La fortuna póstuma de Marx

por Ernesto Ottone

por Ernesto Ottone I 14 Febrero 2019

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Hoy solo un gran país, China, más Cuba y Corea del Norte, incluyen la palabra comunismo en su Constitución. Sin embargo, sería un error pensar que Marx es solo una pieza de museo. Sin estudiar sus ideas y recorrido tendríamos dificultades para entender el siglo XIX y el siglo XX, pero además sería difícil explicar el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas a las que dotó de conceptos, categorías e instrumentos de análisis extremadamente útiles.

El destino de Marx en la historia es singular: solo los grandes fundadores de religiones han sido tan ensalzados, seguidos y denostados como él. Sesenta y siete años después de su muerte, una gran parte de la población mundial vivía en países cuyos Estados se inspiraban en sus ideas. Ellas tenían además una fuerte presencia en el debate intelectual y sus seguidores en otros países se contaban por millones.

Curiosamente, si vemos la situación actual, a 135 años de su muerte y a 200 de su nacimiento, el cuadro cambia dramáticamente. Solo un gran país, China, y países como Cuba y Corea del Norte incluyen la palabra comunismo en su Constitución política. Los partidos que se proclaman comunistas usan este término más bien como un nombre de fantasía o de nostalgia, pero no de propuestas, y sus ideas tienen una presencia menor en el debate intelectual.

Con todo, sería un error pensar que Marx es hoy solo una pieza de museo. Sin estudiar sus ideas y recorrido tendríamos dificultades para entender el siglo XIX y el siglo XX, también sería difícil explicar el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas a las que dotó de conceptos, categorías e instrumentos de análisis extremadamente útiles.

La caída del marxismo como doctrina de Estado y la vulgata marxista-leninista como ideología movilizadora, no clausura entonces el interés por estudiar su acción y pensamiento. Tratar de comprender la fortuna que este tuvo, como también la actualidad que conservan algunas de sus intuiciones incluso en el día de hoy, resulta una tarea intelectual más que pertinente. Para Marx, acción y pensamiento son parte de un mismo movimiento; así se lee en la undécima tesis sobre Feuerbach, las tesis que encontró Engels revisando notas en su escritorio después de su muerte y que publicó en 1888 como anexo de su libro Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.

“Los filósofos hasta el momento no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo; ahora de lo que se trata es de transformarlo”, nos dice Marx. Y así transcurrió su vida, dedicada sin respiro a empujar dicha transformación. Habiendo desechado muy joven una vida de plácido universitario, el novel y brillante doctor en filosofía abandonará su vida de estudiante polemista, peleón y juerguista, para casarse muy joven con la baronesa Jenny von Westphalen, culta, encantadora y comprensiva hasta la exageración, para iniciar en la Gaceta Renana su quehacer de editor de trinchera.

Poco durará en la Gaceta y también poco durará en Alemania, desde donde debe partir al exilio en 1843, al 30 de la Rue Vaneau en París.

Allí escribe en Los Anales Franco Alemanes, se encuentra para toda la vida con Federico Engels y ven la luz sus primeros escritos, La cuestión judía, La crítica de la filosofía del Derecho de Hegel y Los manuscritos filosófico-económicos, los también llamados Cuadernos de París, que solo serían conocidos de verdad a mediados de los 50, provocando un gran revuelo en los “filósofos sutiles” de los cuales nos habla Raymond Aron. También París es la cuna de su primer libro con Engels, La sagrada familia, que lleva el curioso subtítulo de: Crítica de la crítica crítica.

A fines del siglo XIX las tecnologías avanzan con creciente rapidez, la sindicalización de los trabajadores crece, el reformismo prospera, se acortan las jornadas de trabajo y se eleva la productividad sin tener que descender la tasa de explotación. El capitalismo se mostró maleable, flexible e innovador; atravesó crisis y guerras sin autodestruirse.

