por Pablo López Astudillo I 31 Diciembre 2024
“El arte une a todas las personas, y mucho más a los verdaderos artistas; y tal vez os dignéis también contarme entre ellos”.
Bthvn (como firmaba él mismo)
Aunque no seamos conscientes, reconocemos cada uno de sus movimientos por su abundante presencia en la cultura pop. En Japón la llaman daiku (“la grande”), fue interpretada cuando cayó el muro de Berlín, es el himno de la Unión Europea desde 1985, se declaró patrimonio de la humanidad en 2002, Oksana Lyniv la dirigió un día después de que Rusia declarara la guerra con un ataque sobre Kiev en 2022, Norman Lebrecht nombró su estreno como “el día que cambió la música”. La Sinfonía N° 9 en re menor (también llamada Sinfonía coral) de Ludwig van Beethoven fue compuesta, oficialmente, entre 1818 y 1824, por encargo de la Sociedad Filarmónica de Londres, y cambió para siempre el destino de la música occidental.
Más allá de la sublimidad proyectada por su trabajo armónico, de su aparición en películas y comerciales, del enorme trabajo que supuso su composición por parte de un hombre absolutamente sordo, la Novena es una obra que, a 200 años de su estreno, dará para hablar, por lo menos, 200 años más. Es musicalmente tan rica, su interpretación extramusical tan pertinente, su unidad tan certera que, cabe preguntarse quién es el sujeto de rostro huraño detrás de las melodías más importantes de la música occidental y cómo logró gestar esta obra maestra. Corresponde responder: un simple hombre, con el trabajo de una vida.
Se lo piensa siempre como “Beethoven”, “el genio del romanticismo”, “el que cambió la historia de la música” y nunca como el hombre que vivió como cualquier mortal. Algunos datos de su vida nos acercan su humanidad:
• Su comida favorita era el tordo.
• En la escuela fue discriminado por su apariencia física y apodado der spagnol (el español).
• Compró, en su adolescencia, un caballo para dedicarse a la hípica (no le resultó).
• No sabía multiplicar: Hasta el último de sus días, si le pedían, por ejemplo, pagar 70 florines a 50 músicos, su operación mental y gráfica era sumar 50 veces 70.
• Amaba el café: cada mañana seleccionaba 60 granos de café (el equivalente a ocho gramos) y los molía para preparar su brebaje. Decía que ese ritual activaba su pensamiento y lo situaba en camino hacia la composición.
• Luchó por la reivindicación de la dignidad artística: fue el primer compositor que vivió de su oficio y logró llevar relaciones comerciales estables con editores, directores, dueños de teatros, músicos, etcétera. Gracias a esa lucha, a la seguridad en su proyecto que le permitió afirmar frente a la nobleza “ser tan digno como ellos”, es que después de su muerte los artistas han podido dedicarse al trabajo artístico moderno como lo entendemos hoy.
• Probablemente fue el primer músico, fuera de la familia Bach, que se formó en los klavier tocando El clave bien temperado. Leyó la Teoría general de las bellas artes de Sulzer, a Shakespeare, Homero y La teoría del cielo de Immanuel Kant (de quien aprendió, sobre todo, que conocerse a sí mismo es la clave para relacionarse con los demás).
• Era cascarrabias y sucio, enamoradizo, le gustaba pasear por el campo. Siempre le costó relacionarse con la gente, de hecho, peleó con casi todos sus amigos.
• Lloró la pérdida de su madre, sustentó a su padre alcohólico y cuidó a sus hermanos hasta el día de su muerte.
• Siempre trabajó bajo la mirada de su abuelo (quien fue, en su minuto, el músico más destacado de Bonn, como lo sería tiempo después su nieto). De niño, se sintió especialmente acompañado por su fantasmática presencia. En cada cambio de casa, así como en cada composición, su retrato lo custodiaba desde las alturas.
