El fuego y las cenizas

La experiencia política de la Unidad Popular. 1970-1973, volumen de Patricio Aylwin que se publicó recientemente, nos interroga acerca de un aspecto central del Chile de principios de los 70: si había amplias coincidencias entre el proyecto de la DC y la UP, si ambos eran anticapitalistas, si ambos habían concluido que se necesitaba modificar las bases de la estructura social, si Allende accede al poder con el apoyo de la DC, si la derecha está inicialmente aislada, si existe una mayoría social acerca del proyecto revolucionario, ¿cómo pudo ocurrir entonces que el proyecto fracasara y acabara en una revolución capitalista, una revolución muy distinta a la que entonces parecía ser el espíritu de la época?

por Carlos Peña I 20 Septiembre 2023

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El libro que ahora presentamos aparece justo en el momento y en los días en que el tema sobre que versa, los acontecimientos que en él se relatan y que en él se evalúan —la experiencia de la Unidad Popular— agitan y desasosiegan el debate público. Esa circunstancia sería ya más que suficiente para alegrarse por su aparición y para que el texto concite la atención de los lectores; pero si ese texto está escrito además por uno de los constructores del Chile contemporáneo, una persona cuya trayectoria y desempeño resumen, como en un ejemplo, el puñado de virtudes que Max Weber caracterizó como la ética de la responsabilidad, entonces los motivos para leerlo, atender a las razones que en él se exponen y aquilatarlas, que es lo que me propongo hacer en lo que sigue, son todavía mayores.

Ahora bien, a fin de llevar adelante esa tarea, me referiré a tres cuestiones distintas: en primer lugar, describiré el punto de vista o, si se prefiere, el tipo de análisis que el expresidente adopta en este texto; en segundo lugar, intentaré identificar la tesis central del libro, el diagnóstico acerca de la Unidad Popular que subyace en los hechos y en las peripecias que en él se narran y describen, y en tercer lugar, intentaré exponer alguna conclusión.

¿Cuál es el punto de vista que el expresidente adopta a la hora de volver la mirada sobre los hechos del periodo a que este libro se refiere?

No es difícil imaginar al expresidente Patricio Aylwin, en los días iniciales de la dictadura, en el verano del año 1974 para ser más preciso, invadido por una sensación de derrota y fracaso, inclinado sobre sus papeles, encerrado en su escritorio, intentando recoger en unas páginas los hechos de los que había sido protagonista, antes de que el viento de los días disipara los pormenores o la memoria los distorsionara. Según relata, las circunstancias vitales y las peripecias de la vida cotidiana y familiar lo hicieron abandonar esas páginas que quedaron allí, esperando algún día completarlas; algo que solo pudo ocurrir mucho más tarde, en esos días en que, habiendo dejado ya la presidencia, y luego de haber vengado durante su gobierno el fracaso que debió sentir en el verano de 1974, decidió volver sobre ellas, para concluirlas y dejarlas quizá como un legado o testamento político. Un testamento en el sentido clásico, porque testar no equivale, en la vieja tradición, al acto de decidir el destino de los propios bienes para después de la muerte, sino que se trata de ajustar cuentas con uno mismo, revisar la propia peripecia a fin de dilucidar si se ha estado o no a la altura.

Y ese es el propósito, el sentido íntimo, que posee este libro.

A diferencia de lo que es posible observar en otros textos relativos al periodo, textos que ponen en juego tesis generales acerca del acontecer histórico para explicar lo que entonces ocurrió, y a diferencia también de esa otra tendencia en la que predomina el tono exculpatorio o, lo que es peor, el tono encomiástico, este texto parece un retrato fiel de la personalidad del expresidente: sobrio a la hora de la descripción, modesto en el momento de situarse como protagonista, equilibrado en el balance, pero a la vez, con puntos de vista firmes acerca de lo que narra.

El propósito que declara es describir el papel que cupo a la Democracia Cristiana en el proceso que condujo al Golpe, describir los hechos y explicitar las razones de la conducta del partido. Al hacerlo pone el acento en las circunstancias, más que en los seres de carne y hueso que en medio de ellas se desenvolvían.

