Principito posmoderno

Es indudable la técnica y desenvoltura de Coetzee, quien construye una atmósfera enrarecida, encerrada, en que grandes cosas se juegan en un escenario inusualmente pequeño e incierto. Sin embargo, las conversaciones de David con los adultos que lo rodean y las cavilaciones del verdadero protagonista, el razonable y aparentemente desapasionado Simón, son en exceso didácticas y tediosas.

por Lorena Amaro I 12 Julio 2017

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En uno de sus importantes ensayos críticos, W. H. Auden explicaba por qué no podemos leer por primera vez a un escritor novel, de la misma manera en que leemos el último libro de un autor consagrado: “Nuestra valoración de un autor consagrado no es nunca simplemente estética: sumado a cualquier mérito estético, el nuevo libro viene revestido para nosotros con un interés histórico similar al que se dispensa a un viejo conocido”. Escribir sobre un autor ya instalado en el campo literario —como es el caso de J.M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura en 2003— tiene, pues, algo de arqueología, en que es preciso fijar puntos de comparación. Es por esto que un buen libro de un autor desconocido, aun sin el brillo de las obras maestras de los autores en la cima del oficio, puede llegar a recibir mejores comentarios que una entrega regular de un escritor brillante. Es función de la crítica señalar estos traspiés y poner en perspectiva el trabajo literario, sin dejarse cegar por la fama y prestigio de un gran escritor.

En el caso de Coetzee, muchos críticos han indicado que su última novela, Los días de Jesús en la escuela, continuación de La infancia de Jesús (publicada en 2013), debiera ser recibida como una obra de arte y una sesuda alegoría existencial y metafísica, cuyos puntos de referencia literarios y filosóficos van desde los diálogos socráticos a El Quijote de la Mancha y Dostoievski, lo cual no es poco. Aunque se alude a Jesús en el título, en la novela no hallamos este nombre, pero sí el de David, un niño desconcertante para su entorno. Tanto la supuesta genialidad del niño como la onomástica son elocuentes, y es evidente el aliento bíblico de la novela, en que otros nombres, como los de Ana Magdalena o Simón, remiten al Antiguo y Nuevo Testamento. El nombre de otro de los protagonistas, Dmitri, nos lleva al atormentado mundo de Los hermanos Karamazov, más otros guiños que contribuyen a darle un aura prestigiosa a esta última entrega del sudafricano, quien se distancia del realismo de novelas desgarradoras como Desgracia, para avanzar un poco más allá en la línea de sus textos más metafísicos y abstractos. Lo que cabe preguntarse, a la luz de las ideas de Auden, es qué tan efectivo o profundo es el impacto de una novela como esta, con tantos subrayados esotéricos, en el seguimiento de este autor.

Aunque se alude a Jesús en el título, en la novela no hallamos este nombre, pero sí el de David, un niño desconcertante para su entorno. Tanto la supuesta genialidad del niño como la onomástica son elocuentes, y es evidente el aliento bíblico de la novela, en que otros nombres, como los de Ana Magdalena o Simón, remiten al Antiguo y Nuevo Testamento.

El argumento de La infancia de Jesús se puede narrar en pocas líneas: David es adoptado por Simón e Inés, una pareja que se une solo para dar una familia al niño. Ellos llegan, junto a muchos otros desplazados, a la ciudad de Novilla. Se trata de un mundo de temporalidad y espacio inciertos, en que todos han olvidado quiénes eran, como se cuenta también en esta nueva novela: “David, tú llegaste en barco, igual que yo, igual que la gente que nos rodea (…) Cuando cruzas el océano en barco, todos los recuerdos se te borran y empiezas una vida completamente nueva. Así es la cosa, no hay nada antes”. Este inusual trío debe huir de Novilla por causa del niño (las alusiones a la Sagrada Familia son más que evidentes). Llegan a Estrella, una ciudad tan anacrónica, inubicable y abstracta como la anterior, en donde procuran empezar una nueva vida, buscando para el niño una educación que no sea la de carácter público, donde ya antes han hallado dificultades, por la resistencia de David a cualquier normalización. Finalmente lo ubican en una peculiar academia de danza, en la que enseñan Juan Sebastián Arroyo (en alemán, se llamaría “Bach”) y la bella e inalcanzable Ana Magdalena. Ronda esta academia Dmitri, guardia del museo contiguo, quien está obsesionado con esta mujer. Es en este entorno, que hacen pensar en las danzas derviches, también en las famosas enseñanzas de Gurdjeff (quien era, también, músico y compositor, como Juan Sebastián Arroyo), que se desata un drama, un asesinato, que es el principal acontecimiento de la novela.

Coetzee emplea sobre todo los diálogos, los cuales versan sobre la educación, la relación de los seres humanos con el orden del universo, cierta teoría de carácter platónico sobre los números y la danza, y la culpa y la pasión. Es indudable la técnica y desenvoltura del autor, quien construye una atmósfera enrarecida, encerrada, en que grandes cosas se juegan en un escenario inusualmente pequeño e incierto. Sin embargo, las conversaciones de David con los adultos que lo rodean y las cavilaciones del verdadero protagonista, el razonable y aparentemente desapasionado Simón, son en exceso didácticas y tediosas. Su sencillez no desarma ni afecta: irrita. El niño no deja de hacer preguntas aparentemente incómodas y de mostrarle su superioridad a los adultos.

Si bien se advierte algo de humor, la mayoría de los diálogos son severos y, en su sencillez, algo solemnes. Particularmente molestos son aquellos en que los varones discuten sobre un femicidio, discutiendo si hubo allí una demostración del amor. O cómo se relacionan íntimamente el amor, la pasión y el odio. “Fue el amor lo que (lo) volvió loco”, le explica el sobrepasado padre a su inquisitivo vástago de siete años, dejando a un lado la material violencia de un crimen, para llevarlo a un terreno discursivo metafísico.

Me pregunto si una novela filosófica, por sugerir los más prestigiosos misterios occidentales, puede abandonar las necesarias preguntas y reflexiones sobre las que urge el presente. Si es posible hoy escribir una novela “alegórica” sobre la existencia, que tan pronto te puede sugerir el drama de los refugiados como el origen de la vida (el arribo en barco a la existencia y la memoria), y al mismo tiempo ponga a dialogar a un elocuente grupo de varones en torno al cadáver de una mujer estrangulada, como si estuviéramos en el siglo XIX. Por otra parte, el niño de Coetzee, más que un Jesús ante los sabios, se parece a otro pesado de la literatura universal, El Principito, y su reprimido padre se parece al aviador, aunque aquí estén en un mundo menos cándido, más desesperanzador y posmoderno. Es indudable que Coetzee es un enorme escritor, pero eso no quita que esta novela, al lado de otros de sus grandes libros (Esperando a los bárbaros, Desgracia, Juventud), no sea más que una obra menor, pese a su aparente ambición filosófica y literaria.

 

Los días de Jesús en la escuela, J.M. Coetzee, Literatura Random House, 2017, 255 páginas, $12.000.

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