por Óscar Contardo
por Óscar Contardo I 26 Mayo 2017
Hace un par de años la Biblioteca Nacional lanzó el primer libro de una nueva colección de su editorial. Era una antología que reunía la obra de más de 80 poetas chilenos vivos. En el programa figuraba como encargado de presentar el libro el ministro de Educación, que en ese momento era Nicolás Eyzaguirre. Sin embargo, él no llegó y en su reemplazo habló la subsecretaria. La sala estaba repleta. Había público de pie por los pasillos. La subsecretaria habló, pero en lugar de aludir a la obra que se presentaba o a la tradición poética chilena, leyó un discurso sobre la manera en que el gobierno buscaba reformar el sistema educacional. Estaba perfectamente articulado para una campaña de difusión, pero escucharlo en esas circunstancias resultaba incómodo: habló de políticas públicas, de proyectos de gobierno, pero no dijo ni una palabra sobre la obra que los convocaba. Era una autoridad explicándole a un grupo de escritores (la mayoría de ellos educados en liceos) lo que significaba avanzar en la gratuidad universitaria. Pensé que solo a mí me estaba molestando lo que escuchaba, hasta que en mi teléfono apareció el mensaje de un amigo que estaba en la misma sala.
“¿Por qué habla de eso?”, leí en la pantalla.
Ese amigo era escritor, profesor, hijo de profesores y ex alumno de la educación pública. Mi respuesta fue algo así como “esto es absurdo”. Supuse que se trataba de un discurso tipo, una especie de resumen de uso recurrente que, sin importar la audiencia, se repite una y otra vez en diferentes ceremonias, pero que dicho en esas circunstancias revelaba un síntoma de la fractura sobre la que se estaba construyendo la idea de una nueva reforma a la educación: extirpada de toda tradición cultural, rendida a los expertos económicos y carente de todo sentido de la historia.
La subsecretaria parecía hablar sobre el podio de la economía. Desde allí era imposible zurcir el ámbito de los números, las cifras y las declaraciones políticas con el significado de que la Biblioteca Nacional editara un libro como ese.
Parecía como si las autoridades no pudieran dar cuenta de un paisaje cultural que, por lo demás, estaba fuertemente vinculado a la escuela pública como una institución forjada durante el siglo XX, que había sido fundamental en la construcción de un horizonte común a la cultura chilena. El discurso que escuché esa tarde parecía estar hecho para un grupo de apoderados de algún colegio privado, el mundo al que pertenecía gran parte de los expertos a cargo de la reforma y también el de los líderes universitarios de las movilizaciones de 2011.
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Desde que comenzó la llamada revolución de los pingüinos en 2006, los periodistas escuchamos una y otra vez el relato de una crisis que era descrita como si se tratara de la agonía de un animal que se desangraba, producto de las palizas que fue recibiendo durante décadas. Un recuento de azotes y llagas que arrancaban en dictadura con la reforma a las universidades de 1981, continuaba con la municipalización en 1986 y la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza de 1990, y remataban en democracia con la sostenida disminución de alumnos matriculados en las escuelas públicas, gracias a las políticas de los gobiernos de la Concertación. Sobre lo que había ocurrido antes de la dictadura, poco y nada. Aquel era un tiempo sin testigos, una nebulosa que nadie quería explorar.
Durante las largas jornadas de tomas de 2006, la televisión mostraba imágenes de las escuelas de comunas lejanas al centro de Santiago; salas de clases derruidas, baños en estado miserable y grupos de escolares (niños y niñas) organizándose para enfrentar algo que los sobrepasaba. Era el rastro más material de la crisis. Pero había otro que no se podía grabar con una cámara. Una herida invisible que atravesaba la manera en que la población percibía la educación pública en su vida cotidiana, más allá de los grandes discursos políticos.
¿Y cómo era percibida?
Del mismo modo en que se juzga lo indeseable: liceo y escuela eran palabras que debían evitarse, que podían manchar un currículum y tensar una conversación. “Liceo con número” se transformó en una frase hecha para señalar aquello que marcaba de manera definitiva la calidad de una persona. Surgieron bromas sobre la manera en que ese pasado (haber estudiado en esa dimensión oscura) podía definir a alguien, la manera en que sería tratado y las posibilidades que tendría. Egresar de un liceo y lograr una carrera profesional era una rareza que incluso merecía una nota en alguna sección del diario, como algo insólito que merecía ser registrado. Lo habitual era que quienes lograban cierta notoriedad pública, hablaran de su colegio de origen con orgullo. Así lo hizo un empresario en una revista cuando fue elegido Sebastián Piñera: nos recordó que era un ex alumno del Verbo Divino quien entraba a La Moneda, había que enorgullecerse. En otra columna, la escritora Diamela Eltit mostraba la otra cara, cuando describía un incidente callejero sin mayor importancia de no ser por el insulto que recibió: un hombre joven la llamó “rota de escuela municipal”.
