Premio Nacional de Historia y director del Instituto Ta Iñ Pewan de la Universidad Católica de Temuco, el autor de este ensayo sostiene que el Estado debe separar situaciones delictuales, como el narcotráfico y el robo de madera, de un problema eminentemente histórico-político, cuyas raíces se remontan a la crisis económica de 1857, cuando la élite pone los ojos en la rica zona mapuche y comienza un paulatino proceso de usurpación de tierras ancestrales por parte del Estado de Chile. Llama a buscar una salida alejada de la política militar y subraya: “Con las armas no se borra una memoria anclada en el trato que se dio al Pueblo Mapuche desde el siglo XIX hasta el día de hoy”.
por Jorge Pinto Rodríguez I 21 Septiembre 2022
La situación de La Araucanía se ha tornado cada vez más grave. Al viejo conflicto que instaló el Estado en el siglo XIX con el Pueblo Mapuche, se han sumado los generados por el robo de maderas y el narcotráfico. Pareciera que todos se potencian para que un territorio dotado de valiosos recursos sea identificado como una zona en la cual ningún gobierno ha logrado generar las condiciones para que su población, sobre todo rural, pueda vivir con tranquilidad. Sin embargo, conviene no confundirse. Tanto el robo de maderas como la violencia provocada por el narcotráfico son hechos delictuales que deben combatir la policía y los organismos judiciales, cuyo origen se puede vincular a un sistema en el cual se perdieron viejos valores en lo que Zygmunt Bauman llama la “modernidad líquida”. El otro conflicto, el del Estado con el Pueblo Mapuche, es de naturaleza distinta, sus raíces arrancan de la forma como la clase política que manejó el Estado decidió invadir este territorio hace 170 años, provocando heridas que aún supuran.
El desafío no es menor. Se trata de encontrar el punto de partida de una historia, más de sombras que de luces, que derivó en el conflicto Estado-Pueblo Mapuche que hoy afecta a la región, agravado por la decisión del Estado de enfrentarlo militarizando la zona y la respuesta de la Coordinadora Arauco Malleco y las Organizaciones de Resistencia Territorial de enfrentar esta decisión con su propia violencia.
Voy a partir por lo que he venido señalando desde hace varios años en libros y artículos, en los cuales asocio el origen del actual conflicto a una crisis económica, la de 1857, que colocó al país en un trance muy difícil, debido al cierre de los mercados de California y Australia al trigo y harina, junto con la brusca caída de la producción de plata en el norte. La crisis obligó a la clase política a debatir sobre cómo enfrentarla y qué decisión tomar para evitar que en el futuro se repitiera una situación tan delicada.
Artículos de prensa y ensayos escritos por economistas y miembros de la élite instalada en el poder plantearon dos alternativas. La primera consistía en enfrentar la crisis como un episodio coyuntural, que se resolvería una vez que los mercados internacionales se recuperaran; la segunda sugirió medidas más radicales, que pusieran término a la excesiva dependencia de las exportaciones de materias primas. Quienes optaron por la primera alternativa recomendaron mantener el modelo exportador, corrigiendo algunos errores cometidos en el pasado; quienes optaron por la segunda, plantearon la necesidad de introducir transformaciones más profundas, destinadas a potenciar el mercado interior e iniciar un proceso de modernización e industrialización. Se trataba de una vieja disputa entre los sectores más conservadores y un sector de la élite que pretendía avanzar hacia un capitalismo más propio del siglo XIX.
La disputa se inclinó hacia los primeros. Por lo tanto, solo se debían corregir los errores del pasado que derivaron en la crisis de aquellos años. Y no tardaron en descubrir uno que selló la suerte del Pueblo Mapuche. Un columnista de El Mercurio de Valparaíso lo señaló con toda claridad en una crónica publicada el 24 de mayo de 1859. El porvenir de Chile se encuentra, sin dudarlo —señaló el columnista—, en el sur; en el norte solo hay áridos desiertos que descubrimientos fortuitos de ricos minerales nos hicieron creer que en esos territorios estaba el futuro de Chile. La crisis permitió descubrir que las tierras abandonadas del sur garantizaban el porvenir. Era, entonces, “natural que las miradas de la previsión se dirijan hacia esa parte, la más rica y extensa del territorio chileno”. Además, agregaron otros comentaristas, desde aquellas tierras podríamos conectarnos con el Atlántico a través de las rutas trazadas por los conchavadores mapuche, para reemplazar los mercados perdidos de California y Australia, por otros que no habíamos explorado.
