Malaimagen construye con Sin tolerancia 2 un espacio de continuidad en el contexto de la caricatura política en Chile, una línea que va desde la década del 80 al presente. Así, da cuenta de la espectacularización de la política mejor que varios columnistas de la plaza. Ahí está su habilidad, pero también su riesgo que sigue trabajando con todo el filo que le puede dar la urgencia.
por Álvaro Bisama I 17 Julio 2018
Desde hace unos años que la obra de Malaimagen, el seudónimo con el que firma el dibujante Guillermo Galindo, viene imponiéndose como uno de los referentes principales del chiste político chileno. El autor, que había publicado antes varios volúmenes con sus trabajos de humor gráfico, terminó por adquirir figuración pública cuando empezó a satirizar (primero en la web, luego en The Clinic) las emisiones de Tolerancia cero, el programa de debate de Chilevisión. Por supuesto, no se trataba de cualquier sátira: cada semana, Malaimagen ofrecía una parodia del show emitido los domingos, caricaturizando no solo a los invitados sino también a los panelistas estables del programa. El efecto era interesante, pues cualquier lectura de la política pasaba por preguntarse también por la prensa y el lugar que ocupaban los medios en aquel debate.
Las virtudes del artista estaban a la vista y sus viñetas fueron editadas en el primer volumen de Sin tolerancia, donde Malaimagen confirmó sus antenas perfectamente afinadas para captar las neurosis y obsesiones que figuras como Fernando Paulsen, Fernando Villegas o Matías del Río exhibían cada semana en un programa que se había vuelto más bien innecesario, sin más aportes que los lugares comunes de quienes participaban en él. Malaimagen festinaba sobre ello casi en tiempo real, porque su trabajo funcionaba a partir de la inmediatez de la respuesta que la historieta les daba a los temas de moda del debate público, construyendo una lectura más que lúcida de lo real, por más que la conversación de Tolerancia cero fuese casi siempre predecible.
Sin tolerancia 2 sigue un camino parecido: vuelve sobre Tolerancia cero, esta vez centrándose en la campaña presidencial del año pasado. Con ello, Malaimagen recorre las primarias y las elecciones de noviembre siempre repitiendo un modelo que conoce a la perfección: la entrevista del panel (integrado por los habituales Paulsen y Villegas, más los recién incorporados Catalina Parot, Mónica Rincón y Daniel Matamala) a un candidato (Piñera, los dos Kast, Alberto Mayol, Ossandón, etc.).
Se trata de un ejercicio que funciona con una eficacia feroz: Malaimagen ha depurado su técnica en una economía del chiste que implica madurez y atrevimiento. En ese ejercicio, la iteración de viñetas casi idénticas no solo involucra el despliegue de voces que se estrellan en una cacofonía constante y no menos ridícula, sino que permite un engranaje hecho de puros detalles que apoyan las conversaciones vacías, los diálogos de sordos y los ataques de histeria impensados. Esos detalles (miradas, sonrisas, movimientos de manos y de pelo) apuntalan una sátira que entiende a la política como un lenguaje vacío y, al mismo tiempo, como un conjunto de tics que confirman sus contradicciones, histerias y renuncias de todo tipo.
Tal vez acá está la mejor virtud del autor, que tiene que ver con la capacidad de observación de los objetos que parodia, al modo de un entomólogo capaz de clavar en un insectario a sus objetos de estudio para poder comprenderlos. Sin tolerancia 2 exhibe así una coreografía capaz de describir la arrogancia y la estupidez de los personajes, mientras ellos se pierden en una discusión sin conclusión posible: Villegas explotando por cualquier cosa, Parot con un cintillo de Piñera en la cabeza, Matamala y Rincón perplejos por los exabruptos de los otros; Ossandón sin explicaciones para nada; Felipe Kast devorado por incoherencias insustanciales. Gracias a lo anterior, el autor capta los encuentros y desencuentros de lo colectivo tal y como lo hacía, por ejemplo, el Hervi de Chao no más al describir el funcionamiento de una ciudad en plena dictadura.
Por lo mismo, es acá donde Sin Tolerancia 2 cobra otra clase de importancia, al restituir el sentido de la parodia política en un formato como el del humor gráfico, que ha tenido un desarrollo completamente irregular en los últimos 20 años. Basta hacer un poco de historia: si en la dictadura los trabajos de autores como Hervi, Palomo, Guillo y otros representaron un discurso de resistencia a un mundo cotidiano cercado por la violencia y el autoritarismo, la generación siguiente (Christiano, Rodrigo Salinas, Leo Ríos, Pedro Peirano) tuvo que enfrentarse al páramo que significó que los medios no fuesen capaces de ofrecerles espacios o continuidad alguna a sus proyectos, los que muchas veces terminaron autoeditados, perdidos en fanzines o en publicaciones que luchaban por mantener alguna clase de periodicidad, como La Momia Roja.
Sergio Marras hablaba de esto en sus memorias, cuando contaba cómo en Apsi tuvieron que padecer presiones de La Moneda después de un chiste donde Karto jugaba con las semejanzas entre Enrique Correa y Leonor Oyarzún, esposa de Patricio Aylwin, presidente en esos años. Los que vinieron después (un grupo donde está Malaimagen, pero donde también caben Alberto Montt, Alfredo Rodríguez, Sol Díaz, Victoria Rubio, Grotesco o Álvarex, entre varios) prescindieron del papel y comenzaron a potenciar las redes sociales para difundir su trabajo. Esto cambió su relación con el público y modificó formalmente su obra, donde la desaparición de cualquier control editorial fue de la mano de ejercicios que sin problemas podían aunar la experimentación, la autobiografía y la sátira.
Anoto esto porque creo que Malaimagen construye con este libro un espacio de continuidad en el contexto de la caricatura política en Chile, una línea que va desde la década del 80 al presente. Así, da cuenta de la espectacularización de la política mejor que varios columnistas de la plaza. Ahí está su habilidad, pero también su riesgo que sigue trabajando con todo el filo que le puede dar la urgencia. Ahí no hay redención posible, pues entiende a la política como un mal show de televisión, protagonizado por actores que solo saben escucharse a sí mismos; puras caricaturas de un realismo inesperado, sobre todo en lo que tiene que ver con el laberinto idiota de sus propias palabras y gestos.