Pero al mismo tiempo de escribir libros, propugna revoluciones en Prusia, hasta que los prusianos envían a Alexander von Humboldt, que no lo quería nada, a pedirle al rey de Francia que lo eche, cosa a la que este accede.

En 24 horas lo tenemos en Bruselas, cada vez más apretado económicamente, pero agitadísimo. Y viaja a Inglaterra a la formación de la Liga de los Justos, que tiempo después será La liga de los Comunistas, aun cuando estará formada por un pot-au-feau de reformistas, republicanos y anarquistas además de sus seguidores.

Muy pronto la consigna de la Liga “Todos los hombres son hermanos”, que le debe haber parecido sumamente frailuna, se cambiará por la célebre “Proletarios de todos los países, uníos”. Desde entonces comenzarán sus ininterrumpidas disputas con Mazzini, Proudhon y Bakunin, entre muchos otros.

En Bruselas, junto con su inseparable amigo Federico, escribirá la Ideología alemana, después La miseria de la filosofía (contra Proudhon) y poco antes de la revolución del 48 publica un folleto deslumbrante, El manifiesto comunista, uno de los libros más leídos de todos los tiempos.

El Moro, como le decían a Marx por su tez oscura, y el General (sobrenombre de Engels), se inflaman de ilusión revolucionaria, pero después de algunos avances, la revolución decae y no se extiende a las zonas rurales. Es, a fin de cuentas, derrotada. Para ambos la desilusión es grande. Marx está decepcionado y además lo expulsan de Bruselas, por no haber cumplido su promesa de no participar en política.

Llega a la conclusión de que es necesario aclarar a fondo la teoría de la revolución y se va a Londres, ciudad acogedora de revolucionarios en desgracia, pero donde florecen más bien las ideas reformadoras.

Es tiempo de sosegarse, sacar conclusiones, aprovechar la comodidad del British Museum y tratar de mantener a su familia, que sigue aumentando.

En esto le va más bien mal y pasará por momentos terribles y trágicos, sobreviviendo gracias a Engels y a algunas notas periodísticas, hasta que lleguen por fin las herencias familiares y de amigos, y pueda después de muchos años de pellejerías por fin tener un cierto buen pasar burgués.

Escribirá en ese entonces sus libros políticos La lucha de clases en Francia y El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. Finalmente, en 1859 publica Contribución a la crítica de la economía política, con lo que termina de unir la crítica a la filosofía clásica alemana, al socialismo francés y a la economía clásica inglesa como base de su propio y original análisis.

En 1867 aparecerá su obra culminante, el primer libro de El capital, pero también en esos años desempolva la vieja armadura de combatiente para participar en la creación de la Primera Internacional, que será bautizada como la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), reemplazando así a la vieja Liga que hacía tiempo ya había entregado el alma. Se dedicará en ella a pelear con sus enemigos de siempre, y agregará otros, como el socialista alemán Ferdinand Lassalle y el virulento anarquista ruso Kropotkin.

En 1870, otra chispa incendia la pradera: Bismarck le tiende una trampa a Napoleón III. Hoy sabemos que no era un lince y, bueno, cayó redondito: estalla la guerra y Bismarck lo derrota.

Sin embargo, las cosas en Francia asumen aires de rebelión y en marzo de 1871 surge en París la Comuna como organización social autogestionada y revolucionaria. Toda la familia Marx se ilusiona, él escribe a su amigo Kugelmann: “Hay que tomar el cielo por asalto”. Pero pese a los éxitos iniciales, el poder obrero no se extiende por toda Francia y queda a medio camino, asusta a las capas medias y no logra el apoyo del campesinado.

La venganza de la Francia conservadora será terrible. Thiers, “el enano monstruoso”, como lo llamaba Marx, con apoyo de los prusianos, hace entrar sus tropas por la Porte Saint-Cloud y se apoderan de la ciudad a costa de una gran matanza. Esta vez la decepción de Marx es tremenda. Realiza el análisis de las potencialidades y las causas de la derrota, critica con fuerza el no uso oportuno de una violencia mayor de parte de los comuneros.

