Las sinuosidades de la línea del color

Cuando el sociólogo y activista por los derechos civiles W. E. B. Du Bois señaló que el problema del siglo XX era el de la segregación racial, no pensaba solamente en Estados Unidos ni en su etnia. De hecho, ha sido central en la discusión política de los últimos 100 años: desde la conquista colonial europea en África o el Holocausto, hasta el genocidio ruandés o las discriminaciones a los musulmanes en Europa. Pero en EE.UU. cada tanto vuelve a ocurrir una muerte que indigna y estremece, como fue la de George Floyd. “La raza importa”, dice el filósofo Cornel West en este reportaje que se sumerge en las raíces de la antropología, pero también en la filosofía y la historia, para entender la magnitud de la gran batalla moral: la igualdad étnica.

por Patricio Tapia I 31 Agosto 2020

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Entre los encuentros sorpresivos de gran­des figuras —el de Alejandro Magno y Diógenes de Sinope en el siglo IV a. de C.; el de Goethe y Napoleón en 1808; el de Frankenstein y el Hombre Lobo en la película de 1943— se encuentra también el que protagonizaron Franz Boas y W. E. B. Du Bois a comienzos del siglo. Cuando en 1906 el antropólogo Boas fue a Atlanta por invitación del historiador, sociólogo y economis­ta Du Bois para participar en el aniversario de esa pequeña universidad afroestadounidense, ambos se encontraban en momentos cruciales de sus respectivas vidas, procurando institucionalizar sus argumentos e investigaciones. No es aventurado establecer esa reunión como un momento estelar en la lucha contra el racismo moderno. Parecían haberse cruzado en trayectorias contrapuestas: Boas era un blanco que venía de Alemania y que pretendía en Estados Unidos sentar las bases de una disciplina; Du Bois era un negro estadounidense que después de sus estudios europeos (justamente en Alemania) y sus triunfos académicos (fue el primer afroamericano en recibir un doctorado en Harvard en 1895) estaba dedicado a la enseñanza, que compaginaba con su labor de escritor.

La situación de ambos no era del todo simétrica. En 1906 Boas ya había dirigido el departamento de antropología en la Universidad de Columbia duran­te una década y por más de un lustro era miembro de la Academia Nacional de Ciencias; había ocupa­do cargos importantes en sociedades profesionales y como editor de revistas. Era quizá el antropólogo más distinguido en los Estados Unidos, aunque aún no había alcanzado la preeminencia que tendría en los años 20 y 30.

Du Bois, por su parte, 10 años menor que Boas, aún no comenzaba su extendida labor en los movimientos de derechos civiles, contra la segregación y el panafricanismo; apenas había dado inicio a su larga lista de libros, pero ya había publicado el más famoso y leído, Las almas de la gente negra (The Souls of Black Folk, 1903), que resuena hasta hoy. Allí apa­rece su famosa frase: “El problema del siglo XX es el problema de la línea del color”; y también se expresa la idea de la “doble conciencia” del negro. Su enorme y continua influencia sobre los intelectuales negros posteriores se percibe en dos libros tan importan­tes como distintos, aunque publicados el mismo año 1993: Race Matters, de Cornel West; y Atlántico negro, de Paul Gilroy, en que Du Bois es una presencia tu­telar.

¿Pero por qué Franz Boas es importante en la lucha contra el racismo? Un par de libros recien­tes intenta responder, de manera entusiasta uno y más crítica otro, esta incógnita.

Boas y los suyos

Una crónica del naci­miento de la antropo­logía cultural del siglo XX, siguiendo la vida a veces excéntrica de un puñado de estudiosos aventureros que viaja­ron a lugares aislados y/o peligrosos para ha­cer sus investigaciones, refiriendo tanto sus hazañas y celos románticos como sus hazañas y ce­los profesionales, entrega Charles King en Gods of the Upper Air. El título viene de una cita de una de las integrantes de ese círculo, Zora Neale Hurston, quien en un libro comparó la amplia perspectiva de esos “dioses del aire superior” con la pequeñez de los “dioses de los casilleros”.

