Úrsula Suárez, pionera

Sus memorias permiten conocer de primera mano la vida íntima y cotidiana en Chile entre los siglos XVII y XVIII, en particular la existencia de las mujeres durante la Colonia. Descendiente de una familia acomodada y acérrima enemiga del matrimonio, ingresó a un convento a los 12 años. Esa vida –una vida de visiones, reflexiones y no pocas humillaciones y torturas– es narrada en este libro que no tiene parangón en la literatura chilena: su estructura es vanguardista y su prosa es rica en imágenes. Leerlo es volver, para bien y para mal, a la Colonia.

por Gonzalo Peralta I 20 Septiembre 2019

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Abril de 1715, monasterio de las monjas Claras de la Plaza de Armas de Santiago: una monja de unos 40 años, llevando soga y mordaza al cuello, es azotada por la comunidad completa de religiosas de manera ordenada y consecutiva. Finalizada la ronda de latigazos, y antes de ser encerrada en su celda, besa los pies de cada una de sus verdugos. Este ritual punitivo era denominado “La Rueda” y se prolongaba por nueve días de castigos y humillaciones, como ingerir los alimentos en el suelo. La víctima de la denigrante sanción era Sor Úrsula Suárez, monja clarisa condenada por el Obispo de Santiago como alborotadora, escandalosa y soberbia.

El testimonio del denigrante tratamiento eclesiástico llegó hasta nosotros por mano de quien lo padeció. Sor Úrsula Suárez culminó la redacción de sus memorias con esta cruel experiencia. Y es más, el texto mismo y el hecho de escribirlo fueron también vehículos de castigo. La denominada Relación autobiográfica de Úrsula Suárez no fue redactada por motivos literarios o testimoniales, sino como una estrategia inquisitiva y de penitencia. Se estima que alrededor del año 1700, Sor Úrsula Suárez fue conminada por su confesor a que escribiera una relación de su vida para que examinara y enmendara sus muchos pecados.

Para estos efectos, el confesor le entregaba pluma, tinta y cuatro hojas más o menos de tamaño oficio, las que dobladas constituían un cuadernillo de 16 páginas. Una vez completadas, su guía espiritual pasaba a retirarlas y le entregaba un nuevo cuadernillo. Esta rutina dejó huellas materiales en el texto. Por ejemplo, algunos cuadernillos muestran en su línea central longitudinal la marca de un pliegue que se les aplicó para reducir su tamaño y embolsicarlos en la faltriquera del santo varón. De este modo, el confesor operaba como una especie de editor bastante tiránico. Proveía el material de escritura, obligaba a escribir, pauteaba el ritmo de producción y era el propietario final de los escritos, con los que podía hacer lo que se le antojara, incluso destruirlos.

Suárez provenía de una de las familias de mayor prestigio en el Chile colonial. Descendiente de los primeros conquistadores, bella y talentosa, su madre quiso casarla con algún potentado del reino. Sin embargo, ella manifestó desde pequeña un rechazo tan violento hacia los hombres y el matrimonio. Según confiesa en sus memorias, siendo niña se quedó dormida en el salón de su casa y pudo escuchar las conversaciones íntimas de las mujeres de la familia. Engaños, mentiras y maltratos fueron la tónica de estas experiencias femeninas. “Yo atenta a esto les tomé a los hombres aborrecimiento y juntamente deseo de poder vengar a las mujeres en esto, engañándolos a ellos”.

La insistencia de su madre en casarla generó una tenaz resistencia en la futura monja. “Plugiera a Dios que me muriera antes que en eso me viera, ¿pues, yo había de consentir que con hombre me acostasen?; primero he de ahorcarme, o con una daga degollarme, o el pecho atravesarme”. Discusiones, amenazas, castigos, golpes, nada funcionó. La edificación de un convento de las monjas Claras bajo el auspicio de su tío, don Alonso del Campo Lantadilla, inclinó la balanza a su favor. En 1678, con 12 años, Úrsula Suárez partió al monasterio del cual no habría de salir jamás.

Las mujeres del siglo XVII vivían sujetas a la autoridad masculina, ya fuera el padre o el marido, y estaban reducidas a la más desoladora ignorancia. En cambio, las monjas formaban comunidades de mujeres que se autogobernaban y administraban sus bienes. Recibían, además, una educación muy superior al resto de sus congéneres.

Esta determinación, que puede parecer una especie de condena a edad tan temprana, no era considerada así en la época de Úrsula. Las mujeres del siglo XVII vivían sujetas a la autoridad masculina, ya fuera el padre o el marido, y estaban reducidas a la más desoladora ignorancia. En cambio, las monjas formaban comunidades de mujeres que se autogobernaban y administraban sus bienes. Recibían, además, una educación muy superior al resto de sus congéneres. Desde el punto de vista material, las celdas de los conventos eran verdaderos departamentos, con varias habitaciones, en las que disponían de criadas y esclavas.

