por Walter Benjamin I 3 Mayo 2024
Ustedes seguramente creen que conocen a los perros. Pero yo creo que si ahora les leo la descripción más famosa del perro, les pasará lo mismo que a mí cuando la descubrí. Lo que me dije en ese momento fue que si en esa descripción no hubiese aparecido la palabra “perro” o “perra”, tal vez no hubiera adivinado a qué animal se refería. Así de nuevas y extrañas se ven las cosas cuando un gran científico pone en ellas su mirada tal como si nadie lo hubiera hecho antes. Ese científico es Carl Linneo. El mismo que conocemos de la botánica y según cuyo sistema se siguen clasificando las plantas aún hoy. Esto es lo que dice él sobre los perros:
Come carne, carroña, harinas, pero hojas no; digiere huesos, vomita tras ingerir pasto; defeca sobre piedra: blanco griego, extremadamente ácido. Bebe a lengüetazos; orina de lado, en buena compañía a menudo cien veces; olfatea el ano ajeno; nariz húmeda, olfato excelente; corre en diagonal, anda en puntillas; transpira muy poco, deja colgando la lengua cuando hace calor; antes de dormir da vueltas alrededor del lugar; dormido escucha con bastante agudeza, sueña. La perra es cruel con los pretendientes celosos; durante el celo se aparea con muchos, a los que muerde; en el apareamiento es profundamente unida; está preñada nueve semanas, alumbra camadas de cuatro a ocho cachorros, los machitos se parecen al padre, las hembritas a la madre. Fiel por sobre todas las cosas; compañero del ser humano; menea la cola con la aproximación del amo, no deja que le peguen; si el amo se va, corre delante de él, en el cruce de caminos se da vuelta a mirar; aprende fácil, rastrea las cosas perdidas, patrulla por las noches, avisa si alguien se aproxima, cuida los bienes, aleja al ganado de los campos, mantiene juntos a los renos, resguarda al ganado y a las ovejas de los animales salvajes, mantiene a los leones a raya, encuentra venados, captura patos, avanza a hurtadillas antes de saltar sobre la red, trae lo que mató el cazador sin comérselo. En Francia le da vueltas al asador, en Siberia tira de los trineos. Mendiga junto a la mesa; si robó algo, mete temeroso la cola para adentro; come ávidamente. En casa es el rey entre los suyos. Enemigo de los mendigos, ataca a los desconocidos sin que lo provoquen. Lamiendo cura las heridas, la gota y los cánceres. Aúlla con la música, muerde la piedra que le tiran; cuando se aproxima una tormenta, se indispone y huele mal. Tiene sus problemas con la tenia. Propaga la rabia. Termina ciego, royéndose a sí mismo.
Hasta ahí Linneo. Después de una descripción como esta, la mayoría de las historias que se cuentan cotidianamente sobre perros parecen un poco aburridas y comunes. En todo caso, no pueden competir con este relato ni en extravagancia ni en lo memorable, y mucho menos se compara con la mayoría de las historias con que la gente busca demostrar la inteligencia de los perros. ¿No es una ofensa para los perros que solo se cuenten de ellos historias que buscan demostrar algo? ¿Es que son interesantes únicamente como especie? ¿No será que cada uno de ellos es un ser único y especial?
Ni un solo perro es igual a otro, ya sea corporal o espiritualmente. Cada uno tiene sus propias costumbres o malas costumbres. A menudo son lo exactamente opuesto el uno del otro, por lo que constituyen un tema inagotable de conversaciones sociales para sus dueños. ¡Cada dueño tiene el perro más listo! Pero si alguno cuenta de su perro alguna travesura perruna, entonces cada perro se convierte en tema para un estudio de carácter, y si ha vivido alguna experiencia curiosa, sirve para una historia de vida. Incluso en su muerte aparecen particularidades.
De estas particularidades oiremos algunas ahora. También los otros animales tienen sin dudas muchas cosas curiosas, cada uno por separado, cosas que no se encuentran de esa misma manera en toda la especie. Pero el hombre no puede observarlas con tanta claridad y variedad como en los perros, porque con ningún animal se ha relacionado tan estrechamente (salvo tal vez con los caballos). Antes que nada, está eso: la gran victoria que consiguió el hombre hace miles de años frente el perro, o mejor dicho frente al lobo y el chacal. Pues a partir de que ellos se dejaron someter y domesticar se desarrollaron los primeros perros.