El problema era que esas tierras estaban pobladas por antiguos dueños, a los cuales en documentos anteriores las autoridades habían considerado como una nación que tenía derecho sobre ese territorio, como lo señaló, por ejemplo, Gaspar Marín, miembro del Congreso Constituyente que elaboró la Constitución de 1828. “Los araucanos i demás indíjenas —dijo el congresista en la sesión del 8 de junio de 1828—, se han reputado como naciones extranjeras; con ellos se han celebrado tratados de paz i otras estipulaciones y lo que es más, en los parlamentos se han fijado los límites de cada territorio, cosas que no se practican sino entre naciones distintas i reconocidas i no puedo comprender que al presente el Congreso se proponga darles leyes, no como a nación i si como a hombres reunidos, sin explorar su voluntad, sin preceder una convención i sin ser representados en la legislatura”.
Para salvar esa dificultad, los partidarios de invadir La Araucanía recurrieron a un argumento que contribuyó a complicar la relación del Estado con el Pueblo Mapuche. Esa región, “parte más bella y fértil de nuestro territorio”, estaba habitada por un pueblo salvaje, animales de rapiña, “hordas de fieras que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad y en bien de la civilización”, según planteó el autor de una crónica aparecida en El Mercurio de Valparaíso, el 24 de mayo de 1859.
En su versión más extrema maduró una política racista, conforme a los criterios del positivismo decimonónico que propuso el exterminio cultural y físico del mapuche. Lo denunció el propio comandante en jefe del Ejército del Sur, Cornelio Saavedra, en un informe que envió al ministro de Guerra, el 1 de junio de 1870, anticipando un conflicto que acompañaría a Chile hasta el día de hoy. Cito textual: “Como a los salvajes araucanos, por la calidad de los campos que dominan, se hallan lejos del alcance de nuestros soldados, no queda a estos otra acción que la peor y más repugnante que se emplea en esta guerra: es decir, quemar sus ranchos, tomarles sus familias, arrebatarles sus ganados y destruir en una palabra todo lo que se les pueda quitar. ¿Es posible acaso concluir con una guerra de esta manera, o reducir a los indios a una obediencia durable?”.
No se puede desconocer que en la decisión del Estado de invadir La Araucanía incidieron otros factores: la penetración por la costa de Arauco tras la búsqueda de carbón para la minería del norte; la escasez de tierras en el Valle Central y la necesidad de disponer de una zona en la cual instalar a los colonos que Chile se propuso traer desde Europa. Sin embargo, en mi opinión, habría sido la crisis de 1857 la que aceleró el proceso y le dio el sello a las acciones que describe Cornelio Saavedra.
Mañil y Kilapán resistieron con las armas la invasión a su territorio, pero fueron derrotados. El lunes 1 de enero de 1883, el coronel Gregorio Urrutia entraba victorioso a Villarrica, poniendo fin a la ocupación del Gulumapu. La tradición cuenta que Saturnino Epulef, uno de los lonko del lugar, lloró ese día de indignación e impotencia mientras Urrutia exhibía sus soldados en tono amenazante, señalando que su decisión no era pedir permiso para avanzar hacia la destruida ciudad, sino exigir que se sometieran a su orden.
A partir de ese momento el pueblo mapuche perdió su territorio, libertad y quedó expuesto a todo tipo de abusos por parte del Estado y los particulares que se apropiaron por medios fraudulentos de las pocas tierras que el Estado entregó a las comunidades, a través de los Títulos de Merced. Las Memorias de los protectores de indígenas, publicadas recientemente por Jorge Pavez y Gertrudis Payas, dan cuenta de manera impactante cómo los grandes cosecheros de trigo, los grandes explotadores de madera y gente pudiente fueron corriendo los cercos y empobreciendo a las comunidades.