Cuando Beethoven tenía 15 o 16 años, Schiller publicó An die Freude (Oda a la alegría), un poema que se encuadra en la tradición del geselliges Lied, “una canción social concebida literal o figurativamente para ser cantada entre camaradas alzando los vasos”. El pensamiento de Kant imbuido en el adolescente, los ideales ilustrados impresos en la canción, aquello en los versos que representaba sus sentimientos por la humanidad, provocarían en el joven músico el deseo de musicalizar la obra. Ese deseo viviría siempre en su mente, atravesando su labor como compositor desde la publicación de su primer opus oficial entre los 26 y 27 años, hasta su lanzamiento como op. 125, casi 30 años después.
La obra beethoviniana podría empalmarse con la teoría homeomérica de Anaxágoras. En ella, todo forma parte de todo. Del mismo modo, podríamos aventurar que cada tema y motivo desarrollado por Beethoven a lo largo de su vida, formó parte de la que sería su apuesta final como artista.
El germen de su obra maestra estuvo presente desde su lectura del poema de Schiller. En materia de composición, empezó a manifestarse en 1795, cuando Beethoven esbozó los primeros intentos de trabajo orquestal con coro en la canción Amor correspondido. Mientras componía su Sinfonía N°3 en mi bemol mayor (op.55), más conocida como Eroica, en mitad del desgaste que implicaba la composición y los años de aislamiento en Heiligenstadt y sus colinas, Beethoven recordó el sueño ilustrado de felicidad y hermandad que proclamaron los Illuminati (al que Schiller llamó Elíseo) y regresó a su vieja ambición adolescente: musicalizar An die freude, pero, esbozados algunos motivos temáticos, deshechó la idea. Aún no contaba con las herramientas para ello, pero las estaba aprendiendo a manejar.
Si tuviésemos que postular un antecedente musical más directo que la Eroica, la Fantasía coral (op. 80) de 1808 presenta líneas que serán retomadas en la Sinfonía coral. Su trabajo sobre algunos poemas de Goethe, o su única ópera, Fidelio, también son muestras de la preparación centrada en la composición vocal que debió sortear Beethoven para cumplir su sueño.
Si Mozart escribía como un copista, de un pulcro tirón y sin errar ninguna nota, Beethoven encarnaba todo lo contrario: era sucio, desprolijo y disperso. Es cierto que componía a gran velocidad, pero todo escrito era provisional hasta el final del proceso. Motivado por sus característicos raptus de inspiración (que podían ocurrir en cualquier momento: cualquier aspecto de la realidad podía inspirarlo), el bonense, rápidamente y abstraído de su entorno, bosquejaba notas y motivos en los cuadernos de apuntes que siempre cargaba. De ahí que sus claves no tuviesen siluetas definidas, que sus pautas estuviesen tachadas, salpicadas con café y vino, que sus cuadernos parecieran marañas de notas e indicaciones borroneadas.
Para Beethoven, lo intelectivo del proceso de composición conllevaba un procedimiento físico, que comenzaba con la preparación de café. Una vez el brebaje hacía efecto en su ánimo, escribía sus apuntes, mecía sus cabellos reflexionando qué indicación era la ideal para la unidad de la obra, marcaba el ritmo con manos y pies, maldecía en voz alta contra las notas; en sus caminatas tradicionales en busca de inspiración, aullaba, gruñía y agitaba sus manos dirigiendo virtualmente la orquesta en su cabeza.
Dijimos en un comienzo que Beethoven componía a gran velocidad, pero esta velocidad se veía imbricada en un proceso extenso. El motivo compuesto se sometía a revisión durante años. Su aprendizaje con Joseph Haydn aportó un elemento imprescindible a su proceso compositivo: el desarrollo temático mediante pequeños motivos hiperexprimidos hasta el cansancio. El mejor ejemplo pueden ser las cuatro notas que abren la Sinfonía N°5 en do menor (op. 67), que se repetirán durante toda la sinfonía en las más diversas variantes, constituyendo un principio constructivo que comienza en el dibujo de un par de notas para su posterior yuxtaposición en distintos niveles armónicos e instrumentos. Para llegar a motivos como ese, pasaba horas de improvisación frente al teclado, kilómetros de paseo, años leyendo el Gradus ad Parnassum y mucha, realmente mucha reescritura.
