El pensamiento político moderno —la línea que nace de Rousseau— se imagina una sociedad natural plácida, unos orígenes satisfechos, un animal social traicionado y engañado por las máquinas, el dinero, el lujo, la corrupción. Es un mito que nos sigue enganchando. Somos puros, podremos ser puros, porque alguna vez lo fuimos. Sin embargo, una miniserie de Netflix en la que dos grupos de chimpancés se enfrentan entre sí, muestra que la violencia y el disimulo, al igual que la consideración del poder como fin en sí mismo, caracterizan también la existencia de estas sociedades naturales.
por Miguel Saralegui I 25 Marzo 2024
Una frase evolutivamente proselitista, que anima el espíritu de todo primatólogo amateur, inaugura la narración de la miniserie El imperio de los chimpancés: “Si conocemos mejor a los chimpancés, nos conoceremos mejor a nosotros mismos”. No hace falta ver el documental entero para que el proselitismo haya surtido efecto. Más que conocernos mejor, el documental obliga a dejar de ver ciertos comportamientos como específicamente humanos; incluso también algunos que se pueden considerar patológicos, como la mentira, el disimulo, la obsesión por el poder y el ascenso social. Adolescentes que se comportan de modo exageradamente violento porque no saben cuál es su lugar en el grupo, jóvenes que juegan a ser mamás con las crías de otras hembras —quizá un poco anticuadas para las últimas generaciones humanas—, manos ajadas por las lianas como si fueran las de jugadores de balonmano o de estibadores, antes de que los puertos mecanizaran la descarga, largas travesías por el bosque en fila de a uno, como si estos chimpancés fueran socios de un club de montaña que los domingos organiza paseos por el bosque. El parecido resulta a veces cómico. Cuando se preparan para la guerra, los chimpancés se yerguen, sus pelos se erizan y el espectador sospecha de un humano de carnaval, disfrazado con un vestido barato de pelo sintético.
Otras veces, las similitudes son inquietantes: un gesto idéntico acompaña situaciones para las que los humanos jamás lo habrían empleado. El rostro del chimpancé puede adquirir el aire parsimonioso y resignado de quien espera el autobús, cuando, en cambio, este experto en enmascararse se prepara para el ataque de un vecino temible.
La serie documental está estructurada sobre una guerra entre dos grupos de chimpancés de las selvas de Ngogo, en Uganda, al este de África. A pesar de que en lengua castellana la palabra imperio —la traducción de Chimp Empire es literal— hace referencia a comunidades políticas muy habitadas y sobre todo muy extensas, las sociedades de chimpancés son numéricamente escasas. El documental sigue principalmente al primer grupo: el central, el más numeroso conocido de toda la Tierra, de 120 miembros, liderado por el macho alfa Jackson, a quien oficiosamente se le puede considerar el protagonista de la película. El segundo grupo, el occidental, es más pequeño, compuesto por unos 60 ejemplares, surgido como una segregación del primero y su macho alfa se llama Hutcherson. Ambos grupos conocen la misma y casi única división del trabajo: la que existe entre los guerreros y los patrulleros, encargados de saber que en el propio territorio no se han introducido chimpancés del grupo rival. Posiblemente, el objetivo bélico de la narración hace que otros “oficios” o labores apenas aparezcan, aunque se escurran en el relato, como el que practica un chimpancé adulto que parece conocer qué árboles de la selva son los más útiles y alimenticios.
El narrador asegura que el segundo grupo está más cohesionado que el central, porque machos y hembras colaboran en la guerra, lo que le permite sobrevivir frente a un grupo muchísimo más numeroso (y sobre todo, con muchos más machos adultos). La causa de esta mayor cohesión residiría en el carácter comprensivo y auxiliador de su líder, Hutcherson.
Respecto de esta afirmación, como de tantas otras, el espectador debe hacer un acto de fe, pues las imágenes no permiten extraer esta conclusión: ambos grupos parecen comportarse de modo muy similar y la unión parece inestable, más cercana a la de los grupos humanos que a otros animales sociales, como las hormigas. En ningún caso la autoridad es tan grande como para determinar el comportamiento de los individuos. De hecho, a Jackson —el líder desconsiderado para el narrador— sus chimpancés van a rescatarlo cuando se encuentra a merced del otro grupo. A partir de estas cuatro horas, la reconstrucción del comportamiento de los chimpancés no resulta sencilla. El mismo dimorfismo de los chimpancés —la diferencia de constitución física entre los sexos— es menos evidente que en los humanos, de tal manera que la mayoría de las veces solo se podrá distinguir un macho de una hembra cuando esta lleva colgada una cría.
