por Álvaro Bisama I 21 Noviembre 2024
La artista catalana Roser Bru (1923-2021) se dedicó en la segunda mitad de los 70 a pintar, dibujar y grabar el rostro de Franz Kafka. Residente en Chile desde su llegada en el Winnipeg, en 1939, Bru tiene un trabajo continuado e imprescindible sobre él y más escritores: Virginia Woolf, Enrique Lihn, Ana Frank, César Vallejo, García Lorca, Miguel Hernández y José Hernández, el autor del Martín Fierro. En buena parte de esas imágenes vemos los rostros de los autores sobre un fondo blanco, cruzado por líneas diagonales, muchas de ellas cortadas, e intervenido con manchas de colores o tinta, cintas adhesivas, puros trazos que parecen esfumarse dentro del papel. Las caras son reliquias rescatadas, que parecen flotar para restaurar una memoria que está siendo borrada y, con eso, la artista subraya tal vez la necesidad de volver a una obra que debe ser releída.
Muchas veces, también, esos rostros están abocetados, como si fueran apuntes que son salvados del olvido, de la nada. Que buena parte de esas obras hayan sido creadas en los primeros años de la dictadura solo aumenta la sensación de urgencia y desamparo que proponen. La suma de todas esas imágenes cristaliza en un diario de lecturas de Bru, una lista que se vuelve pública, dolorosa e inevitable. No es raro: los retratos o fotografías de los escritores poseen el atractivo de un misterio posible. “El rostro del escritor representa, la superficie de la obra. Nos proporciona una pista sobre el misterio que la obra encierra. ¿O es en el rostro donde está el misterio?”, decía una fotógrafa en Mao II, la novela de Don DeLillo.
Bru, que recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas en 2015, trabajaba con fotografías o, mejor dicho, con sus restos, en una nómina donde Kafka oficia como un centro posible, como obsesión que permanece a lo largo de los años. Hay algo perturbador con el modo en que Bru reproduce sus rasgos: la nariz y los ojos son lo único que permanece o sobrevive de su semblante y su mirada que inspecciona lo humano, como si fuese capaz de atisbar sus pesadillas para luego convertirlas en literatura. Para Bru, al fondo de estas imágenes está la posibilidad del exterminio, el campo de concentración donde terminó Ana Frank y Milena Jesenská, la periodista con quien Kafka sostuvo una relación epistolar intensa, apenas interrumpida por un par de encuentros en persona que pudieron —para ambos— ser tanto una colección de promesas como una cita con el desastre.
“Kafka: el campo de concentración en una mirada que no lo conoció”, anotó Adriana Valdés en el catálogo de esa muestra de 1977, en cuya portada aparecía una pequeña fotografía del checo arriba de una imagen de Auchtwitz. Y Nelly Richard también escribió en dicho catálogo: “Todos los retratados condensan, en su pose, la expresión definitiva de un destino no solo individual, sino colectivo, puesto que pasa por la Historia. La fatalidad de dicho destino está absorta sus ojos, en la dirección primera de sus ojos fotografiados, frente a la cámara, la dirección segunda de sus ojos ahora pintados, frente a nuestros ojos de espectadores de la pintura de Roser Bru”.
“Era tímido, medroso, dulce y bueno, pero los libros que escribió son crueles y dolorosos. Veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido”, anotó Milena sobre Kafka, al que llamaba Frank, en un obituario que escribió sobre ese amor perdido y muerto. “Conocía el mundo de manera insólita y profunda, y él era también un mundo insólito y profundo”, agregó.
Salvo este texto y unas cartas que le envió a Max Brod, no se conserva algo más de su relación con el autor de La metamorfosis. Esa ausencia es una obra completa. La mirada reemplaza la palabra, es la palabra, y Bru la entiende como el lugar donde podemos encontrar su voz en medio del vacío y la ausencia. De este modo, recupera sus rostros y traza líneas posibles entre ellos. Ese álbum de familia recupera sus rostros en medio de la dictadura de Pinochet para entenderlos como fantasmas que llaman a otros fantasmas, mientras adivinan la violencia y el olvido sobre los cuerpos y vidas, comprende la condición especular de los horrores del siglo XX al modo de una pesadilla recurrente. Como dijo Lihn en una frase tan citada como concluyente acerca de la obra visual de Bru: “Ha pintado tan abundante e insistentemente, que lo hace con una mano de ángel (pegado al ojo de la cerradura del infierno)”.