En cuanto a la renuncia de los placeres mundanos, las memorias evidencian que esto era relativo. Úrsula refiere una costumbre perpetrada por las monjas con los denominados “endevotados”, como se les llamaba a unos sujetos que visitaban regularmente a las religiosas de su predilección. Durante estos encuentros, los endevotados se permitían algunas confianzas, como por ejemplo tomar a las monjas de la mano y si estas lo toleraban, trepar brazo arriba. El calibre de las mangas de los hábitos admitían o no estos avances según la holgura de la prenda. De aquí proviene la expresión “manga ancha” para referir condescendencia.

Suárez llegó a tener hasta tres endevotados al mismo tiempo y este dudoso hábito fue su arma de venganza hacia los hombres. Disfrutaba de los celos que les provocaba y los hacía padecer con vanas esperanzas de alcanzar alguna intimidad. Uno de ellos, un rico comerciante, le hacía frecuentes regalos. Otro era un joven, en sus palabras, “hermoso y bizarro”, a quien le gustaba espiar mientras la esperaba. Incluso hubo uno al que engañó sin misericordia, haciéndole creer que no era monja, sino una seglar que vivía en el convento. El pobre desgraciado se enamoró y hasta le pidió matrimonio. Nuestra monja lo mantuvo en una enervante expectativa, dándole toda clase de excusas para postergar el casamiento.

Además de su belleza y posición social, Sor Úrsula Suárez era sumamente inteligente. Lectora voraz, su talento para enhebrar historias y relatarlas a sus hermanas le valieron el apodo de “la historiadora”. Era habitual que la visitaran clérigos, doctores teólogos y hasta el obispo de Santiago para debatir con ella. Este talento la hizo merecedora de otro sobrenombre, “la filósofa”. A pesar de estos reconocimientos, Úrsula insistió en que era una pobre mujer ignorante, muy por debajo de “sus paternidades”, como llamaba a los curas.

Podemos conjeturar que sus manifestaciones de modestia y docilidad constituían una defensa ante los cuestionamientos que recibían las mujeres, especialmente aquellas que sobresalían en ámbitos considerados ajenos a la naturaleza femenina. Para la mentalidad de la época, la mujer debía ser intuitiva y emocional, mientras el pensamiento racional quedaba reservado para los varones. En consecuencia, Suárez sostenía sus ideas sobre la base de ciertas revelaciones divinas. Sin embargo, había que ser muy cuidadosa con el tenor de las revelaciones para no caer en la temida herejía. Aquí operaba una poderosa institucionalidad coercitiva cuya máxima expresión era el Tribunal de la Inquisición. De hecho, hacia 1708, cuando Suárez comenzó a ganar cierta fama, la Inquisición requirió sus escritos para someterlos a examen.

Sus memorias fueron conocidas por los historiadores nacionales desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, no las utilizaron como fuente. El poco interés en la historia social y de la vida cotidiana, el marcado anticlericalismo de los historiadores liberales chilenos de ese siglo y el machismo de nuestros sabios decimonónicos conspiraron para que los documentos descansaran en un arcón del monasterio de Santa Clara, en Santiago.

Así lo confirma Úrsula en sus memorias: “Señor mío, ¿por qué cuando usas de tus misericordias con las mujeres, anda la Inquisición conociendo de ellas?”.

Tras sortear al Santo Oficio, Suárez intentó ser elegida abadesa del convento, pero el obispo de Santiago, Luis Santiago Romero, interfirió en la elección y la nombró vicaria. Con esta suerte de premio de consuelo, frenó las ambiciones políticas de Suárez. Terminado ese período, volvió a postular al máximo cargo, pero fue desplazada por otra religiosa. Esta nueva postergación provocó una grave crisis al interior de la comunidad. Las monjas se dividieron en dos bandos, uno a favor de la abadesa electa, el otro de Úrsula. La enemistad llegó a tal extremo, que el obispo intervino directamente en el monasterio. La injerencia de su Ilustrísima significó la aplicación del castigo con el que Úrsula Suárez concluye su autobiografía.

Sus memorias fueron conocidas por los historiadores nacionales desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, no las utilizaron como fuente. El poco interés en la historia social y de la vida cotidiana, el marcado anticlericalismo de los historiadores liberales chilenos de ese siglo y el machismo de nuestros sabios decimonónicos conspiraron para que los documentos descansaran en un arcón del monasterio de Santa Clara, en Santiago. Pero hacia 1850, el presbítero José Ignacio Víctor Eyzaguirre confeccionó una copia manuscrita de las memorias. A partir de este reconocimiento, José Toribio Medina la mencionó brevemente en su Historia de la literatura colonial de Chile, y sería todo. Las memorias se sumergieron en un prolongado silencio.

