Papeles que hablan

La “revolución de los archivos”, como la llamó el historiador alemán Karl Schlögel, fue uno de los hitos tras la caída de la Unión Soviética, decretada formalmente el 25 de diciembre de 1991. Su desplome y transición hacia una sociedad democrática, con todos sus bemoles, derivó en el conocimiento de hechos hasta entonces velados de un régimen que se caracterizó por su secretismo y cuya historia había sido construida a retazos, a partir de fuentes dispersas e incompletas. Sin embargo, la llegada de Putin al poder significó un nuevo cierre, como si la naturaleza misma de los documentos fuese permanecer en las sombras.

por Juan Cristóbal Peña I 18 Febrero 2022

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Un hito posible en la desclasificación de los archivos soviéticos puede encontrarse en el juicio de la Corte Constitucional de Rusia, a mediados de 1992, para fallar sobre la legalidad de proscribir al Partido Comunista y requisar todos sus bienes, decretado unos meses antes por el presidente Boris Yeltsin. En rigor, más que un proceso judicial sobre este tema puntual, fue un juicio político, un juicio a la historia: el nuevo gobierno —conformado, por cierto, por excomunistas, como muchos de los jueces, abogados y testigos— se propuso demostrar que el partido que gobernó por casi un siglo era una organización abusiva y peligrosa, y que era necesario mantenerla al margen. Un año antes había ocurrido la intentona de golpe de Estado, que aceleró el fin de la Unión Soviética y el ascenso de Yeltsin al poder, quien vio en ese proceso una manera de acabar con la oposición de los sectores conservadores y, de paso, pasarle una cuenta a su rival Gorbachov, que se había ido a descansar a su dacha de las afueras de Moscú.

Como se lee en la que quizás sea la crónica más acuciosa y fascinante del fin del imperio soviético, La tumba de Lenin (Debate, 2011), del periodista estadounidense David Remnick, en el juicio comparecen tanto antiguos disidentes y ex-presos políticos, como esa última generación de jerarcas comunistas que hasta hace no mucho detentaban un poder absoluto y que, ante la corte, se ven como “seres insignificantes, hombres cansados, vestidos con trajes arrugados”. Los testimonios de las víctimas parecen concluyentes, pero para darles mayor consistencia y espectacularidad a las pruebas, los abogados de Yeltsin tienen una ocurrencia: acudir a los archivos secretos de la KGB y del Partido Comunista Soviético, “que como máquinas burocráticas, dejaron tras de sí una estela de millones de documentos”, escribe Remnick.

Esos cerca de 40 millones de documentos contenían los pequeños y grandes secretos de un Estado totalitario, sus tentáculos, sus arbitrariedades, sus horrores, desde las listas con “cuotas” de decenas de miles de personas a las que Stalin ordenó ejecutar —o bien, si tenían suerte, deportar a campos de trabajos forzados—, en el contexto de las grandes purgas de los años 1937 y 1938, hasta los papeles que acreditaban las relaciones y ayudas económicas que por casi un siglo el Partido Comunista Soviético estableció con sus “filiales” en el mundo.

Aunque en el juicio de 1992 se usaron principalmente documentos referidos a los años 70 y 80, que comprometían a los jerarcas comunistas llevados al banquillo, la revelación de esos archivos secretos fue un golpe de efecto propagandístico y judicial, y derivó, a partir de entonces, en una política de apertura de esos y otros documentos para la consulta de historiadores y familiares de las víctimas, con algunas restricciones que irán variando con los años, de acuerdo con los vaivenes políticos.

La “revolución de los archivos”, como la llamó el historiador alemán Karl Schlögel, fue una consecuencia directa de la perestroika y el posterior fin de la Unión Soviética, decretado formalmente el 25 de diciembre de 1991. Su desplome y transición hacia una sociedad democrática, con todos sus bemoles, derivó en el conocimiento de hechos hasta entonces velados de un régimen que se caracterizó por su secretismo y cuya historia había sido construida a retazos, a partir de fuentes dispersas e incompletas.

El problema, desde luego, no fueron únicamente las fuentes.

