En este artículo publicado a 40 años del golpe de Estado en Chile, el historiador francés sopesa las repercusiones internacionales de este suceso, sobre el que afirma: “Décadas después, el 11 de septiembre de 1973 no ha perdido nada de este valor paradigmático a los ojos de los historiadores y merece plenamente ser considerado como una gran ruptura en el siglo XX latinoamericano, incluso como un verdadero acontecimiento mundial, al igual que el otro 11 de septiembre, el de 2001, en Nueva York”.
por Olivier Compagnon I 26 Septiembre 2023
El año 1973 en América Latina no puede reducirse al golpe de Estado del 11 de septiembre que, en Chile, derrocó al gobierno de Unidad Popular (UP) encabezado por el socialista Salvador Allende Gossens y que sentó las bases de un régimen militar, autoritario y represivo, hecho para durar más de dieciséis años. Dos meses y medio antes, la disolución del Congreso uruguayo por el ejército había puesto fin a un proceso autoritario iniciado en 1968 al formalizar el establecimiento de una dictadura que hasta entonces no se había atrevido a decir su nombre. Del otro lado del Río de la Plata, el mes de junio también estuvo marcado por el regreso a Argentina del general Juan Domingo Perón luego de casi dieciocho años de exilio y por la masacre en el aeropuerto de Ezeiza, en el sur de Buenos Aires, donde peronistas de derecha y de izquierda se enfrentaron violentamente a la hora de recibir al exiliado de 1955. En julio, las elecciones legislativas mexicanas confirmaron una vez más la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, en un régimen político donde la apertura democrática prometida por el presidente Luis Echeverría todavía se esperaba. En Venezuela, donde el oro negro representaba más del 90% de las exportaciones y había sido el pilar de una economía decididamente rentista desde la década de 1920, el shock petrolero de octubre allanó el camino para un crecimiento espectacular de los ingresos fiscales del Estado, reforzó la tendencia estructural a la monoexportación y afianzó aún más la ilusión de una prosperidad perpetua.
Sin embargo, fue principalmente hacia Santiago de Chile donde se dirigieron todas las miradas, en la medida en que el golpe liderado por las fuerzas armadas en el final del invierno austral, incubado con la bendición de Washington, parecía encarnar una serie de desarrollos políticos en marcha en la región a fines de las décadas de 1960 y 1970. Décadas después, el 11 de septiembre de 1973 no ha perdido nada de este valor paradigmático a los ojos de los historiadores y merece plenamente ser considerado como una gran ruptura en el siglo XX latinoamericano, incluso como un verdadero acontecimiento mundial, al igual que el otro 11 de septiembre, el de 2001, en Nueva York.
Un día le bastó a las fuerzas armadas chilenas, aunque reputadas de legalistas a diferencia de la mayoría de sus homólogas latinoamericanas, para derrocar al gobierno de la UP que había llegado al poder en noviembre de 1970 según la más estricta legalidad democrática, dos meses después de las elecciones que vieron a Salvador Allende obtener poco más del 36% de los votos emitidos por delante del candidato conservador, Jorge Alessandri, y el representante de la Democracia Cristiana (DC), Radomiro Tomić. Desde el levantamiento de la armada en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, en el puerto de Valparaíso, hasta el bombardeo del palacio presidencial de La Moneda en pleno mediodía en Santiago, la “vía chilena al socialismo” que estuvo funcionando durante casi tres años —cuyo programa económico y social apuntaba principalmente a reducir la dependencia chilena del exterior y los fuertes contrastes sociales que caracterizan al país— terminó brutal y repentinamente, y provocó una inmensa conmoción en la izquierda internacional.
La victoria de la UP, tres años antes, había despertado un verdadero entusiasmo incluso más allá de las fronteras chilenas, en el sentido de que una transformación política y social radical, como proponía el programa electoral de la coalición, ya no parecía incompatible con la democracia, al contrario de lo que se había podido observar lo largo de la historia de la Unión Soviética desde la década de 1920 o en Cuba en la primera mitad de la década de 1960, a medida que avanzaba la sovietización del régimen castrista. “Al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte [Estados Unidos] formalmente predica”, señalaba Eduardo Galeano, y es en eso que logró reunir a grandes sectores de la opinión mundial, igualmente desilusionada por la revelación de los crímenes del comunismo en el 20º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956 como por las rebeliones abortadas de 1968, que, sin embargo, fue repentinamente reencantada por el viento fresco de la reforma agraria y la nacionalización del cobre sobre una base de constitucionalidad.
