Winétt

por Álvaro Bisama I 12 Diciembre 2024

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A pesar de construir un diálogo permanente con la poesía de su esposo Pablo, la literatura de Winétt de Rokha (1892-1951) resulta muchas veces más compleja y radical que la de él, pues muchas veces se presenta de modo más diverso y múltiple, tanto en lo formal como en lo temático, como si su escritura pudiese tomar la forma de poemas breves, de un lirismo concentrado y preciso, para pasar a textos más extensos, vanguardistas y complejos, expandiéndose sobre el paisaje, inventando nuevos territorios y posibilidades.

Las revisiones de su obra completa (la compilación Suma y destino, de 1951; la edición de su poesía reunida que hizo Javier Bello el año 2008) resultan siempre provocadoras y sorprendentes e invitan a preguntar y responderse cuáles son los caminos que recorrió la escritura de Winétt en el contexto del siglo pasado, cómo fueron las relaciones que entabló con la política y los afectos, en qué consistió su forma de leer la tradición y cómo construyó un estilo que administró los silencios al lado de los estallidos, como si su lirismo fuese una constante mutación o una pregunta permanente; una evolución que quizás también se correspondió con la de la poesía en la primera mitad del siglo XX.

Si bien su obra más relevante puede ser El valle pierde su atmósfera (1949), me parece que Oniromancia (1943) resume con mayor eficacia las coordenadas de su escritura. Entre los poemas de este último libro destaca “Domingo Sanderson”, que es una viñeta que funciona de memoria sobre la silueta de su abuelo, políglota y traductor. Se trata de un poema que habla de literatura y que se abre con una imagen casi fantástica, donde la hablante contempla para sí todos los tiempos y de ellos elige recordar a Sanderson. “Inútil añoranza, inútil afán de insecto laborioso y alas de agua, / vidas que se precipitan del cerebro al mar y del mar al cerebro, / allí estáis vosotros, aquí estamos, allí estaréis vosotras un largo año”, escribe.

Lo que emerge ahí, antes que una celebración o una postal idílica de una vida familiar perdida, es básicamente una especie de retrato contrahecho, una suerte de maldición sobre la biblioteca y los libros. “Porque una vez, entre siglo y siglo, / vivió y murió entre libros y sueños, entre libros y espanto, / entre libros y brujería, y demonio y sacrilegio, / en el cual Voltaire, enfundado en una roja capa muerta, / miraba enjuto y pálido, lleno de ángulos y fosforescencia prohibida, / —libros y sueños, libros y libros— maldición y conjuro”, escribió.

Hay una belleza frágil y feroz en este apunte de familia. También algo de ajuste de cuentas, como si un mito dibujado en la intimidad debiese ser escrito para ser resuelto, volviendo a la literatura una estación terminal, un punto de arribo —y de no retorno— que convoca los fragmentos de lo perdido y de lo silenciado, el alfabeto de lo que no debe ser recordado. En el poema, y quizás en Winétt, la memoria y la biblioteca existen casi como agujeros negros, como si habitase en ellos el vértigo y el peligro, la sensación terrible de que estamos ante un universo íntimo quebradizo, acaso una puerta que se abre a la soledad y la mudez, con la posibilidad del olvido. “LOS SUYOS, maldicen el cadáver; / los libros amontonados no hablan, / los libros deshojados como castaños, son quemados, / y el cuerpo solo, marmóreo, inmutable, desciende solo y sin libros, / solo, absolutamente solo, inútilmente solo, / con el abecedario entre los dientes”, escribe.

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