En la introducción del primero de los cuatro volúmenes de Chile en los archivos soviéticos (Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2005), Alfredo Riquelme y Olga Ulianova advierten que “las visiones unidimensionales del comunismo predominantes durante el siglo pasado” impidieron una aproximación “más documentada y menos ideologizada” de la historia. En ese sentido, ante “la fuerza cegadora de la ideología” y “esa obsesión por el secretismo”, el lituano Moshe Lewin propone en El siglo soviético (Crítica, 2006) “un examen de conciencia” sobre el modo en que la historiografía había abordado el tema, incluso tras la apertura de los archivos: “A menudo las medidas represivas y terroristas han centrado la atención de los investigadores en detrimento de todo lo relacionado con los cambios sociales y la construcción del Estado”.

El 12 de diciembre de 1938, Stalin firmaba 30 listas de condenas a muerte, zanjando la suerte de cerca de cinco mil personas, ‘entre ellas gente que conocía personalmente, amigos suyos’, dice Volkogonov, citado por Remnick. ‘Después de haber firmado esos documentos, esa noche fue a su cine privado y vio dos películas, incluida Tipos felices, una comedia popular en esos días’.

Sin desatender el terror estalinista, Lewin pone el foco en los inicios del proceso de industrialización, la influencia de la burocracia partidaria y el impacto en una sociedad esencialmente rural. En la década del 20, la Unión Soviética aún no es exactamente ese Estado omnipresente que lo controla y lo sabe todo. Citando a historiadores rusos contemporáneos a él, Lewin da cuenta de una oposición que aún tiene margen de expresión y de centenares de huelgas protagonizadas por trabajadores que sabotean la producción y llegan a quejarse de que “hoy estamos más explotados que en el pasado”. Al mismo tiempo, producto de las hambrunas y las condiciones laborales, miles de campesinos y operarios abandonan sus puestos de trabajo, “con la indulgencia mostrada por los tribunales y los fiscales”.

Es precisamente la necesidad de establecer control, además de reforzar el proceso de colectivización, lo que lleva a los jerarcas a la “eliminación definitiva del viejo partido revolucionario”, escribe Lewin. Es un proceso contradictorio y complejo, agrega, de una creciente burocracia centralizada, en la que el mismo Stalin envía telegramas al partido, o a algunas de sus tantas agencias estatales, exigiendo el envío de clavos y alambradas a una obra. Ya en los años 30, antes de las grandes purgas, “cuanto más reforzaba la cúpula el control sobre los mecanismos de poder, más intensa era la sensación de que las cosas se les iban de las manos, y conforme leían informes o visitaban fábricas, pueblos y ciudades, se daban cuenta de que la gente no cumplía las órdenes, de que ocultaba la realidad tanto como podía o de que, simplemente, era incapaz de mantener el ritmo fijado”.

Lo anterior, unido a la psiquis de Stalin, explica que en solo dos años se detuviera a 1,6 millones de personas y 700 mil fueran ejecutadas.

Lápiz rojo y lápiz azul

Aunque los años del terror ya habían sido abordados antes de los 90 por historiadores como Robert Conquest, Roy Medvedev y J. Arch Getty, la desclasificación de archivos permitió dimensionar con mayor exactitud la masacre. Pero no solo eso: los documentos también dieron cuenta de la arbitrariedad y ligereza de esas medidas decretadas por Stalin, quien, de acuerdo con el historiador y militar ruso Dmitry Volkogonov, marcaba con lápiz rojo y otro azul si las personas eran fusiladas o enviadas a trabajos forzados, sin que hubiera un criterio claro ni menos juicio previo. Lo importante no era hacer justicia, sino dar una señal de autoridad. De ahí que se hablara de cuotas de víctimas repartidas por regiones: personas condenadas por quién sabe qué, reducidas a números. Así, el 12 de diciembre de 1938, Stalin firmaba 30 listas de condenas a muerte, zanjando la suerte de cerca de cinco mil personas, “entre ellas gente que conocía personalmente, amigos suyos”, dice Volkogonov, citado por Remnick. “Después de haber firmado esos documentos, esa noche fue a su cine privado y vio dos películas, incluida Tipos felices, una comedia popular en esos días”.