De todas las leyendas en torno a Beethoven, el mito más injusto es su incriminación como misántropo. Si bien es cierto que no era una persona fácil de tratar, fue un hombre noble e intenso, con un amor y un compromiso con el arte y la humanidad que supera lo áspero de su personalidad.
A temprana edad, viéndose tosco e incomprendido, Beethoven llegó a una conclusión que dirigiría su vida social hasta la muerte: decidió amar a la humanidad. Optó por venerar una abstracción y no a las personas, a quienes nunca comprendió. Prefirió la soledad y el trabajo metódico a la parranda, porque tenía un objetivo claro que nunca descuidó: ser el sucesor de Mozart y Haydn, el mayor músico vivo de su época.
En 1802, aquejado, aislado y componiendo su tercera sinfonía, Beethoven escribió una carta que nunca envió, en la que expuso sus deseos y sentimientos. Hoy la conocemos como Testamento de Heiligenstadt. Fue dirigida a sus hermanos Kaspar Anton y Nikolaus Johann, y comienza así: “¡Oh vosotros, hombres que me miráis y me juzgáis huraño, loco y misántropo, cuán injustos habéis sido conmigo! Ignoráis la secreta razón de lo que así os parece”. Lo que quería confesar, le habría costado la vida: nadie sabía que el músico del que tanto se estaba hablando, había comenzado a quedarse sordo. ¿Quién confiaría en un compositor sordo? De ahí su aislamiento, su desgano en socializar: no escuchaba y no quería ser juzgado por ello. El testamento termina con una declaración de sus sentimientos: “Adiós, y no me olvidéis del todo en la muerte; tengo derecho a esto de vuestra parte, ya que durante mi vida he pensado frecuentemente en haceros felices, sedlo.” Aquello que durante su vida pensó para hacernos felices, desembocaría en su más grande obra: la mentada Sinfonía N°9 en re menor.
A mediados del s. XVIII, la sinfonía, gracias al Idealismo, fue considerada el género horizontal y gregario en que sociedad e ideales se comunicaban. El público en estos años aprendió a escuchar activamente. La música era compartida y comunitaria. Beethoven componía en soledad, pero el acto musical per se se realizaba con una amplia red de colaboradores: el artista reunía a los músicos, buscaba el teatro, debía contar con el apoyo de copistas que hicieran tantas transcripciones como fueran posibles en un lapso breve de tiempo, etcétera. Así, en virtud de su carácter comunitario, se comprendía la sinfonía como un espacio de reunión en el que la masa se podía encontrar con un arte que reflejaba sus ideales, que fuese digerible y representativo. Es en este sentido, la tristeza del aislamiento, la reunión que suponía una sinfonía y su deseo de ser comprendido, que la Novena se encuadra como declaración de amor por la humanidad, glosando el coro del finale: “Todos los hombres serán hermanos [bajo los brazos de la Alegría]”.
Lo primero que salta a la vista es la duración. En aquello años, lo común (y lo aceptado por oyentes y críticos) era que las sinfonías duraran alrededor de media hora. La Sinfonía N°9 en re menor dura aproximadamente 70 minutos. A propósito, el mito cuenta que Herbert von Karajan (el artista discográfico de música clásica con las mayores ventas de todos los tiempos), afamado director filonazi, quien tuvo un papel decisivo en el desarrollo del disco compacto (CD), extendió su duración de 60 minutos a 74 minutos para que cupiese la novena sinfonía.
