Wittgenstein existencial

por Eduardo Fermandois I 24 Febrero 2025

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Hace rato es consenso: en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, hoy se lee a Wittgenstein harto menos que antes. El diagnóstico podría sorprender, ya que por esos lares campea hace un siglo la filosofía analítica, de la cual el pensador austríaco fue, junto con Russell y Frege, uno de sus fundadores. Pero, en el fondo, no sorprende tanto. A diferencia del típico filósofo analítico, Wittgenstein no siente admiración por las ciencias empíricas, concibe la filosofía como “trabajo en uno mismo” y mira la academia con recelo; descree de la teorización filosófica y concede mayor importancia al oficio de describir que a los de argumentar y explicar; es crítico, al menos en su fase tardía, de un ideal de exactitud asociado a la lógica formal y escribe de un modo asistemático; considera, en fin, que sus ideas nunca serán entendidas si no se toma en serio su condición de melómano, y llega a sostener que “se debería poetizar la filosofía”. Para quienes pensamos que diferencias como estas no vuelven a Wittgenstein un autor menos interesante, sino todo lo contrario, el hecho de que hoy se lo estudie menos en lugares donde decir “filosofía” casi equivale a decir “filosofía analítica” no necesariamente implica una mala noticia.

En cosas como estas podría uno pensar después de leer Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, del escritor Mike Wilson. La razón es que el Wittgenstein de este libro difiere notoriamente de aquel que podría interesar a un analítico. De un “Wittgenstein existencial” nos habla Wilson, rúbrica que sorprende y provoca. ¿Cómo justificar su lectura de un filósofo asociado a temas como el lenguaje, la mente, el conocimiento o la lógica? Pero, ante todo, ¿cómo entenderla?

El asunto quizá tenga que ver con la repetición de una cita. La única referencia a Wittgenstein que figura dos veces en el libro de Wilson es el aforismo 6.44 del Tractatus logico-philosophicus: “No cómo sea el mundo es lo místico, sino que sea”. Importa despejar un probable malentendido: la expresión alemana das Mystische (lo místico) no se restringe a fenómenos de índole religiosa, sino que tiene un alcance mucho más amplio; temas místicos equivalen aquí a temas existenciales, cuestiones como el sentido de la vida, la muerte, la contemplación del mundo como un todo limitado o el ámbito de los valores, tan distinto al de los hechos. La cita, y de ahí su relevancia, permite identificar que la preocupación más profunda de Wittgenstein estaba dirigida justamente a lo místico. Cómo sea el mundo tiene sin cuidado al Wittgenstein existencial, eso es asunto de la ciencia. En cambio, el hecho de que el mundo sea, la existencia desnuda, se vuelve su centro gravitacional. Más tarde describirá el asombro que siente frente a la existencia del mundo como “mi experiencia par excellence”. “Qué extraordinario que las cosas existan”, exclama como quien sale de un pasmo. El mismo pasmo que ha marcado la vida de Wilson, como lo sugiere el prefacio del libro.

¿Qué decir sobre esta decisiva experiencia vital? ¿Qué hacer con este asombro originario? En torno a estas preguntas giran los tres capítulos centrales de Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, deteniéndose, respectivamente, en tres textos cruciales del filósofo.

El objetivo del ya referido Tractatus es trazar los límites del lenguaje humano y Wilson se vale de una estupenda analogía para ilustrarlo. Es, nos dice, como si una persona, encerrada dentro de una habitación oscura, fuera tanteando una a una las paredes hasta lograr fijar los límites de la habitación. Similar es la tarea del “primer Wittgenstein”: los límites del lenguaje, que son, a la vez, los límites del mundo, solo pueden ser establecidos desde adentro, en el lenguaje. Todo lo que está fuera del cuarto viene a ser, análogamente, lo que está fuera del mundo y nunca podrá ser aprehendido por nuestro limitado lenguaje. “Lo que yace fuera de los ‘muros’ del mundo —escribe Wilson— no es expresable, no es pensamiento y, por ende, no es conocimiento”. Las inquietudes místicas o existenciales quedan irremediablemente fuera del ámbito de lo decible y cognoscible; algo que la filosofía tradicional parece no entender, en su porfiado intento de ofrecer respuestas ahí donde la mera formulación de preguntas constituye un paso en falso. Lo místico resulta ser lo inefable. “De lo que no se puede hablar hay que callar”.

