En Atrapad la vida están sintetizadas las ideas del cineasta ruso sobre la creación cinematográfica. Son textos que preparó para sus clases en la Goskino y que parecen sacados, en el mejor sentido, de la prehistoria del cine. O mejor, de cuando el cine era arte y no un espectáculo banal para niños y adultos infantilizados, cuando las imágenes tenían profundidad de campo y el ritmo no intentaba emular a los videoclips (o videojuegos). El creador de Andréi Rublev y El sacrificio plantea en estos ensayos críticos lo mismo que hiciera en sus películas: la conexión que hay entre una imagen y lo sagrado, lo trascendental, el sentido de lo humano y el infinito.
por Matías Hinojosa I 4 Diciembre 2018
Todo el universo se revela en cada lugar y a cada instante: basta con la contemplación de cualquiera de sus puntos para obtener una imagen completa de su inmensidad y misterio. Borges pensaba que el lenguaje humano también podía dar cuenta de este fenómeno, o al menos es la experiencia que describe en su relato “La escritura de Dios”: “Aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra”. Y el lenguaje cinematográfico fue para Andréi Tarkovski concebido del mismo modo: la imagen en movimiento (cuando esta captura un momento de la vida) pone en frente el universo, comunica lo sagrado.
Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo es por este motivo un libro único y fundamental, que combina aspectos teóricos y prácticos, destacando también el enfoque didáctico de los textos, pues estos fueron utilizados por el director para dictar sus clases en la Goskino.
Si se tuviese que englobar el conjunto de estas formulaciones en un solo concepto, este sería “la búsqueda de un cine purista”; de hecho, ¿cuál es la esencia del cine? es la pregunta que da inicio a las reflexiones del autor. En su opinión, la esencia de este arte no es la síntesis de disciplinas artísticas, como suele pensarse, porque una película no necesita más que del tiempo para su completa articulación. El cine posee un alma propia y esa alma es el tiempo. Por lo tanto, ni el texto ni la música ni el teatro son esenciales a su forma. De hecho, para el director ruso cualquier contribución venida de afuera, más que “contribuir”, no haría más que enturbiar el potencial de verdad que encierra en sí misma la imagen cinematográfica. “Se puede imaginar una película sin actores, sin música, sin decorado y sin montaje, solo a través de la percepción del tiempo que fluye dentro de un plano. Y sería auténtico cine, como lo fue en otra época Llegada de un tren a la estación de La Ciotat”. A diferencia de otras artes que tienen el tiempo como base de su formulación, el cine cuenta con el atributo de la exactitud y la rigurosidad en su representación de la realidad. Tarkovski opinaba que la música, por su relación con el tiempo, era la forma de arte que más se le podía parecer. Sin embargo, en la música “la materialidad de la vida se encuentra al límite de su completa disolución, mientras que la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea cada día y cada hora”.
El tratamiento de este elemento es entonces lo que ilumina los análisis del autor. Esto explica que el filme de los hermanos Lumière esté presente en varios pasajes del libro, pues aquella secuencia sintetiza perfectamente sus convicciones estéticas, marcando también un contrapunto importante con las ideas que Eisenstein tuvo sobre el montaje, ubicadas en las antípodas de lo planteado en Atrapad la vida y también muy presentes a lo largo de estos ensayos. Para el director de El acorazado Potemkin, la esencia del cine era el ensamblaje: en la fragmentación de los hechos estaba la fuerza de su lenguaje, en la intercalación de planos el cine encontraba su gramática. Este enfoque pone el acento en el salto de imágenes y no en lo contenido dentro del plano. Y lo contenido dentro del plano es el tiempo, el flujo de la vida. “A pesar del centelleo fulgurante”, se lee sobre el estilo de Eisenstein, “al espectador no lo abandona la sensación de artificiosidad de lo que acontece en la pantalla. Esto sucede porque en ninguno de los planos hay un tiempo verdadero”. Asumiendo la realización de esta manera fragmentaria, nunca es convocado frente a la cámara un acontecimiento auténtico, porque este se construye falsamente a partir de retazos.
La búsqueda por atrapar un “tiempo verdadero” es la búsqueda de Tarkovski por atrapar la vida; o sería lo mismo decir: atrapar un instante de verdad. Por su representación exacta de la realidad, el cine es una forma privilegiada de relación con el mundo. Los hechos de la vida cotidiana, cuyos significados profundos se oscurecen bajo las sombras de las inquietudes diarias, restablecen su sentido trascendental cuando son vistos en la pantalla. Aquella perspectiva, sin embargo, no debe entenderse como una negación de las potencialidades del mundo: el artista no es quien crea la poesía; la poesía ya existe en las cosas mismas. En ese sentido, antes que la creación, la misión del arte es el develamiento, el fijar la apariencia desnuda de aquello que sin su intervención está condenado a escaparse. “De por sí, un transeúnte con un paraguas que veamos en la vida real no significa nada en absoluto”, escribe el cineasta. “Pero en el contexto de una imagen artística, expresada con perfección y una simplicidad asombrosa, nos transmite un instante de vida, único e irrepetible”.