En cuanto a su estructura, si bien siguió el molde retórico formal de 4 movimientos, los subvirtió en pos de los motivos expresivos, de modo que en los movimientos de la Sinfonía coral, salvo el primero, abundan en cambios de tempo (alterando la velocidad de ejecución, por ejemplo, de un rápido presto a un tranquilo adagio), cuando lo común era que una sola indicación rigiese por movimiento. Con esto, sumado a los cambios de dinámica, consiguió que los modelos formales se acomodaran a sus intenciones expresivas.
La obra cumplió con el mandamiento romántico sobre la poiesis: no fue una obra fija; se tocó más de diez veces en vida del compositor, en proceso de constante revisión. Aun así, desde su estreno, la obra supuso novedades. ¿Qué novedades podía tener la sinfonía después del trabajo de Haydn, “padre de las sinfonías”, con más de cien en su haber? Fue la primera vez que en una sinfonía participaba un coro (hasta entonces destinado a trabajos orquestales menores, exceptuando La creación de Haydn, y ligados a la música de iglesia) y que la percusión cumplía un papel indiscutible en una orquesta (antecediendo lo que haría Stravinsky con La consagración de la primavera).
Algunos pasajes son más reveladores en cuanto a innovación técnica. Por ejemplo, gran parte de la obra, siguiendo con el método beethoviniano de los cambios bruscos de dinámica, está compuesta para un volumen nuevo (por lo estruendoso) para la época, en la que todos los instrumentos obran en forte, lo que genera una sensación violenta y apoteósica con más de 40 músicos trabajando simultáneamente (un número enorme considerando que las sinfonías de la época se realizaban con alrededor de una veintena de intérpretes).
Era viernes al atardecer, la primavera estallaba en Viena. El Theater am Kärntnertor se erigía alto y vasto. Los dos mil asistentes (se encontraban, entre ellos, Franz Schubert y Carl Czerny) se abarrotaban en las puertas; se sentían afortunados de pertenecer al selecto grupo que presenciaría la vuelta a escena, tras doce años retirado en un raptus patológicamente creativo (compuso sinfonías, una misa, cuartetos de cuerda, conciertos, sus últimas sonatas para piano, para violonchelo, para violín, quintetos de cuerda, bagatelas, variaciones, tríos para piano), de Ludwig van Beethoven, el músico vivo más importante del continente.
El programa contemplaba el estreno de tres obras: el Kyrie, la Gloria y el Credo de la Missa Solemnis (op. 123), la obertura de La consagración de la casa (op. 124) y la Sinfonía N° 9 en re menor (op. 125).
La sinfonía fue dirigida por el propio Beethoven quien, de espaldas al público, se humilló intentando marcar los tiempos para una orquesta que había acordado seguir la batuta de Michael Umlauf, kapellmeister del teatro.
Entre los movimientos, contrario a las costumbres de la época, según las que se tenía que aplaudir solo al final del concierto, el público gritaba embravecido: lo que estaban oyendo no tenía precedentes en la historia de la música occidental. Llegado el finale, cuando el coro cantó el verso que dice: “Abrazaos millones de hermanos, este beso es para el mundo entero”, los asistentes lanzaron sus gorras por los aires en un gesto de camaradería.
Una vez terminada la ejecución (imperfecta y ovacionada, innovadora y conmovedora), mientras el pública gritaba y aplaudía de pie, Beethoven, de espaldas al público, seguía abstraído en la partitura. Caroline Unger, quien hizo de contralto en el finale coral, fue en su busca y lo tomó del brazo. Imaginemos la escena: 2.000 personas gritan y agitan sus pañuelos, los músicos sudan, los instrumentos brillan y todo tiembla por la emoción conjurada tras tres horas de música. Al fondo, escondido detrás de la orquesta, con una cincuentena de años y centenares de piezas compuestas, sin escuchar nada, Ludwig van Beethoven contempla el trabajo de su vida.