Debió pasar un siglo para que el presbítero Juan de Guernica publicara en 1944 una historia del convento de las monjas Claras en Santiago. Guernica quedó fascinado con la figura de Úrsula Suárez y se propuso escribir su biografía. Lamentablemente falleció antes de culminar este proyecto. Todo indica que el original de Úrsula estuvo en su poder mientras redactaba la biografía y que tras su muerte simplemente desapareció. Las pesquisas realizadas posteriormente en archivos y bibliotecas fueron infructuosas. Se creyó entonces que el atado de papeles había sido quemado a la muerte del padre Juan, suerte que corrieron los otros documentos de su pertenencia.

A comienzos de los 80, la Universidad de Concepción y la Academia Chilena de la Historia compusieron una nueva edición de la autobiografía, y para estos efectos utilizaron la copia hecha por el presbítero Eyzaguirre. Estando en esos afanes, ocurrió el feliz descubrimiento de los originales, que se encontraban en el convento de las monjas Claras, en su actual emplazamiento en la comuna de La Florida.

Los manuscritos de Úrsula están encuadernados en un volumen de pasta moderna, en cuero, con hierros dorados, de 100 hojas de papel corriente. Esta encuadernación es posterior a la confección del original. La caja de escritura cubre casi completamente las páginas, dejando un margen escaso. La letra manuscrita muestra un trazo seguro y regular, sin signos de puntuación, lo que dificulta la lectura para un contemporáneo nuestro. El volumen está organizado a partir de los cuadernillos que los confesores le pasaban a Úrsula, los que estructuran el texto como si fueran capítulos.

La estructura básica de las memorias, los cuadernillos de 16 páginas, se pueden leer de variadas formas, al estilo de las instrucciones que nos dejó Cortázar para leer Rayuela.

Y aquí surge una característica muy peculiar de esta obra y que podríamos calificar, cayendo en un grosero anacronismo, de posmoderna. La estructura básica de las memorias, los cuadernillos de 16 páginas, se pueden leer de variadas formas. Como Úrsula fue entregando estos cuadernillos a sus confesores a medida que los iba escribiendo, eran estos sacerdotes quienes los compaginaban. Ignoramos si ese orden es el mismo en el que Suárez los escribió o si se produjo algún desorden a lo largo de los siglos. En consecuencia, el volumen original, la copia hecha por el padre Eyzaguirre en el siglo XIX y esta última edición crítica de los años 80, difieren entre sí. Ante estas divergencias, la edición actual sugiere tres maneras de leer el texto, alterando el orden de los capítulos según las respectivas ediciones. Así, el lector puede, si lo desea, ensayar diversas modalidades de lectura, al estilo de las instrucciones que nos dejó Cortázar para leer Rayuela.

La edición moderna fue publicada en 1984, en la colección Biblioteca Antigua Chilena de la Universidad de Concepción, con prólogo del filólogo Mario Ferreccio y estudio preliminar de Armando de Ramón. Con esta edición, las memorias de Úrsula Suárez fueron puestas por primera vez a disposición del público general.

La difusión de la Relación autobiográfica habría sorprendido y mortificado a su autora, quien temía que sus intimidades pudieran ser leídas por otros ojos que no fueran los de sus confesores. Por ello y en repetidas ocasiones, rogó a sus guías espirituales que le devolvieran sus escritos o que al menos le aseguraran que no caerían en manos inapropiadas. Hubo uno que, para tranquilizarla, le aseguró que los había quemado. Afortunadamente, el sacerdote mintió y los papeles se conservaron hasta hoy.

Suárez escribió durante toda su larga existencia, ya fueran recuerdos de su vida cotidiana, sus éxtasis, visiones y reflexiones. Por ello es posible afirmar que el material que llegó hasta la actualidad es solo una parte de su obra escrita. Se presume, incluso, que quiso redactar una suerte de “Vida de monja” con sus experiencias. Estos textos fueron muy populares en su época y eran utilizados como unas especies de guías espirituales. Como sea, las memorias de Úrsula Suárez nos permiten conocer de primera mano la vida íntima y cotidiana en Chile entre los siglos XVII y XVIII, en particular, la existencia de las mujeres y las religiosas chilenas durante la Colonia. El texto es rico en diálogos, reproduciendo para los lectores el modo de hablar de los habitantes de Chile hace 300 años. No existe otro texto similar en la literatura chilena, incluso hispanoamericana. El estilo de escritura de Úrsula es apasionado y pleno de imágenes de gran expresividad: “Y allí en tierra postrada lloraba con grandes ansias y tenía el corazón como cosido a la tierra”.

Sor Úrsula Suárez falleció el 5 de octubre de 1749, rodeada del respeto y la admiración de sus hermanas. Poco tiempo antes y encontrándose en perfecto estado de salud, profetizó la fecha exacta de su muerte. Al morir Úrsula se habrían visto señales prodigiosas. Según consta en el registro de defunciones del convento “viéronse en su muerte algunas cosas muy particulares, como consta de un papel que se hizo de apuntes, el que queda en este libro”. El tal papel con los prodigios se encuentra desaparecido.

 

Ilustración: Manuela Montero

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