Su pensamiento posee una promesa laica, prometeica, de un futuro libertario que es a la vez extraordinario y suficientemente vago.

Está cansado, su salud no es buena, sus malos hábitos alimenticios, sus excesos de tabaco y alcohol, la falta de higiene personal, la acumulación de enfermedades, hígado, pulmón, furunculosis y hemorroides, todo le pasa la cuenta. Está hastiado incluso de pelear con los anarquistas y deja morir dulcemente la Internacional, cuya sede está exiliada en Filadelfia.

Sus últimos arrebatos serán contra la socialdemocracia alemana, que adquiere un airecillo reformista.

En su Crítica al programa de Gotha en 1875, reafirmará la necesidad de la dictadura revolucionaria del proletariado y arremeterá contra “el cascabeleo democrático”, “la letanía democrática” y “el sufragio universal”.

Para Marx, la democracia representativa es una forma más de dominación burguesa, no aprecia sus instituciones, ni siquiera los impuestos que considera parte del constructo reformista. La democracia como sistema político definitivamente no es lo suyo. Así se lo reafirmará a los socialdemócratas alemanes, “Dixi el Salvavi animan meam” (lo digo y he salvado mi alma), concluirá.

El resto de su vida serán notas, pequeños desplazamientos, curiosidad por Rusia donde los populistas se interesan por El capital. Vendrá la muerte de Jenny, Jennyshen, su hija mayor. Morirá en 1883 en su sillón, casi no tenía pulmones, pero parece que contra todo consejo se había fumado poco antes un puro. Bien por él.

De sus notas saldrán los otros libros de El capital por mano de Engels, ayudado por Kauts y Bernstein.

Concluido ya su accionar, esbocemos ahora unas breves pinceladas acerca de su pensamiento.

Hijo de las luces, romperá con toda la tradición de la filosofía política moderna y construirá una teoría general del desarrollo de la sociedad, el materialismo histórico. Asimismo, será el crítico más lúcido del capitalismo del siglo XIX.

Su ambición teórica es ilimitada, se propone encontrar una respuesta total a las interrogantes de la historia y de su tiempo, como dice bien Isaiah Berlin, “esa clase de enfoque ilimitado y absoluto que pone fin a todos los integrantes y devuelve todas las dificultades”. Como dice Bobbio, rebatirá a Hobbes, Rousseau, Kant y Hegel respecto del rol central de la sociedad política y el Estado en el curso de la historia, como el espacio en el cual el hombre puede llevar una vida racional.

Para él las cosas son exactamente al revés: lo central y lo determinante es la sociedad civil, que constituye la infraestructura donde se desarrollan las condiciones materiales de existencia.

El Estado, las instituciones, la religión y el derecho no son sino el reflejo, la superestructura que es determinada “a fin de cuentas” o “en última instancia”, por el modo de producción de las sociedades.

A duras penas admite que el arte puede escapar de esta determinación, pero el resto se moverá fundamentalmente como producto de las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, contradicciones que se encarnarán en la lucha de las clases antagónicas. De allí surgirán las revoluciones, que no son un accidente sino las parteras del curso ascendente de la historia.

El predominio actual de un capitalismo fuertemente desregulado, que tiende a concentrar y privatizar de manera exagerada los beneficios y a socializar también exageradamente las pérdidas, nos tiene inmersos en un proceso de desigualdad creciente y de concentración ya no en el decil más rico, sino que en el centil más rico, y ello está teniendo consecuencias políticas negativas enormes para la democracia.

“No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia”, señalará en el prólogo de la Contribución de la crítica de la economía política.