Entender las motivaciones, la mecánica y la lógica de las purgas ha sido uno de los empeños más frecuentes de los historiadores, incluso desde antes de la desclasificación de archivos. Su vocación performativa, y sobre todo su irracionalidad en tanto proceso autodestructivo, donde el acusador ocupaba muy pronto el lugar del acusado, convierten al fenómeno en una tarea compleja de acometer desde la historiografía. Sin necesariamente proponerse dar una explicación, Karl Schlögel entrega una mirada aguda y novedosa en Terror y utopía. Moscú en 1937 (Acantilado, 2014), que aborda las purgas en el contexto de un proyecto político y civilizatorio que tiene como trasfondo una capital que ese año vive una modernización cultural y un esplendor urbanístico, con un metro formidable inaugurado dos años antes, rascacielos y grandes avenidas (en contraste, claro, con la masificación de las infraviviendas hacinadas de familias y las cárceles y campos de ejecución de la periferia). El texto cruza aspectos políticos, sociales y culturales para analizar un año contradictorio, inserto en “un ‘siglo de extremos’ que traspasó todos los límites”, en el que conviven horror y progreso, como si no fueran opuestos. De este modo, así como en 1937 transcurren los juicios públicos, ejecuciones y deportaciones masivas, apunta Schlögel, “de ese año del Gran Terror forman parte, asimismo, las vacaciones de verano, el comienzo del año escolar, las instalaciones deportivas, el cine, los escaparates, los espectáculos de danza”.

¿Disidencia historiográfica?

Otro de los aspectos que quedaron al descubierto con la apertura de los archivos fue el modo en que se escribía la historia al interior de la Unión Soviética, antes de su derrumbe. Ya desde 1928, cuando Stalin se hizo del poder absoluto, hubo un particular empeño por construir una historia única, que no admitía matices, subjetividades ni, menos, críticas. Ese mismo año, en el Primer Congreso de Historiadores Marxistas de la Unión Soviética, quedó claro que la historiografía estaría al servicio del régimen y, sobre todo, de quien lo comandaba. Prueba de ello es que, en 1934, el Partido promulgó un decreto que estableció un enfoque ideológico de la historia oficial para los textos de colegios, institutos y universidades.

 

Mijail Gorbachov y Ronald Reagan firmaron en 1987, en la Casa Blanca, el acuerdo para limitar los misiles nucleares de corto y mediano alcance.

 

Más tarde, “el mismo Stalin supervisó la redacción y publicación de 50 millones de ejemplares del famoso Curso breve, tratado ideológico que era, en palabras del historiador Genrij Joffe, ‘como un martillo clavando ideas falsas en la cabeza de cada escolar’”, describe Remnick: un texto que ponía tanto empeño en ensalzar a quien ostentaba el poder absoluto como en fustigar a sus principales rivales —Bujarin y Trotsky, entre otros—, quienes eran descritos como “pigmeos de la Guardia Blanca cuya fortaleza no supera la de un mosquito”.

En la estratificación social surgida a partir de los años 30, el historiador ocupaba una categoría de privilegio, cercana a la de los jefes locales del Partido e identificada genéricamente como parte de la intelligentsia. Al igual que con los escritores, ante quienes, de acuerdo con Moshe Lewin, “Stalin ejercía, en cierto sentido, de editor y asesor, o discutía con los autores la conducta de los personajes”, los historiadores eran funcionales al propósito del líder de “construir su propia imagen”.

Por cierto, que Stalin pusiera atención y se encaprichara con algún autor era un privilegio al que muchos aspiraban. Pero a la vez era tremendamente peligroso, considerando lo que Lewin denomina una extraña “mezcla de atracción y repulsión por el genio o el gran talento” del líder. La periodista rusa Alexandra Popoff calcula en cerca de dos mil los escritores arrestados en el contexto de las purgas, de los cuales solo un cuarto sobrevivió. Y como cuenta Karl Schlögel en otra de sus obras, El siglo soviético (2021, Galaxia Gutenberg), al poco de alcanzar el poder Stalin puso a parte de la elite intelectual a redactar La gran enciclopedia soviética, una obra monumental que llevó años y terminó con varios de sus autores purgados, bajo acusaciones de parásitos, nihilistas o enemigos del pueblo.