King, historiador y profesor de asuntos interna­cionales, hace una apasionada y apasionante defensa de la importancia de Boas y su círculo para la pri­macía de la tolerancia (un término más aceptado) o el relativismo (uno más desprestigiado). Según él, el rechazo actual del racismo, el sexismo, la homofobia, sería en parte gracias a la antropología desarrollada por ellos; y su libro, dice, es “sobre mujeres y hom­bres que se encontraron en la primera línea de la ba­talla moral más grande de nuestro tiempo: la lucha por demostrar que, a pesar de las diferencias de color de piel, género, habilidad o costumbre, la humanidad es una cosa indivisa”.

En el centro del libro está Boas, figura fundamen­tal en la antropología, aunque al principio era un estu­dioso marginal, excéntrico e itinerante. Judío nacido en Prusia, su recorrido por Alemania fue entre varias universidades e igual cantidad de duelos. Estudió físi­ca, pero pronto se unió a una generación de académi­cos entusiasmados con las promesas de la etnología para explicar la diversidad humana, convertido en explorador. Su primera incursión como geógrafo fue un viaje entre 1883 y 1884 a la Isla de Baffin en el Ár­tico (acompañado por un sirviente de la casa paterna). Pero el terreno y el clima lo llevaron a pasar más tiem­po hablando con los lugareños y aprendiendo sobre ellos. Tomó notas acerca de la construcción de un iglú y la estructura de los trineos tirados por perros, de cómo usar un traje de piel de caribú, anotó canciones y, como su sirviente se refería a él como “Herr Doktor”, revisó a los aldeanos como médico (vio los estragos de una epide­mia de difteria).

Franz Boas y su círculo de antropólogos mostraron a través del trabajo de campo en distintas partes del mundo la ‘naturaleza plural, fluida e infinitamente adaptable, tanto de los cuerpos humanos como de las sociedades que crean’.

Partió a Nueva York, para reunirse con la joven austria­ca con que se había comprometido estan­do en la isla. Como las perspectivas aca­démicas eran pobres en Alemania, viajó de nuevo a Norteaméri­ca en 1886, donde se casaría y proseguiría sus expediciones et­nográficas, esta vez en la Columbia Británica canadiense. Esperaba que ese trabajo de campo lo po­sicionara mejor para un empleo en Estados Unidos. Pudo obtener uno en la nueva revista Science y un puesto académico en la naciente Universidad Clark. Participó en exposiciones y museos. En la universi­dad de Columbia obtuvo en 1897 una cátedra en el nuevo departamento de antropología (en no pocos de estos logros tuvo la ayuda lateral o anónima de un tío suyo, Abraham Jacobi, importante médico exiliado en Nueva York).

En Columbia Boas creará una escuela estadouni­dense de antropología. Aunque él no estaba del todo en sintonía con la visión de que unas etnias eran su­periores a otras y de que el tamaño de las cabezas era un modo de comprobarlo, Boas pasó mucho tiempo midiendo cráneos, pues se había convencido de la importancia de la inducción: el examen empírico de una variedad de grupos y la suspensión de las gran­des teorías, hasta que se recopilaran suficientes da­tos. Una de sus primeras subvenciones importantes provino, en 1908, de la Comisión Dillingham del Congreso, para estudiar los efectos de la reciente ola de inmigración de individuos “inferiores” europeos en Estados Unidos. Se le pidió un informe y bajo su supervisión se tomaron medidas de casi 18 mil perso­nas: hijos de inmigrantes nacidos en los Estados Uni­dos. Los resultados mostraron que esos niños tenían más en común con otros niños estadounidenses que con sus antepasados, adaptándose a sus nuevos entor­nos, incluso en la forma de su cabeza.

Inadaptados y disidentes

El trabajo de campo de Boas fue tan influyente como la formación de una nueva generación de antropólo­gos universitarios. A Boas y sus seguidores los movía la noción de que hay innumerables cultu­ras y estilos de vida, y que clasificarlos o separarlos en ca­tegorías arbitrarias era un error. Él y su “círculo de antropó­logos renegados” (en palabras de King) o de “inadaptados y disidentes” (como los llamó un rector de la Universidad de Columbia), mos­traron a través del trabajo de campo en distintas partes del mundo la “natura­leza plural, fluida e infinitamente adap­table, tanto de los cuerpos humanos como de las sociedades que crean”. También, que las costumbres y creencias europeas constituyen una forma de ser más.

Boas fue profesor de un gran número de estu­diantes de doctorado, casi la mitad de los cuales eran mujeres. Es cierto que tuvo alumnos que alcanzarían gran notoriedad (Melville Herskovits, Edward Sapir, Paul Radin, Alfred Kroeber), pero King se detiene en cuatro mujeres: Zora Neale Hurston, Ella Cara Delo­ria, Margaret Mead y Ruth Benedict.