Pero el documental —y este es un logro— suministra la cantidad de información suficiente como para no creer todos los juicios morales y sociales de los guionistas. Después de que uno de los machos del primer grupo (Pork Pie) haya sido asesinado por el grupo rival, la voz apologética del narrador admite que esta violencia intergrupal es el principal defecto de los chimpancés. Se lamenta de que sean territoriales, tan buenos amigos de sus amigos, como fieros enemigos de quienes invaden su espacio. El chimpancé sería un doctor Jekill con su grupo, un animal juguetón y dócil, hasta que, fuera de sus fronteras, estallara como un temible míster Hyde.
Sin embargo, a lo largo de estas cuatro horas, los chimpancés no solo son incómodos y peligrosos en el extranjero, sino también en su propia casa. Es cierto que los chimpancés se están preparando continuamente para la guerra, para hacerse con la propiedad exclusiva de un árbol especialmente nutritivo que crece en la frontera entre ambos territorios. Pero esta no pasa de escaramuzas, de peleas y empujones, parecidos a los de los conciertos de grupos punks. Los conflictos intergrupales solo causarán una muerte más, precisamente la de Jackson.
Y los empellones y saltos sobre los rivales se producen no solo en las peleas entre diferentes grupos, sino también dentro del propio grupo. La única diferencia entre ambas violencias estriba en que, dentro del grupo, resulta mucho más frecuente.
Sobre todo cuando no se enfrenta a sus enemigos, la sociedad de los chimpancés es obsesivamente violenta. La violencia ya no se dirige contra quien amenaza su supervivencia —territorio, comida—, sino por el poder dentro del grupo, por un poder que es un fin en sí mismo.
Los chimpancés no quieren ser poderosos para conseguir algo, simplemente quieren ser poderosos.
El ansia por el poder es capaz de generar comportamientos bellos, extraordinariamente barrocos, en ningún caso directamente conectados con el incremento del éxito sexual, reproductivo o alimenticio. Cuando llueve y el resto de los chimpancés se protege de la humedad en la copa de los árboles, algunos jóvenes ambiciosos realizan una impresionante danza de liana en liana, de rama en rama, de árbol en árbol. Se trata del baile de la lluvia. Este poder como fin en sí mismo se reproduce en los comportamientos sociales más prototípicos y repetitivos de los chimpancés. El poderoso quiere ser acicalado, pero no acicalar de vuelta, incluso si se trata de un comportamiento que sirve para la higiene y la salud. Por la misma consideración jerárquica, el jefe podrá determinar que unos miembros del grupo no coman de la caza conseguida. Por último, el poderoso intentará evitar la conversación entre los miembros masculinos del grupo, sobre todo entre aquellos cuya alianza podría desbancarlo de la posición máxima de la jerarquía.
Esta preocupación no se traduce necesariamente en la obtención de ventajas asociadas a los poderes sólidos. Que el grupo se organice jerárquicamente no implica que sea estable, ya que todos los miembros disputan continuamente por ascender en la jerarquía. A los primatólogos profesionales les gusta afirmar que el poder en esta sociedad está estructurado de manera muy sofisticada. Si la sofisticación se define por la continua agresión al poder establecido, entonces los chimpancés viven en la más refinada de las comunidades. En mi opinión, más que sofisticación, se trata de miles de variantes de un mismo comportamiento repetitivo. Todos los jóvenes fuertes quieren ser machos alfa y, de modo bastante descarado, intentan serlo. Por este motivo, la jerarquía es mucho más inestable que las fronteras: los chimpancés son mucho más arribistas que imperialistas, en su vida cotidiana están más interesados por ascender que por defenderse; más preocupados por ocupar un puesto superior en la escala, independiente de que estén preparados para organizar la defensa contra el grupo rival.