Tras la muerte de Stalin y el ascenso al poder de Nikita Jrushchov, en 1953, vino un periodo de relativa apertura política, conocido como el deshielo: se puso en cuestión el culto a la personalidad construido en torno a la figura de Stalin, se habló puertas adentro de sus crímenes y se liberó a presos políticos. Como consecuencia de esta flexibilización, el Curso breve fue reemplazado por la Historia del Partido Comunista, que ponderaba el papel de Stalin y rehabilitaba a figuras caídas en desgracia. A esto se sumó una apertura hacia textos históricos no necesariamente críticos al régimen, pero sí al menos con un mayor margen de matices, como fue el caso del estudio sobre la campaña de colectivización y sus consecuencias, escrito por el historiador Viktor Danilov.

Sin embargo, todo cambió con la llegada al poder de Leonid Brezhnev, en 1964: el deshielo dio paso a una suerte de neoestalinismo, lo que en la práctica supuso un retorno a la historia oficial. Esta vez, el encargado de dictarla fue Sergei Trapeznikov, jefe del Departamento de Normas para la Ciencia y la Educación del Comité Central, cuya misión principal era suprimir todo asomo de disidencia historiográfica. Como consecuencia, el texto de Danilov sobre la colectivización fue reemplazado por un estudio sobre el tema escrito por el propio Trapeznikov. Asimismo, historiadores considerados disidentes —Medvedev o Solzhenitsyn—, no obstante su admiración inicial por Lenin y la revolución soviética, “fueron puestos bajo vigilancia permanente de la KGB”, escribe Remnick. Y Sergei Ivanov, profesor de historia bizantina, da buena cuenta del clima de esa época y de las posibilidades de trabajar libremente: “Solo un necio, o un ideólogo, podría siquiera pensar en hacer del estudio de la historia soviética su profesión. Cualquiera que estuviera genuinamente interesado en la historia, y que tuviera sentido de la honradez, se mantenía tan alejado del periodo soviético como fuera posible”.

Libros prohibidos

El fin de la Unión Soviética estuvo mediado por un proceso de apertura política que propuso, no sin resistencia de los líderes más conservadores del Partido, una progresiva democratización del país, lo que pasaba por una mayor apertura en favor tanto de la libertad de expresión y de pensamiento como de libertades civiles. De hecho, la glásnost, impulsada desde 1985 por Gorbachov y los jerarcas más liberales, puede ser traducida del ruso como apertura o transparencia, que, en la práctica, a poco de iniciado el proceso, cristalizó en la publicación de obras que habían permanecido censuradas.

En esa categoría estaba, por ejemplo, el libro que la premio Nobel bielorrusa Svetlana Aleksievich había trabajado desde los años 70, a partir de las voces de decenas de mujeres que se alistaron como voluntarias en el Ejército Rojo, sin que su rol fuera visibilizado previamente más que por la propaganda oficial, con una visión teñida por un heroísmo caricaturesco y reservado a francotiradoras convertidas en mitos y ejemplos patrióticos. En cambio, en el relato de Aleksievich la combatiente soviética es una mujer común en medio de una guerra en la que “no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana”.

En la estratificación social surgida a partir de los años 30, el historiador ocupaba una categoría de privilegio, cercana a la de los jefes locales del Partido e identificada genéricamente como parte de la intelligentsia. Al igual que con los escritores, ante quienes, de acuerdo con Moshe Lewin, ‘Stalin ejercía, en cierto sentido, de editor y asesor, o discutía con los autores la conducta de los personajes’, los historiadores eran funcionales al propósito del líder de ‘construir su propia imagen’.

Ese conjunto de relatos corales reunidos en La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2015) fue en un comienzo rechazado por editoriales y revistas, porque, según decían los editores, “no se percibe el papel dominante y dirigente del Partido Comunista”. Recién en 1988, el libro fue publicado en una primera edición y, tras la caída del régimen, apareció una edición ampliada.