“Lo que vais a leer son unas cuantas verdaderas bien amargas”, escribió Manuel Manquilef en 1915, en su libro Las tierras de Arauco, para continuar luego señalando que el Estado había convertido al mapuche en “pobres miserables, víctimas del gobierno [que] hoy eleva estatuas a esos conquistadores que, a fuerza de propagar vicios, le permitió quitar tierras, animales y, lo que es más, la vida de una nación”. La voz de Manuel Manquilef no fue la única que se escuchó por los campos de La Araucanía. Pascual Coña relató las amarguras de su vejez cuando terminó empobrecido por los abusos del invasor. Antes aun, en 1907 y 1913, otras más se unieron en el Trawun de Coz Coz y la Marcación de Painemal, respectivamente.
Por aquellos años se empezó a incubar el “ilkun” en las comunidades: la ira por las injusticias, abusos y discriminaciones. Una ira que derivó en la desconfianza que hoy impera en la región. Hubo algunos avances en el siglo XX; la política del diálogo y alianzas con autoridades de gobierno, encabezada por Manuel Aburto Panguilef y Venancio Coñuepán, permitieron la creación de la Dirección de Asuntos Indígenas (Dasin), a comienzos del segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo; sin embargo, no fueron suficientes. Es más, por esos mismos años, una nueva amenaza emergió en el horizonte cuando se empezó a hablar de los “cordones suicidas” que rodeaban las ciudades, expresión estas de un progreso que no se podía extender hacia sus entornos por las comunidades que las cercaban como “cordones suicidas”. En los años siguientes, el complejo escenario político en las décadas del 60 y del 70 derivó en la corrida de cercos y la represión que recayó sobre numerosos dirigentes mapuche durante la dictadura. Fue esa represión la que generó un repliegue que se fue superando a partir de la creación de los centros culturales en plena dictadura, que dieron paso luego a otras organizaciones que tomaron la bandera de la lucha que iniciaron los lonko a fines del XIX y comienzos del XX.
Numerosos jóvenes mapuche que llegaron a la universidad descubrieron una historia que el Estado ocultó. Eso fortaleció a las organizaciones emergentes. Al término de la dictadura, iniciativas como el Acuerdo de Nueva Imperial, firmado por el candidato Patricio Aylwin el 1 de diciembre de 1989, la creación de la Conadi, las propuestas de la Comisión Verdad y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas y la comisión designada por la presidenta Michelle Bachelet para abordar los conflictos en La Araucanía, no lograron resolver los conflictos. La paciencia de agrupaciones mapuche se agotó y la primera acción de la Coordinadora Arauco Malleco en Lumaco, el 1 de diciembre de 1997, fue seguida por otras acciones que convirtieron a la región en lo que la prensa llamó “Araucanía en llamas”.
Lo más grave es que en los últimos años se sumaron a este conflicto otros dos: los generados por el robo de maderas y el narcotráfico, produciendo una situación extremamente difícil, que aún no se resuelve. La decisión del Estado de criminalizar y judicializar el conflicto con las organizaciones mapuche que radicalizaron sus acciones, sin asumir que es un conflicto político que debe tratarse como tal, ha hecho todavía más compleja una situación que ha provocado muertes de comuneros mapuche, propietarios de tierras y miembros de la policía. Tampoco ha dado resultados la instalación de estados de excepción, como lo demuestra el fiscal regional Roberto Garrido en la cuenta pública del año 2021, al señalar que la violencia rural había crecido un 36%, a pesar del estado de excepción instalado el 13 de octubre de ese año. Sobre lo mismo, insistió días más tarde la Multigremial de La Araucanía y diversos reportajes de El Diario Austral de Temuco.
La CAM y las diferentes Organizaciones de Resistencia Territorial han declarado no renunciar a su estrategia para lograr la recuperación de sus tierras, su reconocimiento como pueblo-nación y el control territorial con la correspondiente autonomía para tomar ciertas decisiones, sin desconocer las facultades que debe conservar el Estado, haciendo infructuosas las decisiones del actual gobierno, encabezado por Gabriel Boric, de privilegiar el diálogo. Aunque las dificultades son enormes, no se debería renunciar a la posibilidad de abrir un cauce que dé paso a una alternativa distinta, que postergue la política militar impuesta por el Estado. Con las armas no se borra una memoria anclada en el trato que se dio al Pueblo Mapuche desde el siglo XIX hasta el día de hoy.
Imagen de portada: El machi Jorge Quilaqueo, en una escena del documental Bajo sospecha (2022), de Daniel Díaz Oyarzún.