por Álvaro Bisama I 23 Enero 2025
Una lectura de la obra de Enrique Lihn (1929-1988) podría arriesgar una vista inesperada de su poesía como una sola gran obra, un solo gran proyecto, desarrollado por décadas en diversos soportes y formatos, acicateado por urgencias y coordenadas vitales y políticas, muchas de ellas complejísimas. Al fondo, su voz cambia pero a la vez permanece, como si fuese una imagen que nos persigue como uno de nuestros fantasmas predilectos. Sus poemas están construidos a partir de paradojas y en ellos la risa cruel que aparece no es otra cosa que una forma de rebelión íntima. Lihn es dueño de un estoicismo sardónico, que contiene una sabiduría mutante, muchas veces inútil, siempre incómoda. Del poema al cuento, del ensayo al cómic, del lirismo privado a los ecos bizarros de lo público; de las piezas de la infancia a las calles del centro, del Parque Forestal a La Habana y Nueva York, del yo quebrado a las máscaras delirantes del imposible Gerard de Pompier, de la novela desquiciada (La orquesta de cristal) a un cómic más extremo aún (Roma, la Loba), lo lihniano se presenta como una serie de escrituras situadas cuyas esquirlas permanecen como epigramas, fragmentos de algo que ha explotado en las cercanías (aunque no sabemos qué), al modo imágenes que tratamos de resolver y que quizás pueden componer un texto único donde no importan los nombres específicos de cada poema, que no puede sino estar roto para dudar de sí y con eso de las formas del lenguaje y el sentido del mundo.
Acá, algunos de esos pedazos.
Dice Lihn:
Estos señores son mi espejo del tiempo esas señoras son mi memento mori. Todos seremos retóricos. La imaginación no es un buen guía para internarse en realidades que la sobrepasan. Ellas la obligan a volar en el vacío, lo que es igual que cortarle las alas y encerrarla en la jaula del loro. A la palabra que efectivamente presenta en sus vocales y diptongos como una carne, la ronda el silencio como la muerte a la carne. Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas. No hay nombres en la zona muda. El estilo es el vómito. Todas, todas estas pobres historias diurnas no son sino desgarradoras. Palabras que se acoplan unas a otras hasta perder el sentido en esos excesos. En eso de mirar hay un peligro inútil fuera de que no hay nada que ver en la mirada. Nada se pierde con vivir, ensaya: aquí tienes un cuerpo a tu medida, lo hemos hecho en la sombra por amor a las artes de la carne pero también en serio, pensando en tu visita para ti o para nadie. Basta, cierre los ojos; no se agite, tranquilo, basta, basta. Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte. La mariposa no puede recordar que ha sido oruga así como la oruga no puede adivinar que será mariposa porque los extremos del mismo ser no se tocan. La vida es un mojón que te tiran a la cara. Nunca salí del habla que el Liceo Alemán me infligió en sus dos patios como en un regimiento. Si el paraíso terrenal fuera así igualmente ilegible el infierno sería preferible al ruidoso país que nunca rompe su silencio, en Babel. La irrisoria noche de paz, la ridícula noche de amor sigue endulzándose a medida que pasa pero yo estoy metido en esta guerra y si me apoyas no firmaré nunca la paz tampoco esta noche que nos separa de un tajo aunque parezca indolora, aunque parezca indolora. Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo. Su basural es mi panteón mientras no se lleven los cadáveres. Nadie escribe desde el más allá. Las memorias de ultratumba son apócrifas. Nada es lo bastante real para un fantasma. La nada que está en todo como el sol en la noche y soy mi propia ausencia frente a un espejo roto. Que otros, por favor, vivan de la retórica. Nosotros estamos, simplemente, ligados a la historia pero no somos el trueno ni manejamos el relámpago.