esos divertidos memes titulados “Hitler se entera”. Es decir, el genocida provoca risas antes que horror.

La única película dedicada al dictador chileno es Pinochet’s Last Stand, un telefilme producido por la BBC en la que Derek Jacobi lo interpreta durante la detención en Londres. Pero el guion no deposita el conflicto dramático sobre él, sino en los políticos laboristas que deben decidir si lo devuelven a Chile, para no provocar un conflicto diplomático con el gobierno concertacionista, o si gestionan su extradición a España, para que sea juzgado por alguno de sus crímenes. En otras palabras, la película no se trata de él.

Para este año, Netflix ha anunciado el estreno de una comedia negra llamada El conde, producida por Fábula y dirigida por Pablo Larraín, en la que un Pinochet vampiro, a la edad de 250 años, decide morir “de una vez por todas, debido a las dolencias que le acarrearon su deshonra y sus conflictos familiares”. La película, según el director, pretende “analizar los hechos ocurridos en Chile y el mundo en los últimos 50 años”. Más allá del arrojo en la elección del género y de que uno de los guionistas sea el gran dramaturgo Guillermo Calderón, permítasenos ser escépticos: cada vez que Pablo Larraín usó la historia de la dictadura para sus películas, eludió el asunto central. Dicho sea de paso: qué distintas habrían sido algunas de sus películas si en vez de nihilismo les hubiera inyectado algo de convicción y de verdadero compromiso ya no político, sino con los protagonistas. Él, por su historia familiar, estaba pintado para eso. Con una comedia de vampiros el director podrá ganar visionados en el streaming y aplausos en muchas partes, pero no conseguirá matar al padre.

¿Dónde encontramos a Pinochet entonces?

Un buen lugar es Pinochet y sus tres generales, del español José María Berzosa. Es un documental antiguo, que circuló hace una década, gracias al rescate que hizo el antropólogo Matías Wolff. Hacia 2011, entre la celebración del bicentenario y la conmemoración de los 40 años del Golpe, Wolff, que se encontraba estudiando en París, comenzó a recopilar documentales europeos que estaban siendo digitalizados y subidos a diversas plataformas de internet. Con paciencia, Wolff los subtituló y colgó en una página a la que bautizó “Chile desde afuera”. Fue un trabajo admirable. En conjunto, el material reunido por el antropólogo ilustra la fascinación que generó entre los europeos el proceso de la Unidad Popular y cómo los horrorizó la dictadura. Si se observa con atención, puede notarse el cambio político-cultural que se dio entre, digamos, 1971 y 1986. Solo como ejemplo, en el Chile de 1971 la clase media se maneja con destreza en francés; 15 años después, aquel atributo, presente durante más de un siglo en la cultura chilena, desaparece.

Aquí puede verse a un Pinochet relajado y feliz, durante el viaje que hizo a la Antártica (…). El general recibe honores de una banda de la Armada aterida por la nieve, pasa revista a las tropas, es ayudado a saltar de un bote a un muelle (casi se cae) y observa pingüinos desde el Aquiles, el barco presidencial, junto a su fascinada esposa. Toda esta secuencia (…) es un inusual acceso a la intimidad de Pinochet.

Pinochet y sus tres generales corresponde al remontaje de una serie de cuatro documentales hechos para la televisión francesa, rodados en una visita de varios meses que Berzosa realizó al país entre 1976 y parte de 1977, es decir, cuando el régimen ya había puesto en marcha las primeras reformas estructurales de la economía y Pinochet se encontraba firme en el poder. En 2001, aprovechando el interés global que produjo su detención en Londres, Berzosa le dio nueva vida al material recopilado. Se trata del más acabado perfil que se haya hecho sobre la Junta Militar.

A través de la vieja técnica de la adulación, el director se gana la confianza de los generales, para luego ridiculizarlos y poner en evidencia el nacionalismo exaltado que sirvió de sustento ideológico para el régimen en sus primeros años. Berzosa tiene el mal gusto de alternar la pomposa comedia de marchas castrenses y frases para el bronce de los generales con los testimonios de las madres y esposas de los desaparecidos, un recurso que sirve como denuncia y contrapropaganda de la dictadura, pero que tiene severos problemas éticos. ¿Es lícito usar el dolor de las víctimas de una dictadura tercermundista para que en Europa se entienda que cuando los militares niegan los asesinatos están mintiendo? Algunos dirán que sí; lo cierto es que un cineasta que se ubica a sí mismo en el lado correcto de la historia también puede ser un carroñero. Para que esto funcionara habría que jugarse el pellejo, y Berzosa tiene astucia y mucha gracia, pero no corrió peligro alguno. Todo lo contrario: las puertas se le abrieron como a nadie.

Pero el documental es valiosísimo por las imágenes y los testimonios que tiene de los integrantes de la Junta. Aquí puede verse a un Pinochet relajado y feliz, durante el viaje que hizo a la Antártica, en enero de 1977, para resguardar la soberanía. El general recibe honores de una banda de la Armada aterida por la nieve, pasa revista a las tropas, es ayudado a saltar de un bote a un muelle (casi se cae) y observa pingüinos desde el Aquiles, el barco presidencial, junto a su fascinada esposa. Toda esta secuencia en la Antártica es un inusual acceso a la intimidad de Pinochet y uno de los escasos registros en que lo pillamos con la guardia baja.

Berzosa también logra grandes momentos con los otros tres integrantes de la Junta. Aquí, la carne fresca es la vanidad de unos hombres que saben que sus apellidos serán una nota al pie en la historia del jefe supremo. Con uniforme o sin él, el director les sonsaca opiniones sobre variados temas, algunos ridículos, que sirven de todos modos para saber quiénes son y entender cómo operaba la dinámica interna de la Junta.

Mendoza, el general director de Carabineros, es amante de los caballos y es capaz de enumerar la relación entre ellos y los seres humanos desde la época de los sumerios, pero no de articular una visión política propia para el gobierno militar; su función decorativa es manifiesta. Leigh, en cambio, es rotundo y no muestra fisuras, aunque la neurosis le brota por los poros. Su referente político es el general De Gaulle, quien según él terminó con el caos en Francia, y sus pasiones son la ópera y los pájaros que tiene enjaulados en un aviario de su jardín. Merino, por su parte, es un histriónico golfista (el primer plano de sus pies cuando le pega a la pelota es glorioso), incondicional de Francisco Franco, aunque más identificado con el almirante Nelson (“El hombre que derrotó a todas las flotas del mundo”), tiene talento para la pintura y demasiados argumentos para refutar a Marx (“No es un filósofo, es un seudoeconomista”). No obstante que la intención es dejarlos mal (lo logra), también los muestra en su dimensión más casera, de viejos cansados y casi seniles, de abuelos cariñosos que levantan en brazos y ven correr a sus nietos, como lo haría cualquier chileno.

La excepción es Pinochet. Cuando se le pide que se abra, se vuelve impenetrable y, estresado seguramente por conflictos de la coyuntura, se suelta solo para lanzar una furiosa perorata contra la Democracia Cristiana. De los cuatro, es el que más se defiende, el que más desconfía. Ante este enigma, la cámara caza detalles: los inquietos ojos verdes, el bigote cano, la pesada argolla matrimonial. El lente se acerca hasta los dientes inferiores del general, hasta las coronas de oro que sostienen los incisivos central y lateral.

 

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Este texto fue escrito mucho antes del estreno de la película El conde, que se encuentra disponible en Netflix desde el mes pasado.

 


Pinochet y sus tres generales (2001), dirigido por José María Berzosa, disponible en YouTube.

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