García Márquez: otra novelita burguesa

En agosto nos vemos, el libro inédito que los hijos y los editores de García Márquez decidieron sacar a la luz, no aporta nada al universo narrativo del autor, salvo como testimonio melancólico de sus últimos años, donde el fracaso de su estilo tardío es tan solo el merodeo de un registro otoñal y una despedida triste, antes que un descubrimiento o una novedad fulgurante. Reveladora, porque nos recuerda la costumbre de la literatura latinoamericana de saquear sus propios mitos hasta dejarlos vacíos.

por Álvaro Bisama I 19 Marzo 2024

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Quizás no haya una forma elegante de salir de esto. Antes que la ficción, lo más interesante de En agosto nos vemos, la última novela de Gabriel García Márquez, es la historia de su escritura, que quiere contener la tristeza del duelo y la ternura de una despedida familiar. Lo básico: el colombiano trató por mucho tiempo de contar esta historia acerca de una mujer que cada año visita la tumba de su madre en una isla, para luego sostener una relación de una noche con un desconocido, determinada por la promesa de una vida que nunca tendrá, pues está atrapada en un matrimonio tan burgués como predecible.

García Márquez o Gabo, como le dicen amigos, conocidos y fans, se refirió a ella en alguna nota de prensa en 1999 y publicó uno de sus capítulos como cuento en la prensa (Cambio, El País), mientras se abocaba a trabajar en varias versiones que tuvieron como contrapunto la internación del autor por un cáncer en Los Ángeles y, luego, un cierre triste, cuando la demencia senil se tomó su cuerpo y diluyó su memoria. “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”, dijo sobre el manuscrito, que ya contaba con varias versiones. Décadas después y con la bendición póstuma de sus hijos, que lo releyeron y no lo encontraron tan espantoso (“Mucho mejor de cómo lo recordábamos”, escribieron Rodrigo y Gonzalo García) o simplemente rentable, el texto (la versión n°5) fue rescatado del archivo de Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, en Austin, corregido por el editor Cristóbal Pera (que había trabajado en Vivir para contarla) y presentado al público como la enésima resurrección de un santo varón de la literatura del siglo pasado. Todo lo anterior está explicado tanto en el prólogo de los hijos como en el epílogo (a cargo de Pera), además de un apéndice con algunas fotografías del manuscrito, donde es posible ver las correcciones que el colombiano hizo a mano sobre una de las versiones preservadas.

En la novela vemos como Ana Magdalena Bach, la heroína, toma un transbordador que la lleva a una isla cada 16 de agosto, visita el cementerio donde está enterrada su madre y tiene un affaire con un desconocido que puede lucir conmovedor, alocado, frustrante o melancólico, dependiendo del año. Luego, vuelve a su rutina cotidiana y a ‘un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y ras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores’.

La ficción es bastante más sencilla. En la novela vemos como Ana Magdalena Bach, la heroína, toma un transbordador que la lleva a una isla cada 16 de agosto, visita el cementerio donde está enterrada su madre y tiene un affaire con un desconocido que puede lucir conmovedor, alocado, frustrante o melancólico, dependiendo del año. Luego, vuelve a su rutina cotidiana y a “un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y ras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores”.

Su tragedia, entonces, tiene que ver con cómo Ana Magdalena trata de navegar por una serie de tormentas interiores. De este modo, extraña a alguno de sus amantes pasajeros, sospecha de la fidelidad del esposo, le inquieta la voluntad de su hija de volverse monja; y, lo que es más terrible, cada viaje la somete a la incertidumbre de pensar que su vida se ha convertido en un equívoco. Ana, como el Gurov de “La dama del perrito” entiende que lo otro (el deseo secreto, su libertad pasajera, los ajustes de cuentas con su madre y consigo misma) es lo único relevante, pues la define de modo íntimo.

Por supuesto, García Márquez narra todo con cierta eficacia, por medio de un lenguaje casi siempre contenido, concentrado en la efectividad de pensar en cada capítulo casi como un relato independiente y cada frase como una sentencia rotunda. Esa eficacia menor quizás define al libro, que carece de todo vértigo y que exhibe un realismo lánguido, ubicado en las antípodas de lo que siempre fue la obra de su autor; o sea, lejísimo del vértigo de aquella imaginación que, más allá de ese color local que era experto en imprimirle, resultaba un modo de entender cómo narrar el paisaje y las vidas americanas.

No le podemos exigir calidad literaria a un fantasma. Sí podemos preguntarnos cuánto de lo que recordamos o atesoramos de su mejor obra realmente sobrevive en esta reliquia encontrada, y si su estilo y su imaginación pueden ser reconocidos como algo más que ecos o murmullos en esta prosa final, donde tal vez la mejor opción es hacer la vista gorda y leer con esa fe ciega que aún parecen exigirle al mundo los viejos coroneles de la literatura latinoamericana.

