Heredia

por Álvaro Bisama I 24 Octubre 2024

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Una de las mejores habilidades de Heredia es escuchar el susurro de Santiago. Protagonista de una saga que lleva casi 40 años y que se compone de 20 novelas policiales (la primera, La ciudad está triste, es de 1987, y la última, Dejaré de pensar en el mañana, fue lanzada hace un par de meses), el detective creado por Ramón Díaz Eterovic es un testigo insomne de lo que se pierde y permanece en la urbe chilena durante aquel período.

En todas esas aventuras hay un relato íntimo de nuestro último medio siglo, muchas veces narrado como si fuese una historia de las calles del país. Huérfano, Heredia alguna vez estudió Derecho y no podemos entenderlo sino como el sobreviviente de varios mundos perdidos. La violencia no le es ajena, lo mismo que el abandono. Cada caso que le toca le sirve para escuchar las historias de los otros (los desposeídos, las víctimas del sistema, los olvidados y barridos por el vértigo de la modernización chilena), porque en ellas quizás está cifrada la suya. Mientras, lee a los autores de la Generación del 38; a Luis Cornejo, a Juan Carreño. En esa biblioteca están también Jorge Teillier, Rolando Cárdenas y los fantasmas de la Unión Chica y la noche capitalina. Así, novela tras novela, Heredia aguanta. Habla con su gato (el que por cierto, se llama Simenon) que es un avatar de su propia conciencia. Por eso consigna lugares, rostros, direcciones. En sus aventuras, los hipódromos y las casas de apuestas, los toples y los conventillos, las galerías de caracol y los restoranes olvidados, aparecen como puntos de un mapa de una ciudad donde se presenta como un narrador melancólico o escéptico respecto de sus transformaciones. El peso de la memoria es la conciencia de lo perdido, y lo aplasta a veces. Mientras, el lector ve cómo envejece, cómo se rompe.

Por eso sus aventuras más conmovedoras son las más tristes, pues Heredia, antes que detective, se presenta más bien como un flâneur, un paseante que cruza la ciudad para recordarla porque vive para inventarla. En las portadas de las ediciones de LOM, Gonzalo Martínez lo dibuja como si estuviera ensayando la visualidad posible del noir chileno, pero también el realismo urbano que propone la literatura de Díaz Eterovic.

Entre esos libros destaca Ángeles y solitarios, la cuarta novela de Heredia, que fue publicada en 1996 y que despliega una trama que contiene traficantes de armas, policías viejos y agentes de seguridad de Pinochet retirados. El centro de Santiago brilla como paisaje literario. En el relato, más allá de la trama y sus conspiraciones, lo que importa es el clima de época, que corresponde al de la calle Aillavilú donde Heredia tiene su oficina, al de los bordes del Mapocho y las galerías de Banderas, los locales de apuestas y los quioscos de diarios donde aún existe el papel. No debe extrañar que la escena más conmovedora sea una persecución en el Mercado Central. Se trata de un momento clave en la narrativa policial chilena y en ella Heredia ve cómo matan a Solís, un tira viejo que es su amigo.

Leemos: “Baeza sacó su pistola y esgrimiéndola en una suerte de abanico, apuntó con ella a los cargadores. Estos se detuvieron a la espera de los próximos movimientos de los asesinos. Luego todo ocurrió de prisa. Baeza disparó a los pies de los cargadores, y aprovechando la confusión, huyó con sus acompañantes hacia la salida del mercado. Me senté en el suelo humedecido y respiré tan hondo como me lo permitieron mis agitados pulmones. La sangre manchaba mi camisa. Miré hacia los puestos y la imagen de un congrio desollado me pareció el reflejo de mi propia situación. Deseaba estar lejos, evitar las preguntas y abrazarme al cuerpo de Griseta. Tres anhelos inútiles, porque el recuerdo de Solís, maltratado y moribundo, era más poderoso que mis ganas de huir. Los cargadores se acercaron y uno de ellos me pasó un estropajo para que limpiara mi rostro”.

Gracias a momentos como éste el policial local encuentra su propia lengua en la voz quebrada de Heredia. Díaz Eterovic escucha a la ciudad y hace que esta le corresponda con una poesía violenta y triste. Con eso, convierte a la ficción en un paisaje sentimental; que es el de un país de ciudadanos habitados por la melancolía y la rabia; un país de fuentes de soda, de exiliados que no vuelven a ninguna parte; de viejas canciones que rebotan en el gesto de la sombra.

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