Skármeta

por Álvaro Bisama I 17 Octubre 2024

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Si bien buena parte del cariño que concita la literatura de Antonio Skármeta, fallecido esta semana a los 83 años, proviene de Ardiente paciencia, la historia romántica acerca de un cartero de Isla Negra que tiene a Neruda como su confidente sentimental y que él mismo filmó en 1983, para luego convertirla en su novela dos años después; o de su condición de animador elegante y distraído de El show de los libros en TVN (1992-2002), también es posible recordarlo y releerlo como uno de nuestros mejores cuentistas a partir de sus primeras publicaciones, El entusiasmo (1967), Desnudo en el tejado (1969) y Tiro libre (1973), todos volúmenes de relatos breves editados antes del golpe de Estado de 1973.

En esos libros está el corazón de su literatura, porque más allá de la masividad posterior (las traducciones y premios de todo tipo, las adaptaciones al cine, la TV, la ópera), era posible encontrar en ellos al mejor Skármeta: el narrador de la historia íntima de una clase media a la que hizo ingresar a la tradición literaria chilena. Aquellos relatos tenían desparpajo, calle, oído y humor, y no le temían al sexo o la fiesta, y era posible reconocer en ellos una lista de señales de ruta: los Beatles y la Reforma Universitaria, Cuba y la revista Estadio, las estrellas de la Nueva Ola y la flamante nueva literatura latinoamericana, los sonidos de la Revolución y la consagración del rock como un fenómeno de masas.

Cuentista prodigioso, sus mejores historias refieren las vidas afectivas y políticas de un Chile que la dictadura hizo desaparecer. Aquello estaba en sus relatos más célebres, como “El ciclista del San Cristóbal”, donde una competencia deportiva se transformaba en un martirio que llevaba a una iluminación inesperada y pasajera, casi doméstica. O “El cigarrillo” y “Balada para un gordo”, que pertenecían a Tiro libre. Si el primero consistía en un relato amargo sobre la sumisión sexual y política, con la sombra de Patria y Libertad oscureciendo el fondo, el segundo empezaba como una comedia adolescente, seguía como una aventura de formación política y terminaba como una especie de parábola sobre el momento en que estaba siendo escrito y quizás leído, que era el de la Unidad Popular, lleno de contradicciones y ajustes ideológicos. Para esto, el narrador era a la vez divertido y épico, procaz y melancólico; incluso nostálgico. Y aunque aún era joven, ya podía contemplar el pasado como un mundo perdido, acaso una edad de la inocencia.

Skármeta es un narrador vertiginoso, pero jamás leve. En la literatura chilena es uno de los primero en escuchar el ritmo del rock y adaptarlo a la prosa. Reconoce ahí una respiración, una forma del estilo. Esto aparece concentrado en “A las arenas”, un cuento que puede ser leído como uno de los puntos más altos de su narrativa. Incluido en Desnudo en el tejado, que ganó el Premio Casa de las Américas en 1969, en este cuento seguimos la odisea de un chileno y un mexicano que venden su sangre en Nueva York para ir a un show en vivo de Ella Fitzgerald. El chileno es músico y fanático del jazz, y el mexicano es artista visual. Arreglándoselas como pueden, no tienen para comer mientras tratan de sobrevivir en una ciudad, un continente y un idioma que no es el suyo.

El origen del texto era real. “He vendido sangre para ir a ver a Ella Fitzgerald. Viajé en un barco de carga tapizando los restos de unos sillones rumbo a USA, quizás con el principal propósito de ver a Sonny Rollins, y vi cómo garabateaba a su trompetista porque no podía seguirlo en un tema de 50 minutos en el Village Vanguard de Nueva York. Me pegaron en Texas porque me colaba todas las noches en un local a oír rock progresivo”, le diría Skármeta a Mariano Aguirre en 1969.

En el cuento brillaba la intensidad de su época; Norman Mailer ejecutaba un cameo y sonaban Petula Clark y Dave Brubeck, haciendo que viejos hits, como “Downtown” y “Rondeau à la turk”, llegasen a definir los ritmos de la prosa. Picaresca de artistas perdidos y encontrados, los personajes reconocían en Ella Fitzgerald su satori privado, pues ella y su música funcionaban como un horizonte posible, acaso su palacio de la felicidad secreta.

Escribe Skármeta: “… uno no hallaba qué hacer para bombearle un poco de aire a los pulmones, uno no veía cómo ni con qué derecho se existía en el mismo planeta que esa mujer, uno era lo mismo que una silla, que un reloj descompuesto frente a ella, uno era una triste cosa con las mejillas ardientes, y solo porque Ella existía, existía Frontierboy, y María y July, y mis padres en Santiago, y el escritor con rulos, y el libro que había leído de Saroyan, y el coreógrafo, y los almacenes Macy’s, y todas las sangres y los hospicios, y porque ella existía se moría la gente, y había millonarios, y era bueno beber hasta perder la conciencia…”.

Además, junto a Fitzgerald el cuento exhibía otra fuerza de gravedad: el aliento de Manuel Rojas y la idea de una literatura que entendía a la experiencia como una aventura total. De hecho, “A las arenas” reescribía “El vaso de leche”, al punto de citarlo casi explícitamente. “Uno puede entrar a los cafés y ningún borracho le niega un cigarrillo. Pero a veces cuesta encontrar quien convide un vaso de leche. Uno se siente mal de pedirlo. No es lo mismo que el cigarro”, se leía, y era imposible no darse cuenta de que acá Skármeta abrazaba al autor de Hijo de ladrón para reconocerlo como un precursor. Estaba ahí Aniceto Hevia, reconocible en la huida hacia adelante de los personajes y en el estoicismo respecto de su propia miseria. Lejos de casa y caídos de la gloria, no les queda otra que lanzarse hacia delante para recuperar la ciudad para sí, lo que significa recuperar la dignidad, el paisaje y el tiempo.

Criatura de su tiempo, al que leyó con ternura y ansiedad, en estas historias Skármeta reconstruía el paisaje de su época como una sucesión de tragedias secretas, y con esto dibujaba las coordenadas de un universo en expansión, como si hubiese ahí posibilidad de trazar una utopía sentimental. De ahí que la belleza de su literatura consistiera en cómo captaba el eco del mundo para hacerlo resonar dentro del estilo, en los gestos perplejos o heroicos de sus personajes, en un paisaje que narraba como si fuera otra música. Ahí, la tradición convivía con un presente rabioso y la ficción se convertía en una forma de la epifanía, desplegándose ante el lector como un brote místico o un chiste, acaso un gesto tierno y desesperado, muchas veces inolvidable.

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