Pero su mayor preocupación es la crítica al capitalismo, desentrañar sus contradicciones que lo llevarán a su inevitable desaparición. En ello centrará su análisis, a partir de la crítica de la economía clásica inglesa y toda su reflexión sobre la teoría del valor, de la plusvalía, del salario, de la explotación, de la ganancia y de la baja tendencial de la ganancia.

Cree, duro como fierro, que ello evolucionará tal como lo describe y que el modo de producción capitalista, a diferencia de los modos de producción anteriores o paralelos (como el asiático), marcará el fin de las sociedades antagónicas.

El proletariado, al ser la clase más numerosa, cuando derrote inevitablemente a la burguesía fruto de las contradicciones que conducirán a la revolución mundial, terminará con el conjunto de las clases sociales para siempre. Ello abrirá necesariamente paso al comunismo, una sociedad sin Estado, sin dominación, autorregulada, de hombres libres, terminando así con la prehistoria de la sociedad humana. Claro que entre una y otra sociedad, como lo enseñó la Comuna, existirá una transición nada tierna y posiblemente nada corta, la dictadura revolucionaria del proletariado.

En italiano podríamos decir Se non é del tutto vero é assai ben travato (Si no es del todo verdad, está muy bien dicho).

De allí su tremendo atractivo.

Pero la vida, como siempre, se va por otro lado, por un lado mucho más verde que el gris de la teoría, como nos dice Goethe, y el transcurso de los acontecimientos acumularán en su teoría límites y equívocos. A fines del siglo XIX las tecnologías avanzan con creciente rapidez, la sindicalización de los trabajadores crece, el reformismo prospera, se acortan las jornadas de trabajo y se eleva la productividad sin tener que descender la tasa de explotación. El capitalismo se mostró maleable, flexible e innovador; atravesó crisis y guerras sin autodestruirse.

La primera Revolución en nombre del proletariado se da en el país del capitalismo más atrasado de Europa, en el cual una relativamente poco numerosa clase obrera estaba rodeada de un océano de campesinos. Su triunfo fue fruto más de la audacia de un jefe político, Lenin, y un grupo de revolucionarios profesionales, que de una determinación de la historia. La revolución rusa es una revolución contra El capital, señalará Antonio Gramsci con lucidez.

En todo caso, no se transformará en revolución mundial, y hasta su inesperado final en el último decenio del siglo XX, jamás pasó de ser algo más que una dictadura, con más capacidad militar que bienestar general. Una vez más, la historia se rebelará frente a determinaciones, sistemas y modelos. Sin embargo, su influencia y atracción se prolongó mucho más allá de la verificación en la realidad de sus postulados, tanto en la acción política como en el debate intelectual.

Conviene pensar por qué este éxito que supera los hechos y las razones parece ser diverso. Su pensamiento posee una promesa laica, prometeica, de un futuro libertario que es a la vez extraordinario y suficientemente vago.

En La ideología alemana, Marx y Engels escriben: “En la sociedad comunista donde cada cual no tiene una esfera de actividad exclusiva sino que puede perfeccionarse en el aspecto que le guste, la sociedad reglamenta la producción general, lo que me permite la posibilidad de hacer hoy tal cosa, mañana otra: cazar en la mañana, pescar en la tarde, practicar la cría de ganado más tarde, desarrollar la crítica después de la comida según mi regalado gusto, sin tener que convertirme en cazador, pescador o crítico”.

La superación del capitalismo no parece estar a la vuelta de la esquina, ni siquiera para quienes pregonan ideas radicales y menos aún para los países que han experimentado el socialismo en carne propia. Tampoco parece necesariamente deseable dicha superación, sobre todo si consideramos la realidad de los países capitalistas cuyas experiencias son las más exitosas y civilizadas, como es el caso de los países nórdicos.

Por cierto, es un futuro libertario, que resulta atractivo, pero algo bucólico en sus contenidos. Propone también una ética atractiva de las relaciones humanas, que además está basada en la ciencia, lo que le da una base aparentemente objetiva, y plantea la redención del colectivo. Ya no será el egoísmo individual lo que generará la virtud colectiva, como nos lo señala Adam Smith; es el colectivo el que evitará el egoísmo a través de imponer el interés general.