Claro que, al referirnos a estos perros antiquísimos, que aparecieron a fines de la Edad de Piedra, no podemos pensar en nuestros perros domésticos o de caza. Debemos pensar más bien en los perros semisalvajes de los esquimales, que durante meses se procuran la comida por sí mismos y se parecen en todo sentido al lobo ártico. O debemos pensar en los temibles perros siberianos de los kamchatkas, maliciosos y mordedores, que según la crónica de un viajero no le tienen el menor amor ni fidelidad a su amo, sino que todo el tiempo intentan matarlo. De este tipo debe haber sido el perro doméstico en sus inicios. Más tarde, por efecto de los castigos, los perros volvieron en algunos casos a su antiguo salvajismo, sobre todo los dogos, y su sed de sangre llegó a recrudecer respecto de la que tenían en su estado primitivo.
Aquí la historia del más famoso entre los perros sanguinarios, el así llamado Becerrillo. Lo encontró el español Hernán Cortés en su conquista de México y lo adiestró de la forma más abominable.
En el pasado se utilizaba al bulldog mexicano de manera atroz. Se lo adiestraba para atrapar hombres, derribarlos e incluso matarlos. Ya en la conquista de México los españoles utilizaron este tipo de perros, y uno de ellos, llamado Becerrillo, cobró fama, o mala fama. Si pertenecía a los auténticos dogos cubanos, a los que se consideraba un bastardo del bulldog y del perro de presa, es algo que ya no podemos determinar. Se lo describe como de tamaño mediano, de color rojo, pero negro alrededor del hocico negro y hasta los ojos. Su temeridad e inteligencia eran extraordinarias. Gozaba de un alto rango entre todos los perros y recibía el doble de comida que los demás.
Durante los ataques solía precipitarse sobre la parte más densa de la masa de indios para tomarlos del brazo y llevárselos. Si le obedecían, el perro no les hacía nada, pero si se resistían a ir con él, al instante los tiraba al suelo y los estrangulaba. Sabía distinguir perfectamente a los indios enemigos de los que habían capitulado, a los que no tocaba nunca.
Pero por muy cruel y furioso que fuera este perro, a veces se mostraba mucho más humano que sus amos. Una mañana, según se cuenta, el capitán Jago de Senadza quería darse el cruento gusto de hacer que Becerrillo destrozara a una vieja prisionera india. Le dio a ella una carta con el encargo de llevársela al gobernador de la isla. Presuponía que el perro, al que soltaría no bien la vieja se marchara, atraparía a la anciana mujer y la despedazaría. Cuando la pobre y débil india vio al furioso perro lanzándose sobre ella, se sentó sobre la tierra y, presa del miedo, le rogó con palabras conmovedoras que le perdonara la vida. Le mostró la carta, asegurándole que debía llevársela al comandante para cumplir con su encargo. El furioso perro quedó desconcertado ante estas palabras y, tras reflexionar brevemente, se acercó cariñoso a la vieja.
Este suceso llenó de asombro a los españoles y les pareció sobrenatural y misterioso, lo cual explica probablemente por qué el comandante liberó a la vieja india. Becerrillo terminó su vida en combate contra los caribes, que lo mataron mediante una flecha envenenada. Es fácil entender por qué a los pobres indios esos perros les parecían los asistentes cuadrúpedos de los diablos de dos piernas.
De un tipo de dogo que vagabundea en manadas salvajes por Madagascar se cuenta la curiosa historia que sigue:
En la isla de Madagascar vagan grandes manadas de perros salvajes. Su enemigo acérrimo es el caimán, por el que solían ser devorados muy a menudo cuando nadaban de orilla a orilla. En años de lucha contra la bestia, los perros inventaron un truco que les permite mantenerse a distancia de sus fauces. Antes de emprender sus excursiones a nado, se reúnen en grandes cantidades en la orilla y alzan un fuerte ladrido conjunto. Atraídos por ello, todos los aligátores que se encuentran en la proximidad emergen del agua con sus enormes cabezas en el sitio donde se encuentra la jauría. En ese instante, los perros galopan un trecho junto a la orilla y cruzan el agua sin peligro, pues los pesados aligátores no logran seguirlos con la misma velocidad. Es interesante observar que los perros foráneos, que llegaron a la isla con los colonos, cayeron presa de los caimanes, pero que más tarde también su descendencia se salvó de esa muerte segura mediante el truco de los perros vernáculos.