En esto, el 11 de septiembre de 1973 representó por primera vez un choque emocional planetario y debe ser pensado como un momento que es tanto más importante en la historia de las sensibilidades políticas contemporáneas cuanto que el suicidio de Allende sumó al martirio de la democracia la tragedia de un destino personal. Más allá de los innumerables homenajes internacionales rendidos en los últimos meses del año al hombre que había intentado conciliar una cultura humanista de la masonería y la ortodoxia del marxismo-leninismo, el escritor colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura en 1982, restauró de manera ejemplar la importancia de este hito generacional en un texto titulado “La verdadera muerte de un presidente”: “el drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre”.
En términos más estrictamente políticos, el golpe de Estado chileno también podría ser visto como una confirmación de que transformar las sociedades latinoamericanas dentro de un marco legal y sin recurrir a la violencia era definitivamente imposible, no solamente por el conservadurismo de las élites nacionales, dispuestas a todo para preservar su privilegios, como lo demuestra, por ejemplo, la odiosa campaña de prensa protagonizada por el diario chileno El Mercurio durante todo el periodo de la UP, sino, sobre todo, por parte de Estados Unidos, que nunca ocultó su hostilidad hacia la UP desde 1970 y participó activamente en la desestabilización del gobierno de Allende financiando a las oposiciones más radicales. Es sobre la base de esta observación que muchas de las guerrillas, que habían florecido en toda la región latinoamericana después de la revolución cubana de enero de 1959, radicalizaron sus acciones: este fue particularmente el caso de los Montoneros en Argentina que, según un testimonio a posteriori de uno de sus principales dirigentes, Roberto Perdía, se sintió definitivamente rodeado tras el final de la UP entre el Uruguay de Juan María Bordaberry, el Paraguay de Alfredo Stroessner, la Bolivia de Hugo Banzer y el Chile de Augusto Pinochet (entrevista mayo 2012). A esta representación sitiada de la historia argentina en la década de 1970 se sumó el hecho de que muchos actores políticos chilenos cercanos a la UP encontraron refugio temporal en Argentina, donde el peronismo acababa de regresar al poder, y ayudaron a difundir del otro lado de los Andes las lecciones a menudo amargas que habían aprendido de los años de Allende.
También es necesario subrayar las múltiples consecuencias políticas que tuvo el golpe de Estado chileno fuera de las fronteras latinoamericanas y que invitan a pensar el 11 de septiembre de 1973 como un acontecimiento mundial. Independientemente de los muchos movimientos de solidaridad que se desplegaron por todo el mundo a favor de las víctimas de la dictadura o del exilio, el caso del comunismo italiano es notable desde este punto de vista ya que es precisamente a la luz de la tragedia chilena que Enrico Berlinguer concibió la lógica de un acercamiento a la Democracia Cristiana. Los tres artículos publicados en la revista Rinascita por el Secretario General del Partido Comunista Italiano (PCI) en las semanas posteriores al golpe de Estado, en efecto, ofrecían una riquísima reflexión táctica sobre la forma en que la UP había conquistado el poder —Berlinguer llamó especialmente la atención sobre la presencia decisiva del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), el ala disidente de la DC, en la coalición—, pero también un análisis de las causas del golpe destacando la ofensiva llevada a cabo en los últimos meses del gobierno de Allende por la DC. Desde el momento en que se enfrentó el PCI, como Allende a fines de la década de 1960 cuando el presidente Eduardo Frei Montalva estaba en el poder, con una DC poderosa, la lección a aprender del caso chileno parecía clara: las fuerzas políticas de transformación social no podían sacudir en profundidad el sistema capitalista sin una mayoría estable y un relativo consenso político, que debía incluir en su seno a los elementos más progresistas de la DC, o incluso a toda la DC si eso era posible. Tales fueron las bases del “compromiso histórico” que, como sabemos, marcó un punto de inflexión decisivo en la historia del comunismo y de la vida política en Italia en los años setenta. En España y Grecia, donde la cuestión de las alianzas políticas era crucial en la perspectiva de un posible final del franquismo y del régimen de los coroneles, en Francia, donde el programa común del 27 de junio de 1972 se había inspirado en gran medida en el programa electoral de la UP, el 11 de septiembre de 1973 también tuvo un impacto mayor que atestigua el alcance transnacional del acontecimiento.
Además, el golpe de Estado chileno representó un punto nodal en la militarización de las sociedades que caracterizó a América Latina entre mediados de la década de 1960 y fines de la década de 1980. Por un lado, constituyó un poderoso eco del episodio guatemalteco de junio de 1954, durante el cual el gobierno democráticamente electo del coronel Jacobo Árbenz, que había iniciado una reforma agraria destinada a crear pequeños campesinos independientes en detrimento de los inmensos intereses de los la empresa estadounidense United Fruit, fue derrocado por un ejército de mercenarios controlados desde Langley por la CIA; o del golpe de Estado brasileño de marzo-abril de 1964, que puso fin a la presidencia reformista de João Goulart e inauguró casi dos décadas de dictadura. Con la salvedad de que la junta militar instalada la noche del 11 de septiembre de 1973 en Santiago también marcó una ruptura en materia de política represiva.