El texto, pues, tiene un propósito descriptivo: no intenta justificar o exculpar la conducta de nadie, ni tampoco culpar o reprochar alguna acción en particular; lo que pretende es más bien registrar los hechos o los acontecimientos que, como grandes vendavales, empujaron para allá o para acá, a veces como si fueran hojas movidas por el viento, a las fuerzas políticas del momento. Vale la pena subrayar este aspecto del libro. Es probable que en los tiempos que corren, donde se reclama sin más una condena moral al Golpe y cuando cualquier intento de dilucidar las causas que condujeron a él se considera una forma de negacionismo, una manera de justificar lo que entonces ocurrió o un pretexto para ocultar culpas, este texto sea considerado insuficiente. Pero bien mirado, este trabajo continúa una larga reflexión que comenzó en la izquierda acerca de las causas del Golpe y la caída de la democracia, y cada una de sus páginas contribuye a dilucidar el papel que en el desenlace final le cupo al que era por entonces el partido más poderoso del sistema político chileno. Por lo mismo, quizá uno de los efectos benéficos de este libro consista en poner de manifiesto la ausencia de una reflexión sobre el papel de la derecha en el Golpe, las conspiraciones de las que participó y la forma en que contribuyó a que él se configurara.

Entonces, a la hora de caracterizar el tipo de discurso o de análisis que este libro contiene, habría que decir que él es, ante todo, descriptivo de los acontecimientos y las conductas que acaecieron en el periodo que media entre 1970 y 1973, con especial énfasis en la conducta de la Democracia Cristiana, y desde ese punto de vista constituye un texto que ayuda a comprender lo que entonces ocurrió, que es uno de los asuntos que ocuparán a la historiografía de manera permanente.

¿Cuál es —cabría preguntarse ahora— la tesis que en este libro se desenvuelve y que se va develando en cada una de sus páginas?

Hubo en la época, por decirlo así, la expansión de un espíritu religioso que acabó infectando a la política. Un espíritu religioso es, sociológicamente hablando, un espíritu que encuentra en la historia una explicación para el sufrimiento humano. Ese espíritu trasladado a la política se traduce en sectarismo e impide los acuerdos.

Me parece que al cerrar este libro, el lector atento retendrá tres circunstancias generales que este libro describe y que conforman lo que pudiera llamarse la fisonomía del periodo. Esas tres circunstancias configuran un problema que está en el centro de la experiencia de la Unidad Popular.

La primera es que, en opinión de Patricio Aylwin, la experiencia de la Unidad Popular viene a culminar, de manera dramática, como sabemos, una tendencia que se anida desde temprano en el llamado Estado de compromiso, que es la existencia de un sistema político que estimula y favorece las expectativas de los sectores más postergados, por una parte, y una estructura social y económica que impedía o retardaba su satisfacción, por la otra. La tesis, que se insinúa ya en las primeras páginas y que subyace en sus líneas, es que la práctica que hasta entonces traía el sistema político, y que permitió su estabilidad durante casi cuatro décadas, consistente en que gobernaba el centro a veces aliado con la derecha y otras con la izquierda, y que el gobierno de Jorge Alessandri se propuso cambiar con su estrategia más bien retentiva de los cambios que el país requería, había llegado a su fin.

La segunda es que, como consecuencia de lo anterior, la mayor parte del país anhelaba cambios profundos en todas las dimensiones de la estructura social, que se expresaban en el espíritu revolucionario que comenzó a expandirse por todos los intersticios. Ese espíritu revolucionario se manifiesta, primero, en la revolución en libertad de Frei, y en la Unidad Popular y la vía chilena al socialismo, después.

La tercera circunstancia es que había amplias coincidencias entre el proyecto de la DC y el de la UP, al menos en el mediano plazo. Desde este punto de vista podría decirse que el gobierno de la Unidad Popular no fue un gobierno de minorías sino de mayorías, si se atiende al espíritu revolucionario y las demandas que la mayor parte de la sociedad venía manifestando desde la elección de Frei en adelante. Mejor dicho, un gobierno de minorías cuando se lo miraba desde el punto de vista de las preferencias políticas; pero de mayorías desde el punto de vista de la cultura.

Esas tres circunstancias configurarían un problema que está en el centro mismo de la experiencia de la Unidad Popular o, si se prefiere, en el Chile de principios de los 70: si había amplias coincidencias entre el proyecto de la DC y el de la UP, si ambos eran anticapitalistas, si ambos habían concluido que se necesitaba modificar las bases de la estructura social, si Allende accede al poder con el apoyo de la DC, si la derecha está inicialmente aislada, si existe una mayoría social acerca del proyecto revolucionario, ¿cómo pudo ocurrir entonces que el proyecto fracasara y acabara en una revolución capitalista, una revolución muy distinta a la que entonces parecía ser el espíritu de la época?

