Silencio

por Álvaro Bisama I 10 Octubre 2024

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A veces es imposible no recordar el silencio literario de Alberto Blest Gana, que murió en su cuarto del lujoso Hotel Majestic en París, a fines de 1920. Eso porque él, que era el más conocido o el más importante narrador del siglo XIX chileno, dejó de publicar ficción por tres décadas, desde 1867 a 1897. Antes había editado varios libros —entre ellos Martín Rivas, de 1862— que supusieron la idea de que en Chile la novela podía llegar a ser un arte mayor y una forma posible de una lengua nacional.

Mal que mal, el escritor había publicado más de una decena de obras entre 1853 y 1863. Balzac lo había cambiado para siempre, luego de que lo leyese cuando era un joven militar que aprendía sobre cartografía en su primer viaje a Francia, en ese rol de soldado del que se desprendió apenas pudo cuando volvió a Chile. “Desde que un día en que leyendo a Balzac hice un auto de fe en mi chimenea, condenando a las llamas las impresiones rimadas de mi adolescencia, juré ser novelista o abandonar el campo literario si las fuerzas no me alcanzaban para hacer algo que no fuesen triviales y pasajeras composiciones”, le confesó a un amigo.

En 1867, Blest Gana salió de nuevo del país para volverse embajador en París y Londres, y no volvió nunca más. Sus labores lo absorbieron a tal punto que dejó de publicar ficción, en una vida diplomática que ahora puede leerse como una mezcla de glamour decimonónico y circo pobre americano. O sea, le tocaron los días incendiarios de la Comuna de París (que siguió desde fuera de la ciudad); las conspiraciones inverosímiles de Orélie Antoine de Tounens, francés auto declarado Rey de la Araucanía; la vida social y el chisme diario de los rastacueros criollos; algún asunto espinoso con el Vaticano; los ajustes de cuentas de la cancillería chilena; y operaciones de inteligencia con astilleros y bancos y financistas en los años de la Guerra del Pacífico.

Por supuesto, hay cierta belleza en esa paradoja de que sea cierta mudez lo que define al más clásico de nuestros novelistas. Pero Blest Gana siempre fue una trampa esperando ser descifrada. Jaime Concha, que escribió el ensayo definitivo sobre Martín Rivas (“Martín Rivas o la formación del burgués”, de 1972), supo alejarlo de las lecturas más bien hagiográficas de Alone y Silva Castro (además del didactismo veloz de Poblete Varas), que lo ungían como un padre fundador. Concha, en cambio, lo coloca en tensión con su época para, desde ahí, subrayar la complejidad de su mirada. En esos tiempos, Blest Gana ya no escribía —o no publicaba—, porque estaba lejos, pues no le alcanzaban el tiempo ni el dinero, y quizás miraba todo desde una lejanía que lo emparentaba con escritores como el jesuita Lacunza o, más tarde, Carlos Droguett. Se encontraba en una especie de limbo mudo, silencioso, que no podía pensarse sin las marcas de la distancia y el abandono, acaso con las imágenes del pasado desvaneciéndose, no sin dolor, al otro lado del océano y del recuerdo. Por supuesto, este resumen es mínimo y quizás terrible, porque en aquel silencio, hecho de recuerdo y desarraigo, Chile era una ficción que le llegaba a pedacitos, en cuentagotas, vía cables telegráficos o por medio de las cartas que le enviaban sus amigos o las conversaciones que mantenía con los chilenos que pasaban por la legación, con quienes evocaba memorias y detalles. De este modo, sus viejos libros crecían en su ausencia dentro el extraño páramo de la novela decimonónica chilena, donde eran populares las novelas históricas de Liborio Brieba, fracasaba la ficción de Lastarria y Pérez Rosales hacía de su picaresca vital una narrativa trepidante.

Por eso, cuando dejó las labores de embajador y publicó en Francia Durante la Reconquista (1897) y El Loco Estero (1909), su escritura ya había cambiado irremediablemente. La novela, como género, era lo que lo unía a lo perdido, pues era la escritura de la ficción lo que permitía abrazar e hilar los jirones de todos esos recuerdos propios o ajenos, literarios o reales, familiares o públicos. Era como si esos libros le dieran permiso para volver a sí mismo y recuperar la palabra, que en su caso podía ser también algo parecido a recuperar la vida. Para él, quizás funcionaban como un cierre privado para su siglo, al modo de una invención terminal, como si la literatura volviera después de todo: de la vida diplomática y la picaresca de los trasplantados, de la Guerra del Salitre, de la Revolución del 91, de Andrés Bello y Lastarria, de las decenas de tomos de la historia de Chile de Barros Arana; y del derrumbe y la muerte de su hijo Alberto, que había retornado a Chile y que fue miembro de la pandilla de Orrego Luco, Pedro Balmaceda y Rubén Darío.

Al momento de su muerte, uno de sus nietos ya era un aristócrata francés que había peleado en la Grand Guerre y a él, que recibía a los chilenos que los visitaban en el Majestic, no le quedaba ser otra cosa que ser un símbolo de un tiempo pasado, otro anacronismo de esa vida que los sudamericanos eran capaces de inventarse en Europa. Porque Blest Gana falleció después de la muerte de Rubén Darío y un par de años antes que la de Marcel Proust, en plena explosión de las vanguardias y acá, en Chile, después de la Pedro Antonio González (que pareció extinguirse en el delirium tremens), Carlos Pezoa Véliz (que terminó como un cuerpo quebrado en un hospital en el otoño de 1908) y José Domingo Gómez Rojas (encerrado de modo arbitrario en cárceles y manicomios, víctima de la violencia de jueces y médicos, mártir político, en 1920). En otras palabras, Blest Gana murió muy lejos del centenario de Chile, de esa misma república que ayudó a inventar y a la que retornó luego de su mudez de embajador, narrándola como una novela cuya cercanía solo existía como un sueño, como literatura.

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