La educación pública había alcanzado el rango de grosería, algo que se usa para ofender. Nadie parecía querer hacerse cargo de este hecho. La única manera de relacionarse con el desastre parecía mostrar que había dinero disponible para lograr que la educación fuera gratis.
El lema con el que arrancó la reforma educacional propuesta por el segundo gobierno de Michelle Bachelet fue económico (fin al lucro, gratuidad universitaria), y así se sostuvo hasta decaer en energías; en gran medida ese lema no se profundizó ni amplió, porque quienes tenían el poder de hacer los cambios no contaban con las herramientas para elaborar una propuesta más densa que una glosa presupuestaria: la educación pública no era parte de su historia. Pudo haberlo sido para algunos (como en el caso de la Presidenta Bachelet o Ricardo Lagos), quienes solían recordar su paso por el Liceo 1 o el Instituto Nacional. Sin embargo, a la hora de educar a sus hijos, eligieron colegios privados. La escuela pública quedaba circunscrita en su biografía a un pasado nostálgico que se invocaba cada tanto, como quien muestra credenciales de calle que servían para contentar al electorado.
Recuerdo haber entrevistado en La Moneda a Rodrigo Peñailillo mientras fue ministro, antes de caer en desgracia. Él se había convertido en una especie de símbolo del político que había escalado desde un liceo en Coronel hasta lograr un lugar en el corazón del poder político nacional. Cuando le pregunté si su hija estudiaría en una escuela pública, no titubeó: “Ella no… tal vez mis nietos”, respondió.
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En 2014, durante el lanzamiento de un libro sobre enseñanza escolar escrito por un grupo de expertos, Nicolás Eyzaguirre, el ministro de Educación encargado de poner en marcha la reforma, hizo algunas declaraciones que provocaron asombro. Aseguró que más allá de la preocupación por la educación demostrada a través de las marchas, él no “sentía” que el país tuviera plena conciencia del tema. Para ilustrar su punto dijo lo siguiente: “Las familias son seducidas por ofertas de colegios ingleses que solo tienen el nombre en inglés y que por 17 mil pesos le ofrecen al niño que posiblemente el color promedio del pelo va a ser un poquito más claro (…). Una cantidad enorme de supercherías que nada tienen que ver con la calidad de la educación”.
Aunque luego se disculpó, la frase era desconcertante. El ministro hacía referencia en su discurso a un sistema (el del copago) instalado y defendido por los gobiernos en los que él había participado en altos cargos. No se trataba de un capricho de las familias llevar a sus hijos a esos colegios; era lo que las políticas públicas estaban impulsando. La broma de Eyzaguirre, además, estaba cargada de un profundo desprecio de clase que aludía a elementos raciales (el color del pelo), instalando el tema en una zona peligrosa y ofensiva. Era el ministro de Educación quien aparecía ejerciendo un tipo de crueldad muy propia del privilegiado que, frente a su incapacidad de entender un mundo que le resulta ajeno, traduce los datos de la realidad a su propio alfabeto: esta gente elige colegio como quien elige un champú que le promete ser rubio, esta gente no solo es ignorante, también es arribista.
Cuando las familias matriculaban a sus hijos en colegios de nombres estrambóticos, lo que hacían era huir del despeñadero y el descrédito que prometía el mero hecho de estudiar en una escuela con número. Las familias atendían a las políticas gubernamentales que desde la dictadura apuntaban a un solo mensaje: la educación pública (como la salud pública, como el transporte público) es el foso en el que caen los pobres, aquellos que no son dignos de respeto, los destinados al fracaso.
Era un mensaje que se fundió rápidamente con la tradición de jerarquías sociales heredadas de la Colonia (las mismas que el ministro usó para burlarse), en donde la cuna y el origen (racial y de clase) marcan el lugar que mantendrán las personas durante toda su vida. Solo algunos (los privilegiados) estarán en la tranquilidad de la cumbre o sus alrededores; a la gran mayoría lo que le corresponderá hacer será imitar los modos de quienes tienen el poder y evitar ser confundido con quienes vienen más abajo. Ese terreno escarpado, como la pendiente de un farellón, existía antes de la dictadura y de las políticas neoliberales. El Instituto Nacional tenía durante las primeras décadas del siglo XX jornadas diferenciadas para niños de familias de clase alta y el resto. No se topaban. Tal como en el apartheid sudafricano, el mensaje era: un mismo país, varios destinos según la clase de pertenencia. Algunos colegios religiosos mantienen ese espíritu hasta hoy, con colegios diferenciados según el barrio.