Me parece a mí que en la respuesta a esa pregunta está la clave del periodo y de su trágico desenlace. Desde luego, la pregunta clave de ese periodo de la historia de Chile exigiría recoger múltiples antecedentes y considerar una multitud de factores; pero hay un conjunto de variables que este libro recoge que son, en mi opinión, fundamentales. Y creo que podemos resumir ese conjunto en cuatro factores que asoman con intensidad diversa en cada una de las páginas del libro.

Uno es relativo al utopismo que se expandió en la cultura política. El utopismo no consiste, como suele decirse, en tener ideales, puesto que eso es algo indispensable en la condición humana. El utopismo consiste en dejarse encandilar, hasta cegarse mirando el rostro del futuro que se anhela. Las élites intelectuales de la época, todas o casi todas de origen burgués, de cultura católica, eran de alguna forma milenaristas, creían que el tiempo desenvolvía un guion que ellos habían inteligido —la nueva cristiandad, la sociedad sin clases, un mundo nuevo para usar el título de un ensayo de Frei Montalva—, para cuyo logro ningún precio a pagar era demasiado alto. Hubo en la época, por decirlo así, la expansión de un espíritu religioso que acabó infectando a la política. Un espíritu religioso es, sociológicamente hablando, un espíritu que encuentra en la historia una explicación para el sufrimiento humano. Ese espíritu trasladado a la política se traduce en sectarismo e impide los acuerdos. Si la política es la realización de los ideales últimos, si en ella se juega el sentido de la historia, si la política se inspira en la verdad final acerca de los asuntos humanos, como entonces se creyó por élites intoxicadas de Lenin, Léon Bloy, Maritain o Marx, entonces cualquier acuerdo equivale a una herejía, al abandono o la traición de la confianza final. Si el liberalismo político aspira a lo que la literatura denomina acuerdos traslapados —formas de convergencia en las que cada uno pone entre paréntesis sus convicciones últimas—, entonces puede afirmarse que en el periodo entre 1970 y 1973 se aspiraba a la conversión forzada del adversario y no a un acuerdo razonado con él.

Las frases con las que Arturo Alessandri Palma inauguró el Estado de compromiso durante el debate de la Carta del 25 —hay que comprender que el cambio oportuno es la mejor forma de salvaguardar el orden—, no tenían ningún sentido para esos grupos que hegemonizaban a la derecha hacia el año 1970, y ello explica su actitud obstruccionista y más tarde conspiradora en contra de la democracia.

Lo anterior afectó muy profundamente a la Democracia Cristiana. Desde su aparición, en 1938, este partido fue un centro excéntrico. Al revés de lo que ocurre con los radicales, la DC no se plantea como un mediador entre la clase dominante y los intereses populares —o como un partido modernizador—, sino como una alternativa global al capitalismo y al socialismo. Si el Estado de compromiso suponía lo que la literatura llamaría un “mediador evanescente”, que fue el papel del radicalismo —un agente que permite el intercambio de energía entre dos extremos que de otra forma se excluyen—, la DC nunca pudo cumplir ese papel porque se intoxicó de utopismo. Esto es lo que explica, de algún modo, que mientras algunos sectores, entre los que se encontraba el propio Patricio Aylwin, estaban dispuestos a cumplir el papel de mediadores evanescentes, otros en cambio veían eso como una herejía y transitaron muy prontamente al MAPU y luego, a la Izquierda Cristiana. Este tránsito prácticamente obligó al resto de la DC a plegarse como aliado a la derecha.

Se encuentra también, desde luego, el papel de la derecha. Hasta 1973, las fuerzas modernizadoras son más bien minoritarias entre las élites de la derecha, y predomina en ella una conciencia de clase que no es la de una burguesía, sino más bien de un grupo que posee una conciencia de sí mismo aristocratizante, imitativa de una cultura del linaje, atada a la posesión de la tierra y a un intenso nacionalismo, por llamarlo de alguna manera, hispanista. Es probable que la reforma agraria haya sido vista por ese grupo como un acontecimiento cósmico, un mundo que se venía abajo y lo arrastraba al abismo, y todo ello alimentó la imposibilidad de un acuerdo. Las frases con las que Arturo Alessandri Palma inauguró el Estado de compromiso durante el debate de la Carta del 25 —hay que comprender que el cambio oportuno es la mejor forma de salvaguardar el orden—, no tenían ningún sentido para esos grupos que hegemonizaban a la derecha hacia el año 1970, y ello explica su actitud obstruccionista y más tarde conspiradora en contra de la democracia.

