por Álvaro Bisama I 3 Octubre 2024
Quizás habría que redactar/organizar/investigar un diccionario de imbunches tomando como excusa la manera en que El obsceno pájaro de la noche, la novela de José Donoso, terminó de definir el término como una especie de símbolo total, de metáfora extrema que permitía explicar la cultura y la identidad chilena. Con esto, me refiero a una colección de definiciones, citas y apariciones de este monstruo chilote (o más bien completamente chileno), cuyo cuerpo deformado se despliega como una de las pesadillas recurrentes de nuestro imaginario. Ya sabemos que, en tanto síntesis de una multitud de versiones, se trata de un bebé secuestrado al que se le han cosido los agujeros del cuerpo y se le ha descoyuntado una pierna o un brazo, para convertirlo en el sicario de los brujos de la Recta Provincia o La Mayoría, aquella organización que operó como una suerte de Estado paralelo en Chiloé durante el siglo XIX y que fue desmantelada por el gobierno chileno en 1880.
No se trata es una mera referencia folclórica. El imbunche funciona como una trama que tiene sus puntos de inflexión, sus propios modales de tradición y ruptura. Vuelvo, entonces, a ese catálogo posible y arbitrario, acaso constituido de los merodeos de un signo cuyas versiones se superponen, son ruinas de sentido, fragmentos de espanto.
Pienso en los imbunches de diccionario, en esa lexicografía del espanto que está en el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez (1875), donde se ocupa del origen mapuche del término (ivunche), pero también le sirve para denominar una “enredo, madeja, tanto en el estilo propio como en el figurado” y fustigar a “los espiritistas, esos otros supersticiosos de levita i de sombrero de pelo”. O en el de Rodolfo Lenz (Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de las lenguas indígenas americanas, de 1905-1910), que persigue el término hasta Pedro de Valdivia. O en los Estudios de la lengua veliche de Óscar Cañas Pinochet, de 1905 también, donde aparece consignado el Butamachu, “rey de los brujos, al que también llaman machucho por su extrema fealdad”, y más tarde, el Ivunche, que lo vincula con los Jounches, los cortesanos de Hueñaunca, “suprema divinidad infernal de los chilotes” que vive “retirado como rey del averno, en una caverna cercana a cuya entrada suele este Dios estar sentado en forma de corpulento macho cabrío”.
En esa lista, se me aparece también la narración de Bruce Chatwin, En la Patagonia, de 1977, donde se refiere a una organización llamada La Brujería, “creada para hacer sufrir a la gente común”, y que tiene sedes (comités centrales) en Buenos Aires y Santiago; y que en Chiloé maneja un comité llamado el Consejo de la Cueva, que cede al imbunche al Comité Central “para ceremonias de naturaleza desconocida que se celebran en un lugar ignoto”. Dice Chatwin: “Nadie logra evocar el recuerdo de una época en que no existiera el Comité Central. Algunos sugieren que la secta se hallaba en estado embrionario aun antes de la aparición del hombre. Es igualmente plausible que el hombre mismo se convirtiera en hombre merced a su feroz oposición a la secta”. Y al lado de Chatwin está Alan Moore, que metió en La cosa del pantano n° 27 (1985) al Invunche como el asesino de la Brujería, un aquelarre que aspira a desatar el fin del mundo. Moore tomó las ideas de Chatwin y las usó para apuntalar el imaginario de terror de una franquicia donde, más allá de la violencia ominosa que despliega, también resulta perturbadora la forma en que lo dibujaron Rick Veitch y John Totleben, caracterizado con la piel rosada, calvo y con la mano derecha completa cosida en la espalda. En el cómic, el trazo achurado de los dibujantes hace que las sombras parezcan cicatrices sobre su piel desnuda, imágenes que regresarán en Nuestra parte de noche (2019), la novela de Mariana Enriquez: “Cuando terminan de quebrarlo todo, le dan vuelta la cabeza como en un torniquete hasta que queda mirando desde la espalda, como en El exorcista (…) Debe caminar como un bicho medio pisoteado”, dice un personaje acerca de él.
Antes o entremedio, están todas esas polémicas o especulaciones que Joaquín Edwards Bello hizo sobre el monstruo en La Nación, donde debatió cómo debía escribirse (con NV o MB; de hecho, él se decidía por la primera forma); además lo usó para hablar del invuchismo de nuestra arquitectura (el puente Manuel Rodríguez le parecía el más feo de la “ciudad imbunche”) y para terminar confesando que su “archivo araucano” era “como la discusión, como el tema y como el resultado: un invunche”.
Para cerrar este punto, se me ocurre otra caracterización, más cercana y dolorosa, que corresponde a la muestra Imbunches, que Catalina Parra realizó en la Galería La Época, de 1977, donde cortó y zurció pedazos de noticias de diarios como si fuesen pieles masacradas más allá de cualquier reconocimiento y que exhibían desde la violencia a la que habían sido sometidas, puros fragmentos deformados del presente. Anotó Eugenio Dittborn, a modo de poema, en el catálogo (que incluía las citas a los diccionarios de Rodríguez y Lenz, además de la novela de José Donoso), sobre estos imbunches: “Desgarrados a viva fuerza tejidos epitelios membranas y tegumentos de poca consistencia, unir con hilo de cualquier clase generalmente enhebrado en aguja”. Antes había indicado: “En el cruce de una lesión y su cicatriz, remodelada, imbunches de catalina parra son la memoria sismográfica de una perturbación sin término”.
Las imágenes del trabajo de Parra son elocuentes y quizás contienen las otras definiciones del imbunche. En todas, la realidad es una cicatriz, la piel de un Chile roto y cosido de nuevo, irreconocible por la violencia. Por eso corta y cose de nuevo, zurce y apila imágenes de padres de trillizos recién nacidos, de noticias sobre empleo o cesantía, de hombres desfallecientes en camillas, de cuerpos apilados, durmiendo en un galpón o desplomados sobre el agua en retazos hilados de líneas rojas, de bolsas o sacos amarrados en sus puntas como si adentro estuviese un hombre del que queda una silueta desfigurada en la oscuridad interior, un cuerpo que solo puede existir dentro de la sombra.
Fotografía: Carla McKay.