por Lorena Amaro
por Lorena Amaro I 18 Octubre 2017
Quienes hayan leído antes las magníficas Salón de belleza o El gran vidrio, por mencionar apenas dos de las numerosas obras publicadas por Mario Bellatin desde hace 30 años, no se sorprenderán de la voz, los giros narrativos o el travestismo textual de Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, su última y eficiente invención. Pero para los recién iniciados, el encuentro con un texto de Bellatin será siempre la emoción del choque con un lenguaje ambiguo, inestable, que tan pronto afirma como niega y fabula. En su nueva novela figuran, además, varias de sus obsesiones: la animalidad, lo deforme y monstruoso, el misticismo y la videncia, la soledad de sus personajes andróginos o en permanente metamorfosis. Pero sobre todo la violencia, una violencia que si bien es explícita, aparece camuflada en un discurso paranoide del que no se puede esperar la verdad, sino múltiples epifanías de lo posible.
Dos hermanos, Isaías y la anónima narradora, se encuentran unidos desde su infancia por la ceguera y la irrupción posterior de la sordera. Viven sus días en la Colonia de Alienados Etchepare, un lugar que podría anclarse en cualquier tiempo o espacio. No están locos, como los otros internos, pero allí los abandonó su madre y los han aceptado como si fueran leprosos o infectados. En este asilo habitan jaurías de perros salvajes ansiosas por despedazar a los reclusos y un extraño escritor sin obra le enseña a un grupo de no videntes, entre los cuales se hallan los hermanos, a escribir un texto colectivo que, dice, debiera parecer el producto de una sola escritura. Se produce aquí una ironía evidente: un escritor que no escribe (y solo cuenta su vida) pretende enseñar a escribir a la narradora, quien está todo el día narrando para su hermano. Ella posee un implante auditivo del que Isaías carece, por lo que se encarga de transmitirle todo lo que oye, a través de un sistema especial que lleva esta extensa “carta” desde su computador a Isaías, con un decodificador especial.
Pero el texto en realidad es algo más inquietante que una carta: con frecuencia la hermana le pregunta a Isaías si no habrá muerto, y le pide que no apague el interruptor que les permite estar conectados a través de un hilo precario, delgadísimo, de comunicación. Podemos pensar que la carta es en realidad un monólogo, un diario, que Isaías ha muerto o que nunca ha existido. Su hermana es, entonces, una conciencia solitaria, escindida triplemente del mundo: por su condición física, por la promesa que hizo de asistir permanentemente a Isaías, más desfavorecido que ella, y por su reclusión en la Colonia de Alienados.
La hermana es un personaje andrógino que hace algo más que narrar el entorno a su hermano: la suya es una voz que afirma y se desmiente, que cuenta historias sabiendo que provocará el enfado de Isaías, su inminente desconexión. Habla de la madre abandonadora y de los perros enviados a matar por el profeta Mohammed; insinúa su atracción sexual por otros ciegos atrapados como ellos en la Colonia de Alienados; cuenta una historia de ambos atrapados en un barco asaltado por ladrones que violan repetidamente a Isaías y ellos mismos figuran ensamblados corporalmente, el hermano pegado al pene de ella, la hermana. Esta condición hermafrodita, incierta de los personajes, se da en otros textos de Bellatin como una forma más de la monstruosidad: por exceso o carencia física, o por sus continuas metamorfosis, los personajes de este novelista mexicano parecen condenados a la extrañeza, a la desmesura y, sobre todo, al ejercicio de una violencia que los separa y excluye, que los aísla y castiga.
Los ciegos son de un peso probado en la historia simbólica de Occidente: desde Homero o Tiresias encarnan formas particulares —compensatorias— de videncia. Bellatin maneja estos códigos que acercan sus obras a un estado de meditación, en que el lenguaje obsesivo, aunque escrito, aparece casi susurrado, mántrico: el rítmico nombre de “Lailajilalá” es abordado una y otra vez, con múltiples significaciones, en relatos que muchas veces parecen alucinatorios. Las referencias al profeta Mohammed o una nota al comienzo del libro sobre el “Moroa Monogatari” (“textos cuyos protagonistas son siempre discapacitados”), evocan a su vez mundos antiguos, espesores que quizás solo sean ilusorios, pero que provocan y evocan. La anomalía es cotidiana y la violencia de la muerte y la destrucción constituye una realidad tan sorprendente como naturalizada entre sus personajes. Es por eso que para leer un libro de Bellatin es preciso levar anclas y desasirse del sentido único, para entregarse a la libertad de un lenguaje que como pocos se acerca a la locura y la desolación. Y es por eso que leer un libro de Bellatin puede ser casi siempre el mismo ejercicio, pero los caminos transitados serán siempre extrañamente conmovedores.