Y, por supuesto, está el papel que cupo a Allende en todo esto. En cada una de las líneas de este libro asoma un retrato del presidente Allende que ha solido eludirse en medio de las hagiografías o las condenas. Allende aparece aquí como un político atravesado por una contradicción íntima entre una conducta rigurosamente parlamentaria, de salón, algo que asoma en su vestimenta, en sus prácticas de comensalidad y en sus modales, y al mismo tiempo un ideal del yo, por decirlo así, revolucionario. Es probable que esa contradicción le haya impedido decidirse entre los puntos de vista que configuran el campo de fuerzas de su gobierno. La actitud final de Allende, para Aylwin, fue producto de un espíritu que vacila entre esas dos identidades, la del político parlamentario, empapado de las costumbres del diálogo y la negociación que sin duda hubo en él, y la del revolucionario, ese ideal del yo que inconsciente lo animaba.

¿Qué concluir de todo esto? ¿Cuál es el balance del periodo que hace este volumen?

A menudo creemos que lo que ocurrió durante la Unidad Popular fue un desorden, una conflictividad que no se pudo encauzar, un proceso que los dirigentes no fueron capaces de destrabar, un tiempo empedrado de furias. Algo de eso sin duda hubo; pero hay un aspecto que se ha subrayado poco y sobre el que vale la pena reflexionar. Dentro de las escenas de la UP más estremecedoras se encuentra una que se puede ver en el documental de Patricio Guzmán, La batalla de Chile. Se trata de una masa carente, empobrecida, muchas veces desdentada, que sin embargo había sido erigida, gracias al proceso de esos años, en sujeto histórico. Esa dimensión del proceso, la masa proletaria o los marginados, para usar la expresión que la Democracia Cristiana prefería, convertida en sujeto, es quizá el aspecto más relevante de esos años lejanos, el logro al que la Democracia Cristiana y la Unidad Popular aspiraban y cuyo término sangriento es el que, sin duda, hizo sentir a Patricio Aylwin, en esas semanas de principios del año 1974, cuando comenzó a escribir este libro, una sensación de derrota y de fracaso.

Perseguí el fuego del poder y contemplé cómo la esperanza quedaba reducida a cenizas”. Esa es la frase con la que Michael Ignatieff, el filósofo y biógrafo de Isaiah Berlin, resume su experiencia política. Cuando esta frase se lee apresuradamente, parece que se describe un fracaso; pero acto seguido, Ignatieff recuerda que su madre solía esparcir las cenizas de la chimenea en el jardín, de manera que cuando él veía brotar las rosas le gustaba pensar que ello se debía a las cenizas del invierno que se habían esparcido en la tierra.

La imagen, me parece a mí, sirve para describir la manera en que el expresidente Aylwin debió mirar su trayectoria política —y la de su generación— décadas después de aquel verano del 74 en que comenzó a escribir este libro. En el periodo entre 1970 y 1973, el fuego de la utopía encendió a muchos o a casi todos, incluso a quienes descreían de ella, y al final solo quedaron cenizas; pero de esas cenizas surgió mucho más tarde no un jardín de rosas —una cosa como esa no existe en la política ni en la historia—, pero sí un país más sensato, que gracias al esfuerzo del expresidente, a la reflexión que supo hacer y a las cenizas que fue capaz de recoger y esparcir, es mucho mejor de lo que fue posible imaginar luego del derrumbe de la democracia y las sombras de la dictadura.

 

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Este texto fue leído en la presentación del libro, realizada el martes 11 de julio, en la Casa Central de la Universidad de Chile.

 

Imagen de portada: Patricio Aylwin (esquina inferior izquierda) sentado junto al presidente Allende en calidad de presidente del Senado. Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

 


La experiencia política de la Unidad Popular. 1970-1973, Patricio Aylwin, Debate, 2023, 744 páginas, $25.210.

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