Al igual que el sexo, el poder es poco evidente. No podemos estar seguros de quién es el macho alfa. En ningún caso corresponde al chimpancé más vigoroso, así que ni siquiera las sociedades de chimpancés cumplen el tópico de “el poder del más fuerte”, como posiblemente tampoco se aplica de modo correcto a los subgrupos humanos que suelen ser descritos con esta frase hecha: seguramente el líder mafioso o el narco no son los individuos más fuertes. Este tipo de poder, sin duda, requiere de habilidades lingüísticas o técnicas, de acuerdos, de consensos, de simpatías. En cualquier caso, el hecho de que la jerarquía, ni en su punto más elevado ni en sus escalones inferiores, sea determinada por las diferencias físicas, hace aumentar la inestabilidad de la sociedad. Muchos pelearán por llegar al puesto más alto.
Durante los cuatro capítulos, al macho alfa lo retan competidores: primero Abrams, luego Wilson. La rivalidad para el macho alfa parece potencialmente total. Más insoportables que las agresiones del grupo rival, en cualquier caso más frecuentes, son los ataques de sus compatriotas. Los chimpancés aparecen retratados como grandes disimuladores. El macho alfa Jackson ejerce sus habilidades para el despiste y la insinuación, sobre todo frente a sus rivales internos. Es verdad que el carácter opaco de la selva permite que el grupo grite —y en cierto sentido mienta— para que los enemigos se los imaginen como más numerosos. Pero si grita una vez para ahuyentar a los enemigos, Jackson disimula mil veces para desincentivar las ansias de sus rivales más próximos, de los mismos chimpancés a los que ha protegido. Esconde sus heridas y su debilidad, también después de que haya hecho una defensa victoriosa y solitaria contra los occidentales. El heroico alfa Jackson se retira por varios días a lo profundo de la selva después de haber sido herido en la primera batalla. La sociedad de los chimpancés no respeta a sus héroes ni a sus protectores.
Pero la inestabilidad se multiplica por otro factor: un alfa puede seguir siendo alfa, incluso después de haber perdido algún reto contra los inquietos competidores. En este reinado al borde del abismo, en el que el rey lucha por su jerarquía las 24 horas del día, solo él decidirá dejar el reinado, en el momento en que rehúya el combate con los jóvenes en ascenso y se incline ante ellos. Si da la pelea, seguirá siendo el alfa.
En esta historia de cuatro horas, el alfa protagonista se esconderá, resistirá, pero finalmente morirá como alfa, solo como consecuencia de las heridas causadas por el grupo occidental, no por las muchas molestias y empujones de los dos arribistas principales. Hasta en esta sociedad, si no revolucionaria, por lo menos rebelde, el poder es conservador. Aparece como una constante que, si permite el atentado y la insumisión, solo acepta que el poder cambie de manos cuando el dueño de la casta se inclina y renuncia. A pesar del carácter contestario y maquinalmente burlón de los jóvenes chimpancés, esta sociedad también conoce peculiares consensos intergeneracionales.
El pensamiento político moderno —por lo menos la línea que nace de Rousseau en El discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad— se imagina una sociedad natural plácida, unos orígenes satisfechos, un animal social traicionado y engañado por las máquinas, el dinero, el lujo, la corrupción. Es un mito que nos sigue enganchando. Somos puros, podremos ser puros, porque alguna vez lo fuimos. Existe una gran caída, posiblemente un gran culpable de esa gran caída: capitalismo, neoliberalismo, comunismo… hay para todos los gustos ideológicos. En ningún caso la convivencia grupal de este primate superior confiere historicidad y concreción a esta ensoñación acerca de los orígenes. Por el contrario, la hace más abstracta y lejana, más presuntuosa, la convierte en una nostalgia fingida. Al menos en este sentido, los primates nos ayudan a conocernos mejor: si existió la caída humana, esta no la compartimos con nuestros familiares que no necesitaron ni dinero ni contrato para comportarse de modo egoísta. No hace falta industrialismo, no hace falta una compleja división del trabajo, no son necesarias sociedades multitudinarias y anónimas, no hace falta modernización ni consumismo, ni siquiera hace falta el pecado original para que un grupo genere parias y semiparias, poderosos que solo reparten la comida entre sus amigos, que matan especialmente a seres más débiles cuando menos hambre tienen, que escogen la guerra en vez de la paz.
El imperio de los chimpancés (2023), dirigida por James Reed, 4 capítulos, disponible en Netflix.