La vida de Enrique Correa cristaliza como pocas los últimos 50 o 60 años del país, porque en él confluyen tres elementos esenciales para entender las dinámicas y transformaciones del poder: política, Iglesia católica y empresariado. Por eso en estos meses se han leído mucho dos libros (uno que cuenta con su venia y otro que no) que dan cuenta de su figura, con sus complejidades y también convicciones.
por Claudio Fuentes S. I 9 Septiembre 2025
“La historia es nuestra y la hacen los pueblos”, reza la famosa frase pronunciada en un momento crítico de la historia del país por Salvador Allende. ¿Pero la hacen los pueblos o, en realidad, la construyen algunos actores gravitantes de la historia política y social de un país? Las ciencias sociales y las humanidades han debatido extensa y latamente sobre el dilema agente-estructura, y esta discusión cristaliza en la siguiente pregunta: ¿son los agentes, aquellos individuos que concentran y gestionan el poder, quienes determinan los procesos sociales, o bien son ciertas condiciones más colectivas o estructurales las que definen el curso de los acontecimientos?
Al centrar nuestra atención en dos obras que exploran la trayectoria de un personaje relevante de la escena política nacional, Enrique Correa, una biografía sobre el poder, de Andrea Insunza y Javier Ortega, y Enrique Correa: mi vida, mi historia de Luis Álvarez, marcamos un énfasis en el individuo que en su andar fue dejando ciertas huellas más o menos marcadas en la vida republicana. Se trata de dos libros sobre el mismo personaje, pero de muy distinta factura. La obra de Insunza-Ortega es una meticulosa investigación periodística, la vida política del exdirigente y exministro Enrique Correa. Es un trabajo sobre el personaje, pero donde el protagonista no quiso ser entrevistado. El trabajo de Álvarez, en cambio, es una autobiografía en la que es el propio Correa quien se explaya, capítulo a capítulo, sobre las distintas etapas de su vida. Tenemos entre manos dos textos recorriendo el mismo período de tiempo, pero contado una vez en tercera persona y la otra en primera.
Ambos libros recorren la vida de un individuo que se formó en provincia, que viajó a la capital, que fue seminarista y dirigente político. Una persona que vivió en el exilio y en la clandestinidad durante la dictadura de Pinochet; que se convertiría luego en ministro de Estado y que terminaría de consultor o lobista. Casi 80 años de la vida de una persona (y de un país) que vivió la patria joven, el gobierno de Frei Montalva, los mil días de Allende, los 17 años de dictadura y los 30 años desde el retorno a la democracia.
¿Por qué escribir sobre Correa? Álvarez, en la introducción de la autobiografía, lo califica como “un personaje clave de momentos también claves” de la historia reciente de Chile. Lo define como una persona de bajo perfil y austero. Defiende que en su vida no hay misterios: “Hasta hoy no existe ninguna investigación judicial que lo haya involucrado. Nunca ha estado en una lista de potenciales imputados y menos de acusados por alguna irregularidad, pese a la tentación de investigarlo”. De acuerdo a este narrador, se habría conformado una mitología en torno a su agenda de contactos o a eventuales llamados telefónicos: “No hay evidencia de que ejerza el poder en las sombras, como se ha dicho insistentemente”. Álvarez insiste en que la labor histórica de Correa fue y ha sido la de generar buenas políticas públicas y “apaciguar crisis”. En política, a ese tipo de funciones se le conoce como un bombero, aquel personaje a quien se le encarga apagar incendios, abrir caminos de salida, negociar, establecer acuerdos.
Insunza y Ortega querían develar la inusual historia de un hijo de la clase media-baja, identificado con la doctrina social de la Iglesia católica, devenido en marxista-leninista y que “acabó convertido en el principal lobista del país y en consejero de grandes fortunas, mandatarios, ministros y cardenales”. Acá el desafío consiste en explicar cómo una persona que nace y se cría en un pequeño pueblo del norte chico de Chile (Ovalle) se convierte en uno de los hombres más influyentes del país y, luego, cómo se produce su ocaso.
La obra de Insunza y Ortega destaca por dos razones. La primera dice relación con el método de investigación periodística que trasluce varios años de recolección y contraste de fuentes, chequeo de datos y análisis del contexto que rodearon ciertos momentos críticos de la vida de Correa. La segunda, y en mi opinión la más transcendente, es que el texto permite, a partir de una biografía no autorizada, examinar 60 años de la historia política del país. La obra deja de ser la historia de un provinciano que devino en poderoso, para convertirse en una pulcra (y entretenida) narración sobre los intersticios del poder. Aunque se trata de un texto muy centrado en una figura particular, la narración nos lleva a cómo han funcionado las correas del poder en Chile.
