El último despertar de Žižek

por Daniel Hopenhayn I 26 Febrero 2025

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Después de ensayar todas las fórmulas del pesimismo, Slavoj Žižek cree haber comprendido por qué somos incapaces de torcer un rumbo que, según le parece evidente, nos aproxima a la catástrofe (guerras globales, colapso ecológico, caos económico y social). El problema sería este: no existe el momento justo para declarar la emergencia. En cuanto deja de ser demasiado pronto, ya es demasiado tarde. De ahí que la pregunta solo pueda contestarse en retrospectiva, cuando el desastre ya se consumó: ¿Qué podríamos haber hecho para evitarlo?

Esta es la paradoja en que se inspira Demasiado tarde para despertar, ensayo cuyo título no pretende constatar un hecho, sino adelantarnos a él. Contemplar nuestro presente como el pasado de una catástrofe ya inevitable, para así anticipar la pregunta que será inútil hacernos después. El pesimismo, eso sí, no puede dar lugar a fisuras: solo si realmente creemos que “la catástrofe ya ha ocurrido, que ya han pasado cinco minutos de la hora cero”, pensaremos con realismo sobre lo poco o mucho que podíamos hacer. Y quizás haya tiempo de hacerlo.

Escrito en 2023, cuando la tensión bélica aún no se desplazaba a Medio Oriente, el foco del libro está en la guerra de Ucrania. Luego de afirmar que “no se puede ser de izquierdas si no se apoya inequívocamente a Ucrania”, Žižek se aboca a dilucidar —la pluma siempre ágil, la neurosis siempre fértil— lo que hay detrás de la agresión rusa. Se sirve para ello de numerosas declaraciones de Putin, de sus asesores y de sus ideólogos, evidenciando que sigue de cerca los debates internos de ese país. Extrae dos grandes conclusiones: 1) la agresión “es contra el orden liberal-democrático occidental en su conjunto”, y 2) su núcleo ideológico —nacionalista y etnicista— promueve una visión integral de la globalización cuyo horizonte último es la guerra.

Nada de esto entenderían los pacifistas europeos que, obsesionados con no “provocar la ira de Putin”, repiten “como cacatúas” su argumento de que la OTAN lo obligó a defenderse. “Hoy, no provocar a Rusia significa rendirse”, replica Žižek. Porque más que un territorio, lo que está en definición son las reglas del futuro: ¿Se aceptará que las grandes potencias, en aras de la estabilidad mundial, arrasen con la autonomía de las naciones pequeñas? ¿Será legítimo, desde ahora, que un régimen se declare obligado a librar “una brutal guerra colonial”? Entre refutaciones a Habermas y a Roger Waters, el autor sostiene que “los pacifistas, desde Chomsky hasta Peterson, pasando por Varoufakis, son las figuras más despreciables de nuestro espacio público actual”. Incluso, el viejo libreto de la Realpolitik resultaría ahora demasiado ingenuo, pues “ya no se puede confiar en su presuposición básica (que la otra parte, el enemigo, también aspira a un acuerdo pragmático)”.

Desde Estados Unidos, además, avanza una borrasca paralela: la derecha reencantada con el puritanismo, y que ve en la cruzada rusa una defensa de la civilización cristiana contra una nueva forma de “degeneración comunista” que intenta destruir sus cimientos. Žižek confiesa una cierta repulsión por Dostoievski, responsable del mito que opone la espiritualidad colectiva rusa al individualismo hedonista de Occidente. Como buen dialéctico, teme la síntesis: “Si la ‘revuelta cristiana’ occidental y la postura antieuropea rusa se unen en una sola, nos enfrentaremos a una catástrofe sociopolítica global con implicaciones inimaginables”.

En rigor, Žižek busca en esta guerra lo mismo que antes buscó —con poca suerte— en la pandemia: el gran cisma que restituya en clave global los antagonismos de clase, velados por la globalización neoliberal y trocados en conflictos sucedáneos, sea entre naciones, etnias, religiones o sexos. Esta es, hace mucho tiempo, la agenda de su filosofía política. Lo que ha hecho ahora es llegar a ese argumento por un camino más largo y, en cierto modo, más astuto, pues le permite proponer una alianza con la tradición liberal. En efecto, si la incertidumbre planetaria traerá consigo el nacionalismo y el integrismo, así como despiadadas estrategias de sobrevivencia, quienes afirman la libertad y la diversidad habrán de converger en torno al único valor que podría distinguirlos: el universalismo. Marxistas y liberales, con esto, no harían más que desempolvar lo mejor de sus tradiciones.

