Correa

por Álvaro Bisama I 14 Noviembre 2024

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Creo que no digo nada nuevo si apunto que la literatura de Hugo Correa está sometida a un examen permanente, a pesar de que su posición está más que confirmada en el mapa de la ciencia ficción chilena y latinoamericana. Nacido en 1926, la vida y obra de Correa bien pudo haber dibujado una fábula biográfica poco estridente: original de Curepto, luego de estudiar Derecho un par de años se dedicó al periodismo, para publicar después una serie de obras donde su definición de lo fantástico estaba atada tanto a los tópicos de la ciencia ficción como a cierta óptica criollista, que incluía cierta necesidad por usar el imaginario chileno como decorado. Así, desde la publicación de Los altísimos en la década del 50, hasta su fallecimiento el año 2008, fue considerado la figura central de la ciencia ficción chilena, al modo de una celebridad sumergida que era, también, un precursor inevitable.

No tiene sentido discutir si sus trabajos estuvieron a la altura de dicho prestigio. Correa no solo llegó a publicar en inglés en The Magazine of Fantasy & Science Fiction, sino que Nueva Dimensión, la revista española dirigida Domingo Santos, le dedicó un número especial en 1972. Aquello lo blindó, preservándolo de cualquier polémica, pues sus libros y su figura existían en una zona tan impoluta y anacrónica, en ese sótano de los aficionados a la ciencia ficción que inventó Bolaño en uno de sus poemas más célebres.

En los años en que las novelas del Boom volvieron a dibujar los mapas de la identidad latinoamericana, los trabajos de Correa abordaron la ciencia ficción desde una narrativa candorosa y didáctica, empujada casi siempre por la buena fe de lectores que buscaban en ella imágenes del futuro, la carrera espacial o la paranoia anticomunista. Aquello tenía poco y nada que ver con la discusión sobre los límites del realismo; se trataba más bien de una lectura superficial de los códigos de la Edad de Oro de la sci/fi norteamericana, con Bradbury, Asimov y Heinlein a la cabeza, cuyos tropos eran actualizados a la luz de un decorado que tenía un apagado color local.

En cualquier caso, lo más interesante de Correa existe a la luz de los tópicos recurrentes del formato: en Los altísimos su potencial lírico se despliega como una space opera; y en relatos como “Alter ego” el género opera como una advertencia de la deshumanización del presente ante los peligros de la tecnología. Esto deja a la deriva tanto el juego modernista y fallido de los narradores de El que merodea en la lluvia (algo refrendado tanto en los epígrafes de T. S. Eliot que ponía ahí y en Los títeres); como la voluntad de constituirse como novela río de La corriente sumergida, una obra realista, escrita en los 70 en el Writers Workshop de la Universidad Iowa, pero recién publicada en 1992. De hecho, el movimiento sincrético y el diálogo entre corrientes, lenguas y tradiciones que publicaciones como El Péndulo (que editó a Cordwainer Smith y Mario Levrero) o lectores críticos como Pablo Capanna y Elvio Gandolfo, hicieron en los 80, no llegó jamás para él, que quedó atrapado en la fortaleza de la soledad de la ciencia ficción chilena. Allí comparte lugar con Elena Aldunate y Miguel Arteche, por ejemplo. De este modo, leemos las obras de Correa en un contexto limitado por una militancia en un género que no se sacude o interroga mucho, porque es una autoridad devenida en ícono escolar, como si estuviese marcado por la mala suerte de nacer y escribir en Chile, pobrecito, tan lejos de todo.

Anoto esto porque quizás sea necesario abrir la lectura de Correa y los suyos a otros campos, a otras tradiciones, pensarlo más allá y más acá de la ciencia ficción; preguntarse cuál fue la distancia que sus libros establecieron con otros formatos (la historieta, el cine) o cómo se mezcló con la política y la gestión cultural, pues fue director la Fundación Nacional de la Cultura, organización fundada en 1982, por Lucía Hiriart.

Se trata sin duda de una pregunta literaria. Mal que mal, Correa publicó una primera versión Los altísimos en 1951, pero la edición que circuló fue la de 1959 y entre ambas hay casi una década que cambió sin posibilidad de retorno la literatura local y continental. Anoto, al pasar, algunos libros de esos años: Canto general de Pablo Neruda, Poemas y antipoemas de Nicanor Parra, Coronación de José Donoso e Hijo de ladrón de Manuel Rojas, entre los chilenos. Desde una vereda más amplia y continental: Bestiario, Final del juego y Las armas secretas de Julio Cortázar, los ensayos de Otras inquisiciones de Borges, La hojarasca de García Márquez, Los pasos perdidos de Carpentier y Pedro Páramo de Juan Rulfo.

¿Qué relación tiene la obra de Correa con ellos? Pareciera que ninguna, que no hay lazo ni encuentro posible, pues Correa parece escribir de espaldas a América Latina, en la medida de que la anécdota de Los altísimos (donde un hombre, confundido en Santiago con un alienígena, es llevado al centro de una civilización cósmica) establece su relación con un campo literario que lo rodea al modo de una extranjería involuntaria. De este modo, su novela puede ser leída como una fuga fantástica que explota para desarrollar una cosmogonía espacial que funciona de modo escatológico. Las ficciones posteriores del autor tratan de desandar este camino, pero quizás fracasan porque el uso del paisaje americano (o chileno) se desarrolla de modo casi mecánico, al modo de un gesto que tiñe de color local, acercándolo en cierto modo a los imaginarios campesinos de Mariano Latorre (Zurzulita) y Federico Gana (Días de campo), en una imposible sci/fi criollista.

Termino con una imagen correspondiente al año 1991, cuando el novelista norteamericano Ray Bradbury participó de una conversación televisiva con Correa y la escritora Elena Aldunate en el programa Almorzando en el 13. Bradbury, vía satélite, dialoga con ellos desde una transmisión vía satélite que nunca acaba de convencer. El espectador puede reconocer algo extraño en la emisión, pues todo es quizás surreal; los comentarios de los panelistas, la conversación protocolar que no se suelta nunca, el acento extranjero del traductor. Esa distancia, ese abismo, define la literatura de Correa y la de la ciencia ficción local que él aspiró a encarnar, construyendo una colección de paradojas y coordenadas muchas veces tristes: el espacio exterior como una especie de claustro, la escritura como un sueño de fuga que solo devuelve al punto de origen; las visiones del futuro como criaturas excéntricas, al modo de aves desaparecidas atrapadas en la jaula de la lengua chilena.

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