1969: un grupo de la Juventud Demócrata Cristiana gatilla el quiebre dentro del PDC y establece un nuevo referente político, el Movimiento de Acción Popular Unitaria (Mapu), y en esa cocina chica, de acuerdo con los autores, estuvo Enrique Correa operando políticamente la salida de un grupo pequeño pero influyente de dirigentes que posteriormente ejercería un gran impacto en la vida política del país.
El propio Enrique Correa lo reconoce en su biografía: “El Mapu, igual que el Frente Amplio actual, tuvo siempre una vocación de poder muy grande. Desde los días en la JDC siempre estuvimos mirando hacia allá. Mientras más abandonamos los jugueteos chinos y fuimos asumiéndonos como un partido más soviético, mayor vocación de poder tuvimos, pese a que terminamos divididos por eso… No sé si estábamos ávidos de poder, pero sí con vocación de poder”.
Pero volvamos a la narración de Insunza y Ortega. Este trabajo va hilando un conjunto de eventos de la vida personal de Correa con la historia política del país. Su encuentro con Aylwin en Ovalle; su llegada a la capital; su vinculación con la Iglesia católica en el seminario, que perduraría por décadas; su inserción en la Democracia Cristiana; el vínculo cercano y personal con Rodrigo Ambrosio; su partida al exilio. Varios de los entrevistados definían a Correa como una persona exigente, dura y rigurosa. Los capítulos sobre su vida en la clandestinidad en Chile reflejan de modo prístino los dilemas que enfrentaba la oposición al régimen: ¿agudizar las contradicciones o pactar?, ¿fomentar la organización de base o posibilitar acuerdos elitistas?, ¿continuar la senda del marxismo-leninismo o tomar las banderas liberales? Al parecer, un momento crítico para su trayectoria vital fueron los años 1987-1988, cuando se estaba modelando el camino de la transición. Esteban Valenzuela —un exdirigente del Mapu y hasta hace muy poco ministro de Boric, por cierto— señalaría que cuando Correa entró al comando del NO sufriría una “transformación pragmática”.
En su autobiografía, a su vez, Correa relata que él realizaba unos talleres de análisis de coyuntura en la Pastoral Obrera y fue allí donde se encontraba de modo frecuente con Genaro Arriagada. Arriagada había sido nombrado por Aylwin como el coordinador ejecutivo de la campaña por el NO y fue en ese contexto que se le invitó a integrar una dirección ejecutiva, junto a Carlos Figueroa y Ricardo Solari, además de un comité técnico donde participaban Ignacio Walker, Manuel Antonio Garretón y Eugenio Tironi. La vocación de poder pudo más que sus convicciones marxistas-leninistas, que dejó en el pasado.
Correa se transformaría en el más aylwinista de todos los socialistas, pero al mismo tiempo le permitía al presidente vincularse con el ala más de izquierda del Partido Socialista y conectarse con diversos “lotes” o grupos de aquel sector. Según Insunza-Ortega, para la derecha, el empresariado y los militares fue más difícil aceptarlo, pues era percibido como un “comunista”: sus orígenes provincianos, su ausencia de patrimonio, su forma de pronunciar las palabras, la ausencia de modales: nada de ello era propio de la clase alta.
Todo lo anterior lo convertiría en un caso atípico. Sus particulares habilidades políticas lo llevarían a encumbrarse en altas esferas de poder. Comenzó a implementar las mismas técnicas de persuasión y de síntesis de la realidad que aplicaba en un Taller de la Pastoral Obrera con los grandes grupos empresariales en Chile. La empresa Correa & Correa (y luego Imaginacción), ofrecería servicios de asesoría comunicacional, pero también de gestión de intereses o lobby. Pasaron por allí Almacenes París, el grupo Luksic, SQM, Álvaro Saieh, José Said, Alberto Kassis y empresas del retail, la industria minera y marítimas.
Correa ha sido uno de los pocos actores que ha buscado intencionadamente regular el trabajo del lobby. Sostiene él que “contra todo lo que dice la caricatura, la Concertación fue la que torció este destino neoliberal de las políticas económicas y lo que hizo fue construir gradualmente un tipo de economía que unía un mercado potente con un Estado con iniciativa (…) lo que promovió fue una combinación virtuosa de un mercado muy dinámico con un Estado con iniciativa, esto es, un cierto espíritu socialdemócrata”.