Hurston y Deloria utilizaron lo que aprendieron de Boas para estudiar sus propias comunidades. De­loria, nacida y criada en una reserva india de Dakota, colaboró con él en un estudio lingüístico de los Sioux. Hurston, la única afroestadounidense del cuarteto, fue una escritora sobresaliente del movimiento llamado “Renacimiento de Harlem”. Boas la alentó a regresar a su Sur natal como trabajo de campo para recolec­tar folclor afroamericano; también viajó a Jamaica y Haití, donde exploró historias de zombies (tomó la primera fotografía de uno de ellos). Pero todavía se valoraba poco la cultura afroamericana y el trabajo de Hurston fue bastante ignorado en su tiempo. Su historia es triste: murió en la pobreza, enterrada no se sabe bien dónde.

Margaret Mead y Ruth Benedict encontraron en ese círculo ámbitos de libertad. Benedict había sido un ama de casa deprimida antes de convertirse en an­tropóloga (y, por un tiempo, amante de Mead); articu­ló el enfoque de Boas en su libro Patrones de cultura (1934), dando a su idea central un nombre que haría fortuna: “Relatividad cultural”. En la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense le pidió ayuda para “descifrar” la cultura japonesa a distancia, en un trabajo del cual nace­ría su libro El crisan­temo y la espada (1946).

Margaret Mead merece un lugar des­tacado, particularmen­te por las relaciones entre su vida personal y profesional. Boas le sugirió ir al Pací­fico Sur, experiencia que cristaliza en el li­bro Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928). A partir de la observación de esas culturas, cuestionó las certidumbres occiden­tales sobre la fidelidad y los roles sexuales. La propia vida de Mead fue un trabajo de campo en ese sentido. Inclinada a lo que ahora se llamaría “poliamor” e impaciente ante la monoga­mia, Ruth Benedict fue el gran amor de su vida, aun­que tuvo muchas relaciones con hombres (una con Edward Sapir) y no pocos matrimonios (el tercero, y último, con Gregory Bateson). Ella fue quizá quien dio mayor figuración a la escuela, a través de su larga asociación con el Museo Americano de Historia Natu­ral y su popularización de la antropología en revistas generales y programas de televisión.

En la década del 30, Boas se preocupó por los acontecimientos en su Alemania natal y el resurgi­miento de las ideas raciales a las que siempre se opu­so. No pudo ver la derrota del régimen que las llevó a su punto más alto (o más bajo), el nazismo, pues murió en 1942, de un infarto, en un almuerzo en ho­nor de Paul Rivet, el fundador del Museo del Hombre en Francia, expulsado por la ocupación alemana. Las últimas palabras de Boas se las dijo a Rivet: “Nunca debemos dejar de repetir la idea de que el racismo es un error monstruoso y una mentira descarada”. Allí estaba presente un joven Claude Lévi-Strauss.

 

Tres hitos en la lucha por la igualdad de derechos en Estados Unidos: los disturbios en Tulsa de 1921; la marcha de Selma a Montgomery de 1965, y los disturbios en Los Angeles de 1992.

 

Si bien King subraya el carácter pionero de Boas en su igualitarismo, apunta de pasada que la inferioridad “cultural” podría ser un sucedáneo de la “racial”. Punto que lleva al extremo el antropólogo Mark Anderson en su libro From Boas to Black Power, en el cual sostie­ne que el “antirracismo” liberal de la escuela de Boas finalmente favoreció el privilegio blanco, porque dificultó un verdadero cambio social. Su libro comienza con la referencia a una conversación de varias horas en 1970 entre Margaret Mead y el escritor James Bald­win, transcrita en el libro A Rap on Race (1971). Mead, de 71 años, era la antropóloga más famosa del país y matriarca de la conciencia liberal; Baldwin, de 46 años, era un aclamado novelista, portavoz del movimiento de derechos civiles, pero sus desacuerdos reflejarían las “paradojas” del liberalismo antirracista que los an­tropólogos ayudaron a construir. Hasta mediados de la década del 60, el movimiento por la igualdad étnica era cívicamente nacionalista, identificándose con los valores estadounidenses, pero al final de ese período, el fracaso en la lucha por los derechos civiles favoreció el surgimiento del Poder Negro, ideología que rechaza­ba a Estados Unidos. La antropología, según el libro de Mark Anderson, habría ayudado a producir una ima­ginación liberal que intentó conciliar la coexistencia del racismo y la democracia.