Ir a la esencia del cine es ir también a la esencia de las cosas que este representa. Para que comparezca un instante de realidad en la pantalla, esta exige ser respetada en su propia naturaleza. Ninguna verdad puede ser expresada si esta se traiciona. El tiempo vuelve a ser aquí el cimiento que todo lo articula. Como afirma el propio autor, “si el tiempo en el cine se presenta con la forma de un hecho, lo hará asumiendo las connotaciones de una observación directa e inmediata de ese hecho”.
De modo que la observación es otro de los conceptos fundamentales para el director de El espejo. Sus intentos por volver a la esencia del cine, tienen el propósito último de abrir un espacio de observación hacia el absoluto. En ese sentido, el cine de Tarkovski es un cine metafísico, que aspira a capturar la energía móvil del mundo. Mejor, el fundamento mismo de lo que sostiene todas las cosas.
Las películas, entonces, deben superar los géneros y temas. Tarkovski no quiere contar ni decir nada. Pero, valga la paradoja, es justamente esta ausencia de historia la que permite que emerja y se revelen todas las historias y todos los significados. La estética de Tarkovski, para volver a Borges, es la estética del aleph: la fijación de un punto donde coinciden todos los significados y formas del mundo.
La obra, así concebida, debe admitir todas las interpretaciones posibles. Cualquier intención consciente del director se ve superada en el momento en que este capta con la cámara un instante de realidad. Si se trata de una expresión pura y directa de la vida, la imagen cinematográfica proporciona un espacio de acceso ilimitado, donde prevalecerán las perplejidades e intereses de quien observa. En otras palabras: la película le habla a cada uno de una manera distinta. “El infinito es inmanente a la estructura misma de la imagen. Pero en la vida, el hombre da preferencia a una sola cosa con respecto a todo lo demás y así afirma su libertad. Por consiguiente, al percibir la imagen, selecciona, busca lo suyo, sitúa la obra de arte en el contexto de su experiencia personal y social (…). Trasladamos también nuestras tendencias a la valoración de la obra de arte; adaptándola a las propias necesidades vitales; la interpretamos según nuestra ‘conveniencia’”.
Esta ventana a la realidad, precisamente por tratarse de una ventana hacia el infinito, anida en su interior la contradicción: acontece en ella una dialéctica. Tarkovski constata este hecho narrando su propia experiencia como espectador: “Todas las veces que he visto Persona, la película de Ingmar Bergman, me ha parecido que habla de cosas totalmente diferentes y contradictorias entre sí. Cada vez, de hecho, la he percibido de una manera nueva. Al principio me pareció que era una película con algún tipo de defecto o que no la había entendido en absoluto. Sin embargo, después me di cuenta de que tenía que ser así. Es un universo en el que poco a poco encontramos cosas que nos tocan de cerca y a través de estos aspectos entramos en contacto con el mundo del artista”. Y luego agrega: “Una verdadera imagen artística impulsa siempre a quien la contempla a experimentar sensaciones contradictorias que se excluyen entre sí, sensaciones encerradas en la imagen y que definen su esencia y su misterio pseudometafísico”.
Este anhelo de un cine que dé cuenta de la inmensidad explica su rechazo hacia el cine simbólico, en el que hay una suerte de lenguaje cifrado, donde la película sería una intermediaria entre el concepto que se desea comunicar y el espectador. Para Tarkovski, ni la alegoría ni la metáfora son propias del cine, porque este no se trata de un sistema en clave cuyo mensaje debe ser desenterrado. La imagen –propone– se refiere a las cosas derechamente y dentro de ella surgen los significados. Abordar la creación de la manera en que lo hace el cine simbólico, es asumir al mismo tiempo la caducidad de la obra, pues el símbolo se agota en el momento en que este es descifrado. El misterio del cine, por el contrario, debido a la realidad que este reproduce, es infinito y no hay soluciones concluyentes. La fuerza expresiva de este arte reside en el encuentro cara a cara con la realidad. La superficie misma de la imagen expresa ya lo contenido en ella y cualquier interpretación es solamente un camino posible dentro de una serie infinita de ellos.
La observación sin intermediaciones es la única manera de hacer germinar esta fuerza expresiva frente al espectador. Esta es la razón de por qué Tarkovski gustaba tanto de los haikus. En esta forma de poesía el director ruso identificaba una manera “pura, sutil y compleja” de observar la vida. Es el modo análogo en el que debe enfrentarse la producción cinematográfica. Por medio del símbolo no se dota de una atmósfera poética a la película, sino que se le reduce a cumplir el papel de mero acertijo. Optar por el aderezo lírico más bien revela una desconfianza en las posibilidades expresivas de este lenguaje.
Lo anterior no significa que la película no pueda alcanzar una atmósfera poética, pero esta se logra solamente proporcionando al espectador un encuentro directo con la vida.
Por esta perspectiva trascendental, Tarkovski pensaba su oficio como una cuestión moral. Para él se trataba de un tema serio en el más alto grado. La dedicación artística no se podía limitar a una reflexión sobre géneros, formas y temas. El arte es una manera de tocar lo más grande, de vislumbrar a Dios: “El arte nos permite, al crear una imagen, abrazar la inmensidad. (…) Del mismo modo en que en una gota se reflejan las nubes y los árboles, así se refleja en la imagen artística el universo”.