Tres citas que conversan bien: ‘Mi vida muestra que sé, o estoy seguro, que allí hay una silla, una puerta, etc.’ (Wittgenstein); ‘Confirmamos la verdad y la certeza de un hacha al hachar’ (Wilson); ‘En el principio era la acción’ (Goethe). En Sobre la certeza, el autor austríaco denuncia la confusión que es común al filósofo tradicional y al escéptico: el primero afirma y el segundo niega un último fundamento epistémico. La filosofía de Wittgenstein, en fin, se mantiene terapéutica hasta el final; lo suyo es ‘deshacer nudos’, ‘remover malentendidos’. Acaso debamos aceptar que ‘nuestra enfermedad es la de querer explicarlo todo’.

Lo anterior es compatible con un radical cambio de actitud. Wittgenstein: “La solución del problema de la vida se nota en la desaparición de ese problema”. Pero no desaparece, como querría algún positivista, el problema existencial sin más, sino solo en cuanto objeto de articulación lingüística y cognoscitiva. Es la comprensión epistémica del enigma de la vida la que importa dejar atrás; la experiencia misma de lo enigmático, aunque inefable, continúa ahí, latente. El cambio de actitud consiste en vivir de un modo que ponga de manifiesto la aceptación de nuestra ignorancia existencial. Wilson: “Las respuestas a estos enigmas no se representan, se viven; esta transformación (…) hace del mundo un lugar libre de la angustia existencial, sin necesidad de alterar sus contenidos”. Y de nuevo Wittgenstein: “El enigma no existe”. En cuanto problema teórico, insistamos.

La dimensión existencial del pensamiento wittgensteineano no se restringe a su primer período, y haberlo puesto de relieve es uno de los méritos de Wilson. Según la visión del lenguaje que toma forma en la segunda etapa, la de Investigaciones filosóficas, una multiplicidad de juegos de lenguaje acredita el nexo indisoluble entre palabra y acción: el uso lingüístico se halla “entretejido” con las prácticas cotidianas de una determinada cultura, desde ocupar la locomoción colectiva hasta participar en un funeral. Bien lejos de la imagen tractariana del lenguaje y más cercano a un enfoque pragmatista, este “segundo Wittgenstein” llega a sostener que “imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida”.

Con todo, Wilson muestra que sigue siendo un filósofo existencial: “Aunque las posturas sobre la naturaleza del lenguaje (…) son claramente opuestas, la preocupación fundamental es la misma: cómo liberarse del agobio provocado por las preguntas existenciales”. En efecto, los problemas relativos al lenguaje, la mente y la filosofía misma que se discuten en las Investigaciones significan para su autor cualquier cosa, menos pasatiempos intelectuales. Le intranquilizan, los padece: “La falta de claridad filosófica es un tormento”, declara. En términos metodológicos, la filosofía se vuelve ahora una paciente descripción de usos lingüísticos cuyo fin es mostrar que los embrollos filosóficos surgen cuando se desatiende nuestro modo efectivo de hablar. En suma, cambian posiciones y estrategias. Lo que no cambia es el anhelo profundo de un filósofo: “Paz en los pensamientos”, lo llama.

Algo similar vale para un “tercer Wittgenstein”, que se ocupa de nuestras certezas más elementales: los cuerpos sólidos no desaparecen de repente, la Tierra existía antes de que naciéramos, y así. Sin ser ellas mismas de índole epistémica, dichas certezas posibilitan el conocimiento no menos que la duda. Tres citas que conversan bien: “Mi vida muestra que sé, o estoy seguro, que allí hay una silla, una puerta, etc.” (Wittgenstein); “Confirmamos la verdad y la certeza de un hacha al hachar” (Wilson); “En el principio era la acción” (Goethe). En Sobre la certeza, el autor austríaco denuncia la confusión que es común al filósofo tradicional y al escéptico: el primero afirma y el segundo niega un último fundamento epistémico. La filosofía de Wittgenstein, en fin, se mantiene terapéutica hasta el final; lo suyo es “deshacer nudos”, “remover malentendidos”. Acaso debamos aceptar que “nuestra enfermedad es la de querer explicarlo todo”.

No quisiera guardarme la impresión de que Wilson es un escritor profundamente wittgensteineano. Leo su novela Ciencias ocultas y no puedo sino recordar la vocación descriptiva del segundo y el tercer Wittgenstein. O aquello de que a menudo no podemos decir cosas importantes, pero sí mostrarlas. Tampoco me guardo unos versos de Alberto Caeiro: “El mundo no se ha hecho para pensar en él / (pensar es estar enfermo de los ojos), / sino para mirarlo y estar de acuerdo”.

 


Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, Mike Wilson, Ediciones UDP, 2024, 120 páginas, $15.500.

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