por Álvaro Bisama I 28 Noviembre 2024
Habría que replantear el lugar que tiene en nuestro imaginario fantástico la literatura de ovnis que pobló el campo cultural chileno en la década del 80: esa biblioteca repartida en libros, folletos, suplementos dominicales, programas televisivos. Eran los años del Cometa Halley, de las operaciones mediáticas más elaboradas o delirantes. Buena parte de ese material estaba constituido por reportajes que en realidad eran especulaciones mezcladas con historias de terror. Se trata de un corpus hecho de versiones superpuestas de la verdad, de hechos condenados a la manera de Charles Fort. La condición borrosa de las imágenes de avistamientos se complementaba con la precisión de las ilustraciones de cosmologías espaciales completas; el archivo de documentos silenciados con la narración casi cotidiana de lo extraño; y los testimonios pavorosos sobre el secuestro y tortura de ciudadanos por parte de invasores extraterrestres. Una literatura de quiosco que funcionaba como otra crónica roja: cuerpos en peligro, pánico público y privado, persecuciones en la carretera que no podían tener otra cosa que un tono ominoso, mitologías privadas de los restos de la New Age; la sospecha de que era posible encontrar los ecos de una conspiración hecha de los hilos secretos del mundo o de la realidad.
Los libros del español J. J. Benítez brillan en ese firmamento inverosímil como biblioteca popular en los años de la dictadura. Ahí están los relatos sobre su relación con Misión Rama y la familia del peruano Sixto Paz, un ensayo sobre la condición radiactiva de la Sábana Santa de Turín, que contiene además una entrevista imposible a Jesucristo (El enviado, de 1979) y, sobre todos ellos, la saga de 12 libros de Caballo de Troya, que comenzó a publicar en 1984. Best seller inmediato, acá la especulación ufológica se une al delirio milenarista: un astronauta viaja en una máquina del tiempo hasta los tiempos la crucifixión.
En términos locales, todo se une o explota quizás en el caso del cabo Valdés, el que puede ser narrado como un cuento de fantasía o de terror. Va así: sucede en la pampa nortina, a unos kilómetros de Putre, en abril del 77. Unos militares prenden una fogata, matan el tiempo. Es una noche tranquila. Armando Valdés, 23 años, está a cargo del grupo. No sucede mucho hasta que ven una luz. La luz está a un kilómetro y medio, y sube y baja de un cerro cercano. Luego, llega otra luz ovalada y se acerca hasta llegar a 500 metros de ellos. Valdés les dice que apaguen el fuego. El fuego los vuelve un blanco fácil. Lo hacen. La luz se les acerca. Le piden al fenómeno que se identifique. Hace frío, la pampa de noche es dura, deben haber menos de 10 grados bajo cero. La luz ya está a más o menos a cuatro o cinco metros de los militares. Entonces el cabo Valdés se acerca a ella. Avanza hacia la luz y desaparece. Eso quizás lo definirá: un hombre que entra en alguna clase de luz. Sus compañeros lo llaman a gritos. Nadie responde. Se ha ido. Pasan cinco, 10, 15 minutos. No se ve nada. Entonces, vuelve. Valdés aparece. Le ha crecido la barba y su reloj está adelantado en cinco días. No recuerda lo que pasó, ni sabe dónde estuvo. Solo dice: “Ustedes no saben de dónde venimos ni quiénes somos”. Luego se desmaya. Minutos después de que Valdés se va a negro, uno de los militares se topa con algo que brilla cerca. No se lo cuenta a nadie. Hay más evidencias. Marcas en el suelo donde la tierra parece haber sido extraída, cañones de fusiles que una fuerza ha doblado y retorcido.
Más tarde Valdés y sus hombres identifican las luces ovaladas como ovnis, a partir de unas fotografías de la NASA. Luego los separan, no dejan que se junten de nuevo. Un decreto les prohíbe hablar del caso. A Valdés lo amenazan, le dicen que si cuenta, lo matan. El caso se vuelve famoso. Pinochet se interesa, alguien compila un expediente secreto. J. J. Benítez se lo pregunta en 1988. Esta historia se la cuenta a Iker Jiménez. Pinochet le dice que Valdés estaba loco, que no había pasado nada. También le cuenta que los estadounidenses lo siguen y que graban sus conversaciones. Mientras está con Benítez, Pinochet habla por teléfono. Benítez quiere los papeles del caso. Pinochet sigue negando todo. El encuentro termina.
Al día siguiente aparece un militar en el hotel de Benítez y le entrega un paquete con los documentos. Pinochet se lo manda. A esas alturas, Benítez ya ha hablado con Valdés y la patrulla. La documentación confirma que los militares han investigado el caso, que les interesa. Ya no importa la verdad. Benítez también dirá que una familia que vive cerca del lugar del encuentro recogió objetos que botó la luz que abdujo a Valdés. Algunos de sus miembros se murieron de cáncer, agregará. Valdés cambia su historia una y otra vez. Apila verdades. Miente. Dice la verdad. Miente. No podemos saberlo. Al final cuenta que nunca lo abdujeron, pero que sí vio un ovni cuando salía a orinar.
No hay verdad, solo literatura, la de una anécdota que se deforma porque se le van agregando cosas, los detalles se inventan como una falsa memoria, como una ficción inesperada; acaso puros fragmentos perdidos de la trama de la realidad.