Gana

por Álvaro Bisama I 5 Diciembre 2024

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En una escena del perfil que le escribe en Algunos (1959), José Santos Gónzález Vera relata cuando Federico Gana iba a visitar a Baldomero Lillo, que estaba muy enfermo. “Ya no tiene pulmones. Se podría decir que se ve a través de él. Baldomero es un espectro, es un cadáver. ¿Qué hacer?”, le dice Gana a su mujer sobre la visita, y ella le responde con sorna mientras él amenaza con incluirla en una novela, La palanca, que nunca terminó. Se trata de una imagen triste, otra más en la historia del autor de Días de campo (1916), que González Vera narra como un largo descenso a la pobreza y a la noche mientras va perdiendo fortunas familiares, propiedades, herencias y trabajos, como si fuese encogiéndose lentamente, escribiendo proyectos que no finaliza, padeciendo enfermedades y abandonos; y postergando la posibilidad de ejercer como abogado o, sencillamente, de trabajar.

El escritor de Alhué es cariñoso con Gana, pero también implacable. Lee en él los contornos de una trayectoria trunca, acaso la vida de otro perdido de la literatura chilena, pero describe su drama con cierta ligereza, como si no se resignara nunca a exagerar las peripecias terribles de su biografía o a ceder a la picaresca del hambre que consignan las estampas finales de su vida, como cuando, acicateado por la urgencia, trata de vender un retrato pintado por Valenzuela Puelma por un precio casi simbólico. “En la calle está su consuelo. No necesita caminar mucho. A la vuelta de una esquina cae en manos de uno o más amigos que le llevan derecho a un bar. Y ahí, con rostro alegre, alzan la copa. Era natural. En donde estuviese mejoraba el ambiente. Su palabra cálida, tan afectuosa, atraía. En silencio también producía agrado. Buscábanle no solo sus compañeros de generación sino los muchachos, literatos o no. Sabía alentarlos. Al recibir libros primerizos, elegía un párrafo, una frase acertada, para congratular al autor”, escribe González Vera.

Días de campo, el libro que le publicó el grupo Los Diez, es quizás su obra más conocida. Raúl Ruiz estrenó una película el 2004, adaptando sus relatos —y su lectura— a la luz de la distancia. Aún funciona. De hecho, ahora mismo, cuando algunos autores explotan un criollismo más bien turístico, vale la pena volver sobre algunas de las imágenes desplegadas por Gana en sus ficciones, buena parte de ellas publicadas a fines del siglo XIX en diarios y revistas.

Es de la vieja casa de campo en que corrieron mis años de adolescencia, de donde me vienen estas impresiones. No sé por qué las evoco; será, tal vez, como un homenaje a ciertas imágenes lejanas”, dice al comienzo del primer relato —que se llama precisamente “La casa”—, en una sentencia que puede definir el libro completo, que se equilibra entre la descripción de la vida rural con el aura lírica de una memoria que quiere atraparlas. Así como de la narrativa de Lillo encontraría sus ecos la generación del 38, que contempla a Carlos Droguett, Nicomedes Guzmán o Juan Godoy, la de Gana bien puede disparar una línea donde dialogará con Pedro Prado o Guillermo Blanco.

Es más complejo que eso, por supuesto. Entre los relatos de Días de campo está incluido “Un carácter”, originalmente publicado en 1894 como “Por un perro”. La historia de un trabajador que mata a un hacendado después de que este asesinara a su perro, puede leerse como un precursor de las formas del policial local. Ahí, Federico Gana describe todo como un proceso judicial o su recuerdo, más bien. En la explicación que da el personaje respecto del crimen que ha cometido, es posible percibir, más allá de la anécdota, una historia acerca de los lazos y los afectos que definen lo humano.

Esto que hoy relato pasó en la lejana aldea de X, allende el Maule, vecina al pueblo donde yo vivía”, dice al comienzo y luego lo escuchamos relatar ante el juez que no tiene padre ni madre, que carece de toda posesión y que su único amigo o su único lazo es —fue— un perro que salvó de ser ahogado y que lo acompañó por 10 años, hasta que el dueño de las tierras lo mató. “¿Por qué vino y me buscó para matar al animal?… ¿Por qué él, que era tan rico, vino a quitarme mi única riqueza?”, se pregunta.

Todo sucede rápido. Gana no se ahorra detalles, escucha con oído atento y eso eleva esta historia sobre el resto de las narraciones del libro, como si aquella viñeta criminal entendiese no solo la literatura del momento en que se publicó, sino un futuro en el que la literatura registra las modulaciones de las voces tejidas entre el silencio y la violencia. “Hice mal, lo sé, pero esa ha sido mi suerte; él mató al animal, yo debía matarlo a él. Porque yo siento aquí —continuó golpeándose con fuerza el pecho— algo que nadie puede comprender. Yo solo lo sé, y me lo guardo, y me callo. Y no diré más”, leemos. Desposeído hasta de la posibilidad de la memoria, antes ha dicho sobre el animal: “Sabía que una vez muerto él, nadie se acordaría ya más de mí, nadie jugaría conmigo, porque todos me odian y me desprecian”.

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