En ese sentido, la municipalización y el copago no crearon la segregación, solo la agudizaron provocando un colapso de la educación pública que, conforme avanzaba el siglo XX, había contribuido a crear esa estrecha franja demográfica llamada clase media. La escuela y el liceo les abrieron camino a muchos, pero había diferencias siderales que la escuela no podía suplir cuando la desnutrición infantil superaba el 30% y los niños se morían de tifus.
La mitificación del experimento de integración llevado a cabo en el colegio Saint George de Santiago durante la Unidad Popular no solo es un síntoma de lo extraordinario que resultaba el hecho de que estudiantes pobres y estudiantes de clase alta compartieran una misma sala, sino también una manera de rendirse frente a los límites de la educación pública para lograr acortar la brecha entre los más privilegiados y los más pobres. Lo que quedaba era la beneficencia, la buena voluntad.
Aquel episodio, recreado en la película Machuca, subrayaba la relevancia de las redes familiares y de clase para acceder a una enseñanza considerada de calidad. En la película, la salvación no está en el liceo de origen de los muchachos pobres (el que nunca vemos), sino en su incorporación al espacio de los privilegiados. Por defecto, la película Machuca recuerda que la historia de la escuela pública en Chile es un relato fantasmal. Una historia que se nos escabulle y fragmenta en tesis de historia y pedagogía sobre períodos específicos o instituciones puntuales. Lo que tenemos, en general, son retazos que conocemos por recuerdos familiares o por la biografía de personajes extraordinarios que alcanzaron notoriedad: Gabriela Mistral, Amanda Labarca, Pablo Neruda y esa brillante generación del Internado Barros Arana encabezada por Luis Oyarzún. Más que un mero escalón para subir una pendiente rumbo a la cima, la educación pública había logrado instalarse como un espacio de convivencia, un salón no tan amplio como para acoger a la muchedumbre, pero sí lo suficientemente espacioso como para cultivar los talentos de quienes venían de sitios ajenos a los privilegios habituales. La prosperidad no era solo un asunto de ingreso monetario, sino algo más complejo y espeso de sentido. Significaba una propuesta de futuro y también un lugar de convivencia, debate y creación. Eso le dio prestigio a la escuela pública y al conjunto de instituciones que la sostenían: el Pedagógico, la Escuela Normal, la Universidad de Chile.
Luego del golpe de Estado, la escuela pública fue transformándose en una expresión en desuso, algo que la dictadura vertiginosamente se encargó de desmontar del paisaje. Acabó con las escuelas normales, transformó el Pedagógico de la Universidad de Chile en una institución menor bajo control policial y traspasó a los municipios (la mayoría pobres) la responsabilidad de las escuelas de su área. El gran logro del proyecto educacional de la dictadura fue alejar a la clase media de las escuelas y liceos, fundir el pavor por el desprecio social (ser considerados parte del pueblo llano) que caracteriza a esos sectores, con la oferta de un nuevo sistema que los alejaría de los pobres y les prometía un acceso mayor a la universidad. Ese proyecto fue alegremente fortalecido por la democracia.
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Durante los últimos años las autoridades políticas han ensayado metáforas sobre la educación. Imágenes que remiten a las reformas que han intentado llevar a cabo. Esas imágenes evocan una y otra vez la idea de una competencia deportiva. Hablan de “emparejar la cancha” y de ponerles o sacarles los patines a los estudiantes, en una retórica deportiva que pone el acento en individuos aislados que deben ver a los otros como rivales frente a los que hay que sacar ventaja. Todo el sistema parece volcado a esa idea. Matricular a un niño en un colegio se ha transformado en una carrera de obstáculos feroz, en donde los padres y los hijos son puestos a prueba en su forma de vida, ingresos y creencias. El ideal de educación pública, en tanto, lo encarna un puñado de instituciones de Santiago que tienen como principal sello la selección de los mejores, un certificado de distinción al que puede acceder un porcentaje minúsculo del total de los estudiantes chilenos, pero que aun así acapara mayor preocupación de los medios y los políticos que todo el conjunto de las escuelas y liceos del país.
En el concepto de “liceo emblemático” se concentra un entramado de ideas sobre la educación pública que es utilizado como un talismán de poderes sobrenaturales que impide pensar más allá de las cifras y montos de dinero. La principal virtud que se ostenta es la capacidad de seleccionar, de separar a los alumnos con los atributos requeridos de aquellos destinados al fracaso. La meta es figurar en una lista de honor que los certifique como formadores de puntajes nacionales. ¿Qué se hace con el resto? No importa. El mensaje oficial nos indica que la única manera de lograr respeto es mantener asociado el prestigio al ámbito de lo exclusivo y excluyente. La escuela pública ya no más como un lugar de encuentro, debate y convivencia, sino como un estado de alerta individual, que obliga a reconcentrarse en la necesidad de escalar en dirección a una cima estrecha, poblada por el éxito de unos pocos. Un triunfo que descansa en el fracaso de la mayoría.