Pateando piedras

por Lorena Amaro

por Lorena Amaro I 21 Diciembre 2016

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Se reedita Patas de perro, de Carlos Droguett, una novela crítica y rebelde que merece perdurar por mucho tiempo y tener siempre renovados y jóvenes lectores. Porque la dolorosa experiencia de su protagonista, el niño-perro Bobi, sigue viva en la pobreza, el maltrato y la infancia minorizada de hoy.

por lorena amaro

La nueva (y bella) edición de Patas de perro, realizada por editorial Malpaso en Barcelona, le hace justicia a la obra del escritor chileno Carlos Droguett, a 20 años de su muerte en Suiza. Allá, lejos de Chile, pidió a su familia que dieran sepultura a sus restos. Cuenta Lina Meruane en su excelente prólogo (uno de los muchos aciertos de esta edición), que Droguett deseaba que lo incineraran y “que sus cenizas fueran lanzadas a un inodoro”. Allí debía leerse un modesto cartel: “Aquí yace Carlos Droguett”. Meruane enlaza inteligente y sensiblemente este destino con el de las incontables víctimas del siglo XX: “A menudo los sobrevivientes del horror han preferido acabar sus vidas, o sus muertes, de manera solidaria y silenciosa con las víctimas de esos holocaustos y los que están en camino: en forma de ceniza”.

Droguett moría en 1996, a solo cuatro años del cambio de siglo y en la misma fecha en que Bolaño publicaba La literatura nazi en América, obra que Meruane hace de algún modo subsidiaria de la mirada crítica y política del gran narrador de Eloy y Setenta muertos en la escalera, que en 1976 decidió abandonar su país producto de la persecución política.

patas

La obra de Droguett se asienta sobre la violencia psicológica y física ejercida desde el poder y sus discursos, que trazan la diferencia tramposa entre la “normalidad” y lo “anormal”, entre el control y la desmesura. Él “no militaba más que en el ejercicio verboso de la denuncia social”, explica Meruane, ofreciendo una lectura que sitúa el alejamiento de Droguett, su “encenizamiento” fuera de la patria, y su consiguiente borradura autorial en el campo literario chileno durante al menos dos décadas. Una tachadura injusta que los nuevos editores han procurado reparar: Tajamar, Lanzallamas, Ediciones UDP y ahora Malpaso en el ámbito internacional han puesto el ojo sobre esta obra que, como la de Manuel Rojas o González Vera, no solo ofrece un discurso social sino que se caracteriza por una estética, por un saber decir particular; en el caso de Droguett, el fraseo insomne, desmedido, de un narrador, “Carlos”, comprometido con el destino de Roberto, Bobi, el niño-perro, un monólogo interior en que casi no hay puntos aparte, porque el punto aparte indica un cambio de idea, y aquí la idea es una, obsesiva, porque aquí cuesta segmentar el relato, porque todo es parte de un mismo dolor en carne viva, el del niño-perro nacido en un hogar proletario, hijo de un alcohólico, entregado por su madre a manos de un extraño, castigado por las distintas instancias normalizadoras, a las que el niño hace frente, con inocencia y libertad, pero también dolorosamente: “Y cuando miraba súbitamente sus piernas el terror me golpeaba el pecho y sentía verdadero pavor cuando lo sentía reír, reírse de mí, olvidado de todo, felizmente olvidado de todo, de su situación, de mi situación, especialmente de su cuerpo, al que no se acostumbraba del todo, al que yo temía comenzara a tomarle horror, verdadero pánico y ese como miedo desprendido, desprendido de las manos y de la boca, ese miedo que se evapora por el pelo y nos deja solos, solos ya con la soledad total, con la muerte trepando fríamente por las piernas…”.

La indagación del narrador es una pregunta por su propia condición: en el espejo de Bobi, las preguntas por el destino humano se hacen como nunca claras y punzantes; como escritor de difícil trato con otros seres humanos, “Carlos” va develando un discurso complejo sobre los afectos y el rechazo, en el que él se ve tan implicado como su protagonista de 13 años.

La lengua de Droguett, lejos de haber quedado desfasada, está más viva que nunca. No es de extrañar que desde los estudios biopolíticos, obras como la suya sean analizadas con atención, ya que revelan los límites difusos de la vida y de lo vivo, y su contenciosa relación con la muerte y la destrucción. La vida de Bobi, por su sola existencia, plantea una turbulencia social. Los discursos se enmarañan en torno a un personaje que es la summa de la subalternidad: niño, proletario, hijo de alcohólico, animal. Él mismo enfrenta, sin embargo, su condición estigmatizada, con la libertad de la risa, anómalamente desafiante, la inscripción de una diferencia salvaje, que escabulle el deber ser y esa nube de procedimientos y disciplina que lo envuelve. Su escritura cobra actualidad en el trabajo de otros autores chilenos, como Diamela Eltit y ahora Lina Meruane, quienes no solo han escrito sobre Droguett sino que lo han hecho latente en sus propias escrituras, que interrogan sobre el poder y sus juegos, sobre la violencia y sus normas, sobre la animalidad y sus desafíos.

El dolor que narra “Carlos” en esta novela sigue vivo en la pobreza, la inmigración, la infancia minorizada de hoy. Son muchos los que, como Bobi, deben seguir corriendo por sus vidas, derrumbando puertas, pateando piedras. Sí, volar con sus patas increíbles, con esas patas desmesuradas que dibujó Mauricio Amster para la primera e inolvidable edición hecha por Zig-Zag, hace ya más de 50 años. Un relato crítico y rebelde que merece perdurar por mucho tiempo y tener siempre renovados y jóvenes lectores.

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