Así es como los perros salen del paso. ¡Y cuántas veces han ayudado a salir del paso a las personas! Pienso en los antiquísimos quehaceres humanos, en la caza, las guardias nocturnas, las migraciones, la guerra. En todo eso el perro ha colaborado con el hombre en las más variadas épocas de la historia y en los países más apartados de la tierra. Tenemos, por ejemplo, algunos pueblos primitivos, como los habitantes de la ciudad griega de Colofón, que mantenían grandes manadas de perros debido a las guerras. En todas sus batallas, los perros eran los primeros en atacar.
Pero pienso no solo en el papel heroico de los perros en la historia, sino también en su rol dentro de la sociedad o en la ayuda que le brindan al hombre en mil cosas de la vida cotidiana. Ahí las historias no tienen fin. Les contaré solo tres muy breves: la del perro con botas, la del caniche del coche y la del perro funerario.
En el Point-Neuf de París había un pequeño lustrador de botas que le había enseñado a una perra caniche a hundir sus patas gordas y peludas en el agua para luego apoyarlas sobre los pies de los transeúntes. Si la gente gritaba, el lustrador de botas se presentaba y de esta forma conseguía aumentar sus ingresos. Mientras el taburete estaba ocupado por alguien, la perra se mantenía tranquila, pero cuando se liberaba, empezaba la historia desde el principio otra vez.
Brehm cuenta que conoció un caniche cuya inteligencia daba verdadero gusto. Estaba adiestrado para todo lo posible y entendía cada palabra, por así decirlo. Su amo podía mandarlo a buscar diversas cosas, y él siempre se las traía. Si le decía: ‘Ve, busca un coche’, el perro corría a la parada de los carruajes de alquiler, saltaba dentro de uno de ellos y ladraba hasta que el cochero se dispusiera a partir. Si el cochero no iba en la dirección correcta, el perro empezaba de nuevo a ladrar y llegado el caso corría delante del coche hasta la puerta de su amo.
Un periódico inglés cuenta lo siguiente: en Campbelltown, en la provincia de Argyllshire, todos los cortejos fúnebres que marchan desde la iglesia hasta el cementerio van acompañados, con muy pocas excepciones, por un silencioso deudo en forma de un enorme perro negro. Siempre ocupa su lugar junto a las personas que marchan directamente detrás del féretro y escolta el cortejo hasta la tumba. Una vez arribados, permanece allí hasta que se extinguen las últimas palabras de las oraciones fúnebres, luego da la vuelta solemnemente y abandona a paso lento el camposanto. Este curioso perro parece saber instintivamente cuándo y cómo tienen lugar las exequias, pues siempre se presenta en el momento justo. Como hace ya años que cumple con este deber, que él mismo se impuso, su presencia se considera algo de lo más normal; incluso llamaría la atención si no participara. Al principio siempre lo echaban de la tumba abierta junto a la que se apostaba, pero él igual aprovechaba la próxima oportunidad para juntarse otra vez con los que iban de luto. Al final desistieron de intentar ahuyentar al silencioso can que traía su pésame y desde entonces participa oficialmente de todo cortejo fúnebre. El caso más extraño fue la vez en que arribó al puerto un vapor con un cadáver y con los que asistían al funeral, y el perro funerario acudió al lugar correcto a esperar el desembarco para luego acompañar el cortejo hasta el cementerio.
¿Sabían, dicho sea de paso, que existe un diccionario de perros famosos? Lo hizo un hombre que siempre se ocupa de las cosas más chifladas; por ejemplo, compuso un diccionario de zapateros famosos, un libro entero con el título La sopa y otros textos igual de estrafalarios. El libro de los perros es muy útil. Allí están todos los perros de los que se ha hablado en la historia, además de los que inventaron los poetas. En este libro encontré la bella y auténtica historia del perro Medoro, que participó de la revolución parisina de 1831 y la toma del museo del Louvre, donde perdió a su amo. La contaré ahora para finalizar, tal como la escribió el poeta Ludwig Börne:
Pasé de la coronación de Napoleón a otro espectáculo, que le dio más satisfacciones a mi corazón. Visité al noble Medoro. Si en esta tierra se recompensara la virtud con títulos honoríficos, entonces Medoro sería el rey de los perros. Escuchen su historia.