En nombre de la erradicación del “cáncer marxista” y la restauración de los intereses superiores de la nación, que constituían los únicos objetivos de los militares golpistas si se cree en sus primeras alocuciones radiales, el confinamiento inmediato de todos los individuos sospechosos de simpatías con la UP dentro del Estadio Nacional, la ejecución sumaria de miles de activistas —entre ellos el cantante y guitarrista Víctor Jara el 16 de septiembre y el líder del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Miguel Enríquez, el 5 de octubre del año siguiente—, la persecución de los opositores incluso en sus lejanos exilios (como el atentado en Roma contra Bernardo Leighton en 1975 o el asesinato de Orlando Letelier en Washington en 1976), así como la sistematización de la tortura como método de gobierno, instauraron un terrorismo de Estado hasta entonces inédito en su alcance, aunque el Brasil habría experimentado los primeros esbozos desde fines de 1968 y principios de 1969. En total, la violencia perpetrada desde la cúpula del Estado chileno cobró al menos 40.000 víctimas (muertos, desaparecidos y torturados incluidos) y que luego encontraría funestas prolongaciones en la experiencia exacerbada de la dictadura argentina entre 1976 y 1983 (30.000 muertos o desaparecidos), en el plan Cóndor —que pretendía unir los esfuerzos de las dictaduras militares de los años 70 (Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil) en la represión de movimientos y activistas considerados subversivos y antinacionales— o incluso en el contexto de las guerras civiles que desgarraron a casi todos los Estados centroamericanos en la década de 1980.
Si la doctrina de la seguridad nacional que nutrió los regímenes militares de este periodo tuvo sus raíces en reflexiones estratégicas realizadas en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, pero también en el seno de la Escuela Superior de Guerra fundada en Río de Janeiro en 1949 y en la teorización de la guerra contrarrevolucionaria propuesta por el ejército francés en el marco de sus guerras coloniales, ella encontró en el régimen instaurado bajo la dirección del general Augusto Pinochet una sistematización de sus prácticas represivas que tuvo muchos emuladores en los quince años que siguieron. En esto, el 11 de septiembre de 1973 marca un hito en la historia contemporánea de América Latina tanto como en la del mundo entero, ya que los medios de comunicación internacionales —especialmente la prensa (la revista Time publicó en la portada de su edición del 24 de septiembre de 1973 una foto de Allende manchada con un charco de sangre y un artículo titulado “El final sangriento de un sueño marxista”), pero también la televisión— difundieron ampliamente imágenes de rostros ensangrentados y cuerpos postrados en las calles de Santiago o en los bancos del Estadio Nacional. El 11 de septiembre de 1973 fue también un golpe mediático.
Más allá del ejercicio de una violencia masiva por parte del Estado y de la ruptura constitucional que supuso en un país notablemente estable dadas las incertidumbres políticas que ha vivido la región desde la independencia, el 11 de septiembre de 1973 estuvo, finalmente, en el origen de una revolución económica que dotó al gobierno militar con una identidad ideológica que no podía proporcionarle un proyecto político desvalido y que, sobre todo, se difundió ampliamente, hasta el punto de convertirse una década después en el patrón de la buena gobernanza mundial y que, con algunos matices, dura hasta nuestros días.
