En Diarios se reúnen las anotaciones que el escritor cubano hizo entre 1939 y 1949 y, luego, entre 1956 y 1958. Esta “marginalia” viene a completar, desde la reflexión al voleo, propia de la escritura del diario, esas aventuras sigilosas que nos depara el universo lezamiano. Con Lezama siempre se aprende y siempre se ve lo no visto, porque la imagen es lo que guía su cosmovisión.
por Mauricio Electorat I 29 Enero 2021
Este libro reúne los diarios que Lezama escribió en dos períodos: entre 1939 y 1949 y, luego, entre 1956 y 1958. El primero es el diario que Lezama lleva entre sus 29 y sus 39 años. Se trata de una década crucial en su producción: ahí están Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949). Además, la revista Orígenes –que forma junto con Sur, en Argentina, y Vuelta, en México, la tríada de grandes revistas literarias del siglo XX en Hispanoamérica– comienza a aparecer en 1944. Aunque Lezama es ya el autor de ese “inmenso” poema que es Muerte de Narciso (1937), la década del 40 lo instala como el renovador de la poesía cubana y uno de los referentes de la gran poesía latinoamericana del siglo pasado, junto con Neruda, Vallejo, Borges y Octavio Paz. Con estos dos últimos es quizá con quien Lezama guarda las mayores simetrías, en el sentido de que, como Paz y Borges, Lezama, va más allá del ejercicio poético y se transforma en lo que los franceses llaman un maître à penser.
Es curioso, por decir lo menos, que en América Latina los maîtres à penser del siglo pasado provengan todos de la poesía: Paz, Lezama Lima, Borges. Un mâitre à penser no es solo un filósofo (o un poeta-filósofo) que escribe, sino un intelectual que se erige en nomoteta, para decirlo con Bourdieu, o “gran legislador” en el campo literario. Borges, Lezama, Paz, cada uno a su modo, redefinen el lugar del escritor latinoamericano frente a la cultura europea, ampliando las posibilidades de asimilar esa tradición desde los márgenes. Los tres visitan las tradiciones europeas y al mismo tiempo hunden sus raíces en lo americano, buscando una estética y un lenguaje, un ser-en-el-mundo para quienes escriben desde “la otra orilla”.
En el caso de este Diario, Lezama propone un verdadero curso de literatura francesa. Yo he tenido que venir a encontrarme con este texto para saber por qué Federico II de Prusia, el rey ilustrado, rompió su relación con Voltaire. Se ha hablado mucho de que Federico II acusa a Voltaire de plagio y le hace revisar sus baúles por los guardias de palacio. Pero la verdadera razón está en los textos, en este caso en la correspondencia entre el rey y el filósofo francés. Este lo compara con Luis XIV y, para halagarlo, le dice que él es mucho más grande que el Rey Sol, puesto que este no sabía escribir su lengua. Ahí está, según Lezama, la raíz de la desavenencia. El rey sabe que un vínculo profundo lo une a Luis XIV, un lazo que no compartirá jamás con Voltaire. En otras palabras, sabe que es rey. Y le envía una respuesta lapidaria al autor francés: Caesar est supra grammaticam… César está por encima de la gramática. Y Voltaire es, de algún modo, una gramática infinita.
Otras reflexiones de Lezama nos llevan a Pascal, Descartes, Mallarmé, Baudelaire y a un examen muy certero de la personalidad de Julien Sorel, el héroe de Rojo y negro, cuya “hipocresía”, explicada en numerosos momentos de la novela por Stendhal, Lezama refuta con gran agudeza.
El recorrido de Lezama por los grandes autores es, siempre, una indagación sobre el misterio de la poesía. Algunas frases al azar: “La poesía solo es el testigo del acto inocente –único que se conoce– de nacer”. Y otra: “El poeta puede ser el aprendiz displicente, el artesano fiel e incansable de todas las cosas, pero en su poesía tiene que mostrarnos una tierra poseída, un cosmos gobernado de lo irreal-real”. Y una última: “Ese triunfo de la poesía sobre las repetidas experiencias, sobre la cultura cuantitativa, ese triunfo sobre lo más impensable del sujeto. Esa imposición con unidad, forma y desarrollo, donde terminan y empiezan las cosas y los reflejos de las mismas, única excusión de la vida sobre lo desconocido, o sobre la más salvaje alegría”.
No faltan tampoco, como buen habanero, anécdotas sabrosas. La que describe la maledicencia del “gran” Juan Ramón Jiménez es acaso de las mejores.
En definitiva, esta “marginalia” viene a completar, desde la reflexión al voleo, propia de la escritura del diario, esas aventuras sigilosas que nos depara el universo lezamiano. Con Lezama siempre se aprende y siempre se ve lo no visto, porque la imagen es lo que guía su cosmovisión.
Es encomiable el esfuerzo editorial de Montacerdos al proponernos un texto que será sin duda de lectura minoritaria, pero imprescindible, como la obra entera de Lezama. El único detalle que habría merecido más cuidado es la traducción de los textos franceses, que no es siempre acertada.
Diarios (1939-1949/1956-1958), José Lezama Lima, Montacerdos, 2020, 226 páginas, $11.120.