Tras la toma del Louvre, en julio, los ciudadanos que murieron en la batalla fueron enterrados en la plaza delante del palacio, del lado donde están las maravillosas columnas. Al colocar los cadáveres sobre carretas, con el fin de llevarlos hasta la tumba, un perro saltó sobre uno de los carros emitiendo lamentos que partían el alma. Siguió sobre el vehículo hasta la gran fosa donde se arrojaban los cadáveres. Solo con mucho esfuerzo lograron sacarlo, pues ahí dentro lo hubiera quemado la cal esparcida, antes aun de que lo tapara la tierra.
Ese era el perro al que luego el pueblo le puso el nombre de Medoro. Durante la batalla permaneció siempre junto a su amo y sufrió heridas. Desde la muerte de su amo, no volvió a abandonar la tumba, gimiendo día y noche alrededor del tabique de madera que cercaba al estrecho cementerio, o lloriqueando de un lado al otro frente al Louvre. Nadie le prestaba atención a Medoro, pues no lo conocían ni adivinaban su dolor. Su amo era seguramente un forastero que había llegado a París por aquellos días, había luchado desapercibido por la libertad de su patria, había muerto desangrado y lo habían enterrado sin nombre.
Solo después de algunas semanas se fijaron en Medoro. Había enflaquecido hasta lo esquelético y estaba cubierto de heridas supurantes. Le dieron alimento, pero por mucho tiempo no lo tomó. Finalmente, la insistente compasión de una buena ciudadana consiguió aliviar la aflicción de Medoro. Lo llevó consigo, lo vendó, curó sus heridas y le restableció sus fuerzas. Medoro se tranquilizó, pero su corazón yacía en la tumba junto a su amo. Allí lo llevó su enfermera tras su restablecimiento, y él no ha abandonado ese sitio desde hace siete meses.
Varias veces personas codiciosas lo han vendido a gente adinerada y amiga de las curiosidades; una vez se lo llevaron a treinta horas de París; pero él siempre volvió. A Medoro se lo ve escarbar frecuentemente un pequeño pedazo de lienzo de la tierra, alegrarse al encontrarlo y volver a cubrirlo con tristeza. Es probable que sea un trozo de la camisa de su amo. Si se le da un pedazo de pan o torta, lo entierra, como queriendo alimentar a su amigo en la tumba, y luego lo vuelve a sacar, cosa que se lo ve repetir varias veces por día. En los primeros meses, los centinelas de la Guardia Nacional junto al Louvre se llevaban a Medoro a su garita todas las noches. Más tarde le hicieron construir una cucha propia sobre la tumba.
Medoro ha encontrado ya a su Plutarco, sus rapsodas y sus pintores. Cuando yo llegué a la plaza del Louvre, me ofrecieron venderme la historia de vida de Medoro, canciones sobre sus proezas y retratos de su figura. Por diez centavos compré la inmortalidad entera de Medoro.
El pequeño cementerio estaba rodeado por una gruesa pared de personas, toda gente pobre del pueblo. Aquí yace enterrado su orgullo y su alegría. Aquí está su ópera, su baile, su corte y su iglesia. Poder acercarse lo suficiente como para acariciar a Medoro ya los ponía felices.
También yo logré finalmente abrirme camino. Medoro es un caniche grande y blanco; me agaché para acariciarlo; pero él no me prestó atención. Mi chaqueta era demasiado buena. En cambio, si se le acercaba un hombre con un chaleco o una mujer harapienta y lo acariciaba, entonces contestaba amistosamente. Medoro sabe muy bien dónde debe buscar a los verdaderos amigos de su amo.
Se acercó a él una muchacha joven, completamente andrajosa. A ella le saltó encima, se aferró a su ropa, no la quería soltar. Estaba feliz, se sentía cómodo con la niña. Para pedirle algo no necesitaba antes echarse y tocarle el borde del vestido, como hubiera sido el caso ante una acicalada dama. No importa de qué parte del vestido tirase, siempre había un trapo que le cabía en la boca. La niña estaba muy orgullosa por la confianza que le tenía Medoro. Me escabullí a hurtadillas, avergonzado por mis lágrimas.
Bueno, por hoy hemos terminado con los perros.
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Este texto forma parte del libro Juicio a las brujas (Hueders, 2019), que reúne las crónicas que Walter Benjamin leyó para la radio alemana.