En la primera mitad del siglo XX, las consecuencias económicas de la Primera Guerra Mundial y la crisis de 1929 habían convencido a algunas de las élites políticas latinoamericanas de los peligros de una dependencia demasiado grande de la exportación de materias primas y la necesidad de desarrollo endógeno. En octubre de 1938, la llegada al poder de un Frente Popular en Chile marcó el verdadero inicio de la intromisión estatal en los asuntos económicos y sociales. Bajo la presidencia del radical Pedro Aguirre Cerda, una serie de iniciativas rompieron con el liberalismo hasta entonces dominante y marcaron el nacimiento de una política pública de desarrollo cuyos resultados fueron palpables en la década siguiente —por ejemplo, en materia de electrificación del país o mecanización de la agricultura. Numerosas medidas en el campo de la educación tendieron también a hacer del Estado un agente de promoción social y democratización, tanto que el Frente Popular sentó las bases, si no de un Estado de Bienestar, al menos de un innegable intervencionismo desarrollista e igualitarista. Los años 1970-1973 en Chile pueden entonces considerarse como el punto culminante de esta secuencia iniciada en la década de 1930: tan pronto como Salvador Allende llegó al poder, el gobierno anuló un aumento reciente en las tarifas eléctricas, lanzó un plan de emergencia que preveía la construcción de 120.000 viviendas, decidió el pago inmediato de los jubilados y otorgó 3.000 becas a niños mapuches para mejorar la integración educativa de la minoría indígena. Más allá de las medidas de emergencia destinadas a satisfacer las expectativas de los más pobres, surgieron algunas áreas importantes con miras a las reformas estructurales. La primera de ellas se asentaba en una suerte de “New Deal” chileno, basado en una redistribución de la riqueza (aumento de salarios, aumento de prestaciones sociales) acompañada de una congelación parcial de precios, que permitía aumentar los ingresos de los sectores desfavorecidos. La fiebre del consumo provocó entonces un reinicio de la producción industrial, una reactivación del comercio y una importante caída del número de desempleados. La profundización de la reforma agraria constituyó el segundo eje importante de la política económica y social de Allende: en base a una ley promulgada por Eduardo Frei en 1967, la UP expropió y redistribuyó en seis meses casi tantas propiedades como había hecho el gobierno democratacristiano. Última parte de esta política de ruptura: un ambicioso programa de nacionalizaciones, en línea con el programa de la UP que pretendía erradicar el capitalismo monopolista, tanto nacional como extranjero. El proceso se inició en diciembre de 1970 en la industria textil y continuó al año siguiente en los sectores bancario, químico, siderúrgico o del carbón —en ocasiones bajo la presión de trabajadores en huelga que ocupaban los locales de sus empresas— para culminar en julio de 1971 con una reforma constitucional aprobada por la unanimidad del Congreso que permitió la completa nacionalización de las minas de cobre.
Más que una ruptura con los tres años de la UP, el golpe de Estado del 11 de septiembre marcó entonces el final de un ciclo de inspiración keynesiana de medio siglo o casi, que había buscado promover una determinada idea de democracia social. Las estrategias intervencionistas fueron reemplazadas por la influencia de las teorías neoliberales desarrolladas en la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago en torno a Milton Friedman. El proceso de importación del monetarismo se inició en la década de 1950 por convenios de colaboración entre la Universidad de Chicago y la Universidad Católica de Santiago, que permitieron a jóvenes estudiantes como Sergio de Castro —ministro de Economía de abril de 1975 a diciembre de 1976, luego ministro de Hacienda hasta abril de 1982— formarse en Estados Unidos en un rechazo radical a los preceptos keynesianos que habían alimentado gran parte de la economía política latinoamericana desde la década de 1930. La acción de los Chicago Boys comenzó con una fase conocida como “ajuste recesivo” (control de la inflación y estabilización monetaria, reducción drástica del gasto público y lucha contra el déficit presupuestario, privatizaciones y reducción considerable de las asignaciones del Estado) que pronto dio sus frutos, ya que la economía chilena vio aumentar considerablemente sus exportaciones, atrajo más que nunca a inversores extranjeros y recuperó tasas de crecimiento espectaculares (9,9% en 1977, 8,3% en 1979). Al confiar los destinos económicos del país a una nueva generación de economistas, el general Pinochet ofreció a los defensores del neoliberalismo un laboratorio de tamaño natural que, a los ojos de instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional o de élites políticas necesitadas de soluciones concretas a la crisis, fue la cura milagrosa. A partir de entonces, el “modelo chileno” se difundió rápidamente en Europa —desde los años de Thatcher en Gran Bretaña a partir de 1979 hasta el giro en el rigor de los socialistas franceses en 1983— y en Estados Unidos durante los dos mandatos de Ronald Reagan, hasta el punto de erigirse en una norma internacional de gobernabilidad a finales de los años 80 y 90, en el marco del “Consenso de Washington”.
Aunque ofrecían perspectivas improbables de recuperación económica en el contexto internacional de la época, estas políticas acarrearon, sin embargo, un costo social muy importante, que incluía la destrucción de los servicios públicos, el empobrecimiento de grandes sectores de la población, la erosión de las clases medias y el crecimiento de las desigualdades en la distribución de la riqueza, que constituyeron los aspectos más visibles. En 1990, el 48,3% de la población latinoamericana —es decir, 200 millones de individuos— vivía por debajo del umbral de la pobreza frente al 40,5% diez años antes: a las múltiples desigualdades heredadas del largo tiempo de la historia, la mutación neoliberal había añadido nuevas formas de exclusión social en el espacio de algunos años. Es precisamente en el Chile de Augusto Pinochet, a raíz del 11 de septiembre de 1973, que ella dio sus primeros pasos.
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Artículo aparecido en la Revue internationale et stratégique 91 (2013). Se traduce con autorización de su autor y la revista. Traducción de Patricio Tapia.