Žižek se aboca a dilucidar —la pluma siempre ágil, la neurosis siempre fértil— lo que hay detrás de la agresión rusa. Se sirve para ello de numerosas declaraciones de Putin, de sus asesores y de sus ideólogos, evidenciando que sigue de cerca los debates internos de ese país. Extrae dos grandes conclusiones: 1) la agresión ‘es contra el orden liberal-democrático occidental en su conjunto’, y 2) su núcleo ideológico —nacionalista y etnicista— promueve una visión integral de la globalización cuyo horizonte último es la guerra.

Este ánimo de armisticio lleva a Žižek a valorar, por ejemplo, uno de los rasgos que más ha denostado del Occidente liberal: su hipocresía. Y es que Occidente, al menos, “viola las normas que proclama, y de este modo se abre a la crítica”. En cambio, “Rusia ofrece un mundo sin hipocresía, porque carece de normas éticas globales”. Enfrentados a Putin y Trump, “compinches en la vulgaridad”, es tiempo de reparar en que la forma de la hipocresía “nunca es solo una forma, nos obliga a hacer que el contenido sea menos brutal”.

Pero el capitalismo occidental no solo es hipócrita: también es melancólico. He ahí, cree Žižek, el verdadero punto débil que el enemigo conoce. La apatía de sociedades que, libradas a una “hiperactividad permanente”, ahogan la potencia del deseo en el “ritmo enloquecido del cambio continuo”. Todo arresto de heroísmo, toda disposición al sacrificio, quedan así relegados a la violencia de los sectarios, capaces de proveer un “fundamento de la vida” (y del Estado) a través de la lucha contra una amenaza externa. Tanto es así, piensa el autor, que la resistencia heroica de los ucranianos ha resultado incómoda para Europa, cuyo anhelo genuino, inconfesable, era negociar con Putin después de un desenlace expedito.

Si Occidente quiere “ganar esta guerra ideológica”, entonces, necesita encontrar su propio horizonte de “movilización”. Y si, además, quiere imponerse en la disputa geopolítica, tal horizonte no puede ser “la defensa de Europa”. Llegamos al punto en que al liberalismo le toca ceder: para mostrarle al mundo que su lucha es por la libertad de todos, por la cooperación urgente, Occidente tendrá que ofrecer un modelo de globalización muy distinto al actual, orientado hacia formas de vida que no descansen en la explotación ecológica y económica, ni en la “subjetividad de safari” con que Europa observa hoy las calamidades que no alcanzan sus fronteras.

Sin embargo, más allá de unas alusiones al “neofeudalismo” de Mark Zuckerberg y Jeff Bezos, nada se dice en este libro sobre capital y trabajo. Žižek parece haber asumido que reflexionar al respecto es una pérdida de tiempo si la izquierda no entiende primero que su política emancipadora “no puede fundarse en un sentido de pertenencia”, tal como la solidaridad no puede circunscribirse a “una comunidad afectiva”. En el capítulo que dedica a la cultura woke (cuyas prácticas represivas, asegura, no están retrocediendo en la vida académica y cultural, sino normalizándose), el filósofo se encuentra con su némesis: “Está horrorizado por el calentamiento global y por la guerra en Ucrania, lucha contra el sexismo y el racismo, exige un cambio social radical, y todo el mundo está invitado a unirse, a participar en el gran sentimiento de solidaridad global, lo que significa: no se te exige que cambies tu vida, puedes seguir con tu carrera, eres despiadadamente competitivo, pero estás en el lado correcto”.

La conclusión es, desde luego, pesimista: no evitaremos la catástrofe si no se impone la cooperación, ni se impondrá la cooperación mientras no emerja un horizonte común para quienes padecen “la opresión y la dominación al interior de cada cultura”. Ciertamente nos asalta la apatía al tratar de concebir esto último. Žižek cifra su remanente de esperanza en un provocativo “comunismo de guerra”, como llama a los estados de emergencia que nos esperan, caracterizados por decisiones audaces “que tendrán que violar no solo las reglas habituales del mercado, sino también las reglas establecidas de la democracia (aplicar medidas y limitar las libertades sin la aprobación democrática)”. Vale la pena tomar nota de la provocación. Porque despertar a tiempo —para Žižek, pero no solo para él— se trata cada vez más de no seguir escamoteando este problema: “La democracia parlamentaria multipartidista no es lo bastante eficaz para hacer frente a las crisis que nos acosan”.

 


Demasiado tarde para despertar. ¿Qué nos espera cuando no hay futuro?, Slavoj Žižek. Anagrama, 2024, 217 páginas, $26.000.

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