por Álvaro Bisama I 2 Enero 2025
Una idea: entre las novelas y relatos de Germán Marín (1934-2019) bien se podría dibujar una versión deforme y chilena de la Odisea. Suya es una literatura que aborda una y otra vez la extranjería y el retorno, a los que describe muchas veces con una nostalgia rota, íntima y monstruosa a la vez, como si tratara de aferrarse a lugares, palabras, gestos o espíritus antes de que el olvido los devore. Definida desde ese deseo, aquella escritura compone una gesta determinada por un lenguaje cuya mejor virtud es una cadencia hecha con la deriva de frases largas que son quizás un murmullo de lo perdido. Se trata del estilo de un arte crepuscular que dialoga tanto con Proust y los modernistas en lengua inglesa como con las ficciones de Enrique Lihn, amigo y fantasma predilecto suyo, capaces de demostrar que hasta el lenguaje más vacío y la retórica más paródica son formas de huir de la nada. Siguiéndolo, el lector ingresa muchas veces en una forma atroz de lo chileno porque, como decía Raúl Ruiz, “aquel que se porta mal en este mundo, se reencarna en chileno”.
Ese susurro posee la belleza feroz que determina la lectura de novelas como Ídola (2000), La ola muerta (2005), Carne de perro (2002) o El guarén, (2012), entre muchas, como también sus relatos breves. Entre ellos destaca “La roja de todos”, incluido en Basuras de Shanghai (2007), donde Marín narra cómo un chileno vuelve a casa desde el exilio y es asesinado por sus viejos amigos y vecinos del barrio, quienes lo esperan con un asado. Porque Kiko Sánchez, el personaje, ya no es el mismo; es un Ulises al que el exilio volvió un siútico insoportable. Kiko se fue y ellos se quedaron. “Proseguíamos iguales de rascas que antes, o sea, ni más ricos ni más pobres, como lo demostraban nuestras vidas sin alternativas, siendo los mismos muchachos del pasado que se juntaban en la esquina con Cueto”, dice el narrador. En la fiesta, alguien cuelga una bandera chilena y todo transcurre bajo un parrón iluminado por tubos fluorescentes. Lleva un reloj caro y regalos para todos. Los amigos le hablan en chileno, Kiko responde en francés. “Ustedes están perdiendo el tiempo en Chile, afuera, cabritos, está la ponme de terre”, les dice a sus viejos amigos. Luego, se acaba el trago y van a comprar más. Se produce una discusión. No hay compasión en el texto. “El Kiko trató de defenderse como pudo, nosotros los chilenos de corazón éramos más y, después del segundo golpe de cuchillo que esta vez lo rajó, humedeciendo de sangre la camisa deportiva, se fue de poquitito al suelo un tanto sorprendido”, leemos.
Las imágenes finales del relato son devastadoras. El cuerpo de Kiko tirado sobre la mesa, tapado con la bandera, los brindis al lado del cadáver, el narrador que se queda con el reloj, el asado que sigue. Porque para Marín, la identidad chilena es un avatar del trauma, de una distancia que no trae olvido sino encono o más bien hastío, y donde cualquier fábula del retorno puede ser referida como un asunto sacrificial, no exento de sorna. Es posible vislumbrar un país en el asado del cuento: un lugar de cicatrices apenas expuestas, una lengua nacional. Por eso, ahora mismo, en momentos donde la transparencia aparece como una virtud encomiable (e insoportable) y muchas de las ficciones locales se solazan como alegorías políticas de baja intensidad, leer a Marín nos recuerda por qué su literatura es tan entrañable como peligrosa; por qué sigue siendo inevitable, cáustica y feroz. Ahí el palacio de la memoria es un basurero; la patria se revela desfigurada e irreconocible; y antes que cualquier epifanía o anagnorisis en su literatura las formas de la guerra o del viaje solo convocan a la violencia, a la extinción.