por Lorena Amaro
por Lorena Amaro I 3 Abril 2018
Si hay algo que resalta en la narrativa de Marcelo Lillo, y en este libro que se presenta como su obra reunida (una selección de sus mejores relatos, publicados y nuevos, barajados, como plantea Ignacio Echevarría en su epílogo, “con sutil intención”), es la persistencia de un narrador masculino y en primera persona, que muestra al lector las miserias de un mundo corroído por la humedad, la pobreza, el abandono. Es indudable que el autor tiene lo que llaman oficio: con frases cortas y diálogos bien armados, seduce fácilmente a los lectores. Pero hay ciertos tics que también pueden alejarlos, como el uso del famoso knock-out del que hablaba Cortázar, el uso de algún elemento inesperado o un remate con aire de moraleja, que vuelve bastante esquemática su propuesta. Con el lenguaje, sencillo y directo, ocurre otro tanto: por momentos abandona su cotidianidad y fluidez, para atildarse.
Lillo es, sin lugar a dudas, un narrador que apuesta por lo conocido; conservador no solo en su sintaxis, sino también en la mirada que ofrece del mundo afectivo, en que las mujeres son por lo general madres abandonadoras, a punto de hacerse viejas, prostitutas, asesinas, alcohólicas o comedoras compulsivas que se resisten a cumplir un rol familiar. Hay en los narradores de Lillo cierto desprecio compasivo por ellas. En lo que respecta a los varones, se inician en el mundo del boxeo, tienen sus primeras relaciones sexuales con mujeres decadentes, y observan a sus parejas y padres con una mezcla de estupor, odio y conmiseración. Varios de los narradores de estos cuentos podrían ser, de hecho, uno solo, algo misógino, algo misántropo, solitario, desesperanzado, melancólico.
Si algunos de estos cuentos son valiosos, es por un rasgo que va más allá de su sintaxis y su relación de parentesco, insistentemente subrayada por la crítica, con la narrativa de Carver: se trata de su capacidad para generar atmósferas en que es imposible no sentir piedad por los personajes, por su espera anodina de la muerte frente a un televisor, por sus fiestas que son todo menos festivas, por sus encuentros inesperados y mínimos, después de décadas sin verse, en un bar de paso o una tienda de arriendo de videos. El sur del mundo se agolpa aquí y deja sentir su frío, pero también el calor del roce entre algunos seres humanos cuando se encuentran verdaderamente.
Es de esperar que en un conjunto de 30 relatos algunos decaigan, como ocurre con varios de ellos: el anecdótico “Vía crucis” o el lastimero y por momentos meloso “¿Hasta cuándo crees que voy a amarte?”. Pero otros tantos posiblemente perduren, como “El fumador”, cuento con el que acertadamente abre el volumen, o “Hablando de ballenas”, “Cazadores”, “Hielo” y “La felicidad”. En ellos su autor pareciera desarrollar más una didáctica que una estética: “Ilusionarse es la principal característica de los perdedores”, escribe en “Una puta oración”, idea que rondará varios de sus relatos, al igual que otras que bien podrían definir el universo del autor: “He pensado también que en las escuelas deberían enseñar no solo matemáticas e historia, sino también a saber distinguir entre una existencia verdadera y una falsa” (“Cazadores”); “El amor (…) es una ilusión para que los humanos creamos que existen personas con las cuales complementarnos y unirnos ojalá para toda la vida, aunque la vida es una tajada de torta, un plato de comida muy condimentada o una arcada de pura bilis. Un crash donde el amor se cuela de pronto” (“¿Hasta cuándo crees que voy a amarte?”).
La obra de Lillo es la de un extraño outsider, que en los 10 años que van desde su primer libro publicado ha sabido labrar su propia leyenda de perdedor incisivo, de posible suicida alejado del mundillo literario, que vive de perseverar en la escritura. Un escritor con una ética severa, que puede llegar a ser cruel con sus personajes, y que busca, a pesar de su evidente realismo y parquedad, hacerse, en lo posible, inclasificable.
por Jean-Michel Frodon