Por supuesto, hay destellos o resplandores en el volumen. El viejo estilo del Premio Nobel puede atisbarse un poco ahí en dosis frustrantes donde cierta ligereza suya, quizás misteriosa, sirve para narrar las tribulaciones de una burguesía donde parece no transcurrir el tiempo. Además, se puede reconocer cierta belleza cansada en este paisaje que solo sabe ser triste, como sucede en los momentos muertos o los tiempos perdidos de los viajes de la protagonista, en las que se dedica a leer “novelas sobrenaturales” (Drácula, El día de los trífidos, Crónicas marcianas, Defoe) casi como una tradición secreta que planea sobre la trama.

Por lo mismo, salir a buscar lo fallido es acá un ejercicio inútil. Este es un libro que está a varios continentes de distancia de las obras más conocidas del novelista, lejos de cualquier arte mayor, y hace descansar su valor literario en su condición de reliquia. Por lo mismo, vale la pena quizás como anécdota, en tanto búsqueda final de ese talento perdido. Y sí, quizás lo más interesante es aquel gesto de unos hijos, que aspiran a reconocer en el volumen la silueta de su padre en una escritura que los permite abrazar sus recuerdos y hacer más llevadera su ausencia. En cualquier caso, nada de lo anterior es inesperado, pero está sepultado por una movida editorial, ya clásica a estas alturas, donde se rescata un manuscrito perdido para revivir, gracias a una respiración artificial que descansa en el prestigio y la fama del autor, por un rato a una obra canónica cuyas mejores virtudes conviven en el presente con las poses ridículas, el lugar común y la posibilidad del meme.

Pero de literatura hay poco, quizás nada. De hecho, si Memoria de mis putas tristes era una reescritura más bien impresentable de Kawabata, En agosto nos vemos luce como una de las muchas novelas intercambiables de Haruki Murakami; una de las olvidables. A años luz de la prosa desaforada de El otoño del patriarca, este es un relato muy menor, que tiene conciencia de esa condición y que opera explotando la nostalgia de las sombras chinescas del Boom, una zona sagrada llena de rituales, que hasta el día de hoy exige ser abordada con reverencia y no poco cuidado, aunque desde hace medio siglo que pelea con su propia caricatura. De hecho ahora mismo, la publicación más o menos reciente de volúmenes como Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina (2021) o Las cartas del boom (2023), sigue delimitando los contornos de esas biografías literarias para insistir en ellas como una cosmogonía fundacional de nuestra literatura.

El truco más inquietante de los escritores del Boom fue quizás hacernos olvidar que sus autores (con García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza) escribieron novelas fabulosas o totales para terminar convertidos en sus mejores personajes, haciendo de sí mismos la forma final de su propia literatura y del culto a la personalidad su novela más poderosa, acaso un texto coral que nunca termina de escribirse: la cacofonía de una ficción acerca de las amistades hechas y deshechas, de la vida política como una peripecia trágica y de la celebridad como una trampa antes que una fiesta.

Pero no le podemos exigir calidad literaria a un fantasma. Sí podemos preguntarnos cuánto de lo que recordamos o atesoramos de su mejor obra realmente sobrevive en esta reliquia encontrada, y si su estilo y su imaginación pueden ser reconocidos como algo más que ecos o murmullos en esta prosa final, donde tal vez la mejor opción es hacer la vista gorda y leer con esa fe ciega que aún parecen exigirle al mundo los viejos coroneles de la literatura latinoamericana, por más que estén muertos.

Ahí, al lado de sus novelas inolvidables y sus biografías que aspiran a ser recordadas como fabulosas, campea una fascinación insaciable que ha terminado convertida en un nicho comercial. Por lo mismo, esta novela es a la vez innecesaria y reveladora. Innecesaria, porque En agosto nos vemos no aporta nada al universo narrativo del autor, salvo como otro testimonio melancólico de sus últimos años, donde el fracaso de su estilo tardío es tan solo un merodeo otoñal, una despedida triste antes que un descubrimiento o una novedad fulgurante.

Y reveladora, porque nos recuerda la costumbre de la literatura latinoamericana de saquear sus propios mitos hasta dejarlos vacíos. No es raro; el truco más inquietante de los escritores del Boom fue quizás hacernos olvidar que sus autores (con García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza) escribieron novelas fabulosas o totales para terminar convertidos en sus mejores personajes, haciendo de sí mismos la forma final de su propia literatura y del culto a la personalidad su novela más poderosa, acaso un texto coral que nunca termina de escribirse: la cacofonía de una ficción acerca de las amistades hechas y deshechas, de la vida política como una peripecia trágica y de la celebridad como una trampa antes que una fiesta.

 


En agosto nos vemos, Gabriel García Márquez, Literatura Random House, 2024, 144 páginas, $17.000.

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