El legado de Du Bois

En el curso del siglo XIX arraigó la moderna idea de “raza” y que se desarrolló antes que la genética mo­derna. La genética, en realidad, echaba por tierra las “esencias” raciales: el gusto por la música rítmica o la facilidad para el básquetbol, o el gusto por la poesía romántica o los dotes como equitador, se debían a algo más complejo que las “esencias” negra o blanca; y demostraba, además, que la mayor parte del material genético es compartido por todos los seres humanos.

Sin embargo, la “raza importa”. Así titula uno de sus libros Cornel West. En Race Matters (publicado originalmente en 1993) recuerda que alguna vez lo de­tuvieron mientras conducía por sospecha de tráfico de cocaína. Cuando dijo que era profesor de religión, el policía le respondió: “Sí, y yo soy la Novicia Vola­dora. ¡Vamos, negro!”. La etnia o el color era determi­nante, aunque West ya era un prominente intelectual público. Filósofo, activista, profesor en las universi­dades más importantes de Estados Unidos y actor (si consideramos su presencia en la trilogía The Matrix), es un hombre de elegancia victoriana en su vestir y aliento de profeta bíblico en su oratoria. Race Matters es su intento de presentar un “marco profético”, que entiende como la crítica de la democracia a sí misma, una empresa para expandir la empatía y la compa­sión, impulsada por un “sentido trágico de la vida distintivamente negro”, porque en su opinión, uno de los defectos más evidentes de la democracia moderna es su incapacidad para extender sus beneficios a los pueblos negros.

El libro analiza los disturbios de Los Angeles (1992), la acción afirmativa y el asesinato de Malcolm X, entre otros episodios. Cada uno es presentado como parte de un contexto más amplio: identificando en cada capítulo un problema específico que afecta a los afroamericanos. Por ejemplo, el “nihilismo” que impregna de la sensación de inutilidad que subyace a los problemas del crimen y las drogas: un creciente empobrecimiento espiritual que ha llevado al colapso del sentido de la vida, la falta de esperanza, la ausen­cia de amor propio y hacia los demás. West cierra el libro presentando el pensamiento de Malcolm X como un modelo que, con modificaciones, podría servir como base para lograr la armonía étnica. Aunque la experiencia negra es su modelo principal, siempre busca encontrar en ella lecciones que puedan ayudar a aliviar a los oprimidos por categorías distintas de la “raza”. En el “Prefacio de 2001”, señala que las personas negras en EE.UU. han sufrido niveles sin precedentes de vio­lencia durante casi 400 años y concluye: “El problema del siglo XXI sigue siendo el problema de la línea de color” (esta es una de las múltiples referencias a Du Bois; jamás menciona a Boas).

Cuando Du Bois señaló que el problema del siglo XX era el de la segregación racial (o la “línea de color”), no pensaba solamente en su país ni en su etnia. De he­cho, fue central en la discusión política y moral de ese siglo: desde la conquista colonial europea en África o el Holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial o el apartheid sudafricano, hasta el genocidio ruandés en 1994 o las discriminaciones producto de migraciones masivas (latinos en Estados Unidos, musulmanes en Europa). Como señala el filósofo anglo-ghanés Kwame Anthony Appiah en Las mentiras que nos unen (2018) – quien también cita la frase de Du Bois–, las diferencias entre grupos que se definen a sí mismos por una as­cendencia común pueden estar en la base de una iden­tidad social, independientemente de que tengan una base biológica. Para Appiah, también “la raza importa”.

Du Bois, por cierto, era un orador que conmovía a la vez que un intelecto punzante. Con una amplia formación, tuvo una larga trayectoria académica que compatibilizó con su labor de escritor, poeta, editor y activista. El racismo y la discriminación fueron los objetivos de sus polémicas. Documentó distintos disturbios raciales (especialmente el llamado “verano rojo” de 1919 en todo EE.UU.). Fundó grupos políti­cos del movimiento de derechos civiles y la lucha contra la segregación; fue participante y organizador desde 1919 en los congresos del movimiento pana­fricano, el cual sería fundamental para las luchas independentistas de varios países de África. Todo eso le costó