Claro que al introducir la moral en la economía fuerza la complejidad humana y abre paso a la sociedad total o totalitaria, como sucedió en las experiencias de los socialismos reales.

Encarna además lo universal en los de abajo, en los condenados de la Tierra. En esto (que Marx no me escuche) tiene un encanto similar al cristianismo, como lo señala Kolakowski.

Estos son solo algunos aspectos de su atractivo, que lo hizo particularmente resistente a los avatares de la historia.

La pregunta final es si queda algo de actualidad en el pensamiento de Marx, para
 entender mejor el mundo de
 hoy. Por supuesto, resulta imposible encontrar una respuesta positiva si consideramos el pensamiento de Marx como un sistema, pero surgen aspectos no desdeñables si analizamos algunas áreas de análisis o intuiciones, particularmente en la fase por la que atraviesa hoy el proceso de globalización.

Aun cuando ha habido fases diferentes del
 desarrollo capitalista, el
 predominio actual de un
 capitalismo fuertemente 
desregulado, que tiende
a concentrar y privatizar
de manera exagerada los 
beneficios y a socializar
 también exageradamente las pérdidas, nos tiene 
inmersos en un proceso
 de desigualdad creciente y
 de concentración ya no en
 el decil más rico, sino que 
en el centil más rico, y ello 
está teniendo consecuencias políticas negativas enormes para la democracia. No aparece clara ni la voluntad ni los instrumentos políticos para revertir ese proceso.

Alguien podría, en consecuencia, señalar que algo de la profecía de Marx anda rondando todavía. Recordemos que en el pasado la pasión por la igualdad eliminó la libertad en muchos países; hoy la pasión por la desigualdad podría terminar haciendo lo mismo.

En una dirección similar, nuestra actual globalización parecería imponer un ritmo de avance sin templanza, sin fijarse en los resultados sociales que se asemejan a los rasgos que describía Marx en el Manifiesto respecto de la revolución burguesa que él tenía ante sus ojos y que conducía a una suerte de progreso caótico.

Así escribía Marx: “Todas las relaciones sociales tradicionales y consolidadas con su cortejo de creencias y de ideas admitidas y veneradas: quedan rotas: las que las reemplazan caducan antes de haber podido cristalizar”. Y sigue: “Todo lo que era sólido y estable es destruido, todo lo que era sagrado es profanado y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión”.

¿Cuánta de esa desilusión existe en la crisis actual de las democracias y las actuales tendencias autoritarias y bárbaras?

La superación del capitalismo no parece estar a la vuelta de la esquina, ni siquiera para quienes pregonan ideas radicales y menos aún para los países que han experimentado el socialismo en carne propia. Tampoco parece necesariamente deseable dicha superación, sobre todo si consideramos la realidad de los países capitalistas cuyas experiencias son las más exitosas y civilizadas, como es el caso de los países nórdicos. Pero ninguna forma de organización económica, social o política está llamada a ser eterna.

Claro, ese cambio si se produce, no será como lo pensó Marx.

Con todo, hay algo valioso en su esfuerzo por mirar lejos, por tener una mirada larga, que hoy no abunda. Cuando observamos los nuevos desafíos de la humanidad, como el cambio climático y las nuevas formas de conocimiento que se están produciendo –la inteligencia artificial, la biotecnología, la nanotecnología, la robótica y la manipulación genética– no está de más esforzarse en escudriñar el porvenir y tratar de imaginar sociedades muy distintas, que quizás no tengan el trabajo como su espina dorsal, de manera de poder discernir acerca de los nuevos desafíos éticos y políticos para poder preservar en el futuro lo que es siempre fundamental: la autonomía y la libertad del ser humano.

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