Aquí radica la esencia, el corazón de la trayectoria de vida de la propia Concertación y que es encarnado en una de las versiones más elaboradas por Enrique Correa. Cualquier biografía sobre el poder que se quiera realizar en Chile acerca de los últimos 50 o 60 años, requiere incluir tres elementos: política —sobre todo a la DC, el PS y el PC—, Iglesia católica y empresariado. Enrique Correa en diferentes etapas de su vida ha encarnado estas tres dimensiones del poder con particular nitidez. La gran crítica que hicieron las nuevas generaciones al período concertacionista es precisamente la renuncia a ciertas convicciones en beneficio de los intereses empresariales vía concesiones, crédito universitario, licitaciones públicas, etc.
La defensa que Correa realiza es que no hay un desarrollo posible sin incorporar a los actores que de facto ejercen el poder, sean ellos militares o empresarios. Esta cuestión es clave en la historia reciente de Chile: ¿cuánto se escuchan y aceptan los predicamentos del sector privado vis à vis las demandas de otros sectores de la sociedad? ¿Dónde se coloca el límite en esta desigual distribución de poder entre las élites y la sociedad? ¿Qué es lo que separa la gestión de intereses del “tráfico de influencias”? ¿Es posible distinguir entre gestionar intereses y traficar influencia?
Correa, en su autobiografía, realiza una interesante reflexión sobre el poder. Señala que fue un devoto lector de Lenin y de Gramsci, pero que con los años comprendió que toda aquella reflexión provenía de Maquiavelo, quien sostenía que un factor esencial en la vida política era la capacidad de incidir en el desarrollo de los acontecimientos, “porque en eso consiste el poder, en la capacidad de influir en el desarrollo de los acontecimientos”.
Resulta particularmente notable que Correa opte, al final del día, por Maquiavelo. Como sabemos, Maquiavelo fue no solo un escritor y filósofo, sino que ejerció como consejero en la República de Florencia. En su obra El príncipe, expone que la acción humana debe guiarse no por ideales doctrinarios (religiosos o programáticos) sino por el realismo de preservar y expandir el poder. La crueldad o bondad de un gobernante deben ser instrumentales al objetivo de preservar el orden social.
En su libro, Correa critica a quienes lo cuestionan: “Cuando han hablado de nosotros —los que trabajamos en Imaginacción— como traficantes de influencia, nunca nos han acusado de nada específico, no ha habido un solo caso, y eso es porque no hemos participado en nada, sino que, por el contrario, hemos sido los que hemos combatido el tráfico de influencias”. A Correa le molesta que lo acusen de haber hecho tráfico de influencias: “Se ha creado la idea, la leyenda acerca de mí, como poseedor de un poder ilimitado o de un inmenso poder. Yo no me reconozco en eso”.
Volvamos a Insunza y Ortega. Allí se da cuenta de la expansión del giro de los negocios de Imaginacción, que incorporó no solo asesorías a empresas sino también asesorías comunicacionales para enfrentar crisis. La particularidad de Imaginacción fue su ductilidad para abordar una multiplicidad de conflictos personales, empresariales y políticos que requerían de manejo comunicacional en momentos complejos. Pero, además, en sus oficinas se discutían y atendían (de modo ad honorem, plantearía Correa) informalmente una serie de temas de contingencia política. Donde ambas versiones coinciden (la biografía no autorizada y la autobiografía) es que el propósito de Correa ha sido influir en los acontecimientos, y que ejercer influencia es ejercer poder.
La obra de Insunza-Ortega debiera convertirse en un texto obligado para quienes deseen comprender las transformaciones de las relaciones de poder en el Chile contemporáneo. Allí se ven reflejados los partidos, la Iglesia, el gran empresariado y, más recientemente, incluso el mundo del espectáculo.
Las portadas de los libros develan a dos personajes, uno vestido de corbata, serio, en su rol de ministro, con el ceño fruncido, alzando la mano para detener seguramente la pregunta de una periodista (el texto de Insunza y Ortega). La otra es una fotografía que muestra a un personaje más bonachón, sonriente, con los brazos cruzados, vestido con una tenida informal y muy dispuesto a conversar (la autobiografía). Dos manifestaciones, dos retratos, de un personaje complejo y fascinante.
Enrique Correa: una biografía sobre el poder, Andrea Insunza y Javier Ortega, Catalonia, 2025, 556 páginas, $29.500.
Enrique Correa: mi vida, mi historia, Luis Álvarez, Planeta, 2025, 376 páginas, $22.900.