Algo similar ocurrió con la publicación de obras derechamente prohibidas, como Doctor Zhivago y Vida y destino, de Boris Pasternak y Vasili Grossman, que hablaban en un caso de los años de la revolución, y en el otro, del estalinismo. Ninguna muestra un panorama ejemplar del comunismo soviético ni respondía al ideario de Andrei Zhdanov, secretario general del Partido en los años 40, quien había asignado a los escritores soviéticos el papel de “ingenieros del alma”. De ahí que, en 1958, tras la edición de Doctor Zhivago en el extranjero, Pasternak haya sido obligado a rechazar el Premio Nobel de Literatura. Y tres años después, la KGB asaltó el departamento de Grossman y requisó el original de Vida y destino, que fue catalogada por los censores de “una sucia calumnia contra la sociedad”.

En rigor, Grossman se había limitado a dar cuenta de esa extraña mezcla de terror y admiración que provocaba Stalin. Como se retrata en la novela, un chiste sobre el líder supremo, pronunciado entre amigos al calor de unas copas, bastaba para caer en desgracia. Una errata en un libro, en tanto, le costaba siete años de cárcel a un corrector. En una carta dirigida al mismo Jrushchov, Grossman apeló a la censura, argumentando que su libro contiene únicamente “verdad, dolor y amor por las personas”. En respuesta, Mijail Suslov, encargado de asuntos ideológicos del Politburo, respondió: “Usted dice que su libro está escrito con sinceridad, pero la sinceridad no es el único requisito para la creación de una obra literaria en nuestros días”.

Vida y destino, cuyo original había sido copiado antes de su destrucción, apareció por primera vez en Suiza, en 1980. Cinco años después, cuando Gorbachov llegó al poder, recibió en su despacho un expediente con carpetas de obras prohibidas, entre las que estaban Vida y destino y Doctor Zhivago. Luego de pasar por un comité, proceso que duró tres años, las obras fueron publicadas en su idioma original.

Mejor olvidar

Con el fin de la Unión Soviética y el juicio de 1992 al Partido, que terminó dándole la razón a Yeltsin, cualquiera hubiera pensado que el comunismo quedaba definitivamente atrás en Rusia. El comunismo, sus prácticas, su cultura. Pero la promesa de una sociedad democrática, según el modelo liberal al que aspiraba Gorbachov, no tardó en desdibujarse y con ella, la política de apertura de archivos.

Ya desde la segunda mitad de los 90 comenzaron las restricciones para su consulta, especialmente de aquellos referidos a la KGB. Entre medio hubo denuncias de destrucción y tráfico de archivos. Era una época confusa y amenazante, recuerda Remnick, en que todos vendían o compraban algo. En este contexto sobrevino el nuevo siglo y el arribo de Putin, que reivindicó la historia soviética y, de manera más solapada, la figura de Stalin. En 2006 prácticamente cerró el acceso a los archivos de la KGB y su antecesora, la NKVD. Pese al reclamo de familiares de las víctimas, argumentó que la apertura de esos archivos “conlleva riesgos” y “puede que no siempre sea agradable para los familiares abrir los casos de sus antepasados”.

A fin de cuentas, es un asunto de orgullo patrio: salvaguardar un honor que quedó maltrecho una vez que los archivos estuvieron a disposición de investigadores de Occidente y estos, con matices, sacaron a la luz las miserias y evidencias del horror. Los papeles más secretos de la Unión Soviética habían sido elaborados para permanecer en las sombras; de lo contrario, se volvían en su contra. De alguna manera, Stephane Courtois, coautor de El libro negro del comunismo (Arzalia, 1997), condensa el sentido último de los documentos cuando cuenta como la NKVD relata la visita del expresidente francés Edouard Herriot a Stalin: “Buen trabajo. No se ha enterado de nada. Solo hubo un incidente: se apoyó en una pared recién pintada y se le mancho la chaqueta”. Por cierto, todo lo que le mostraban estaba recién pintado, hecho para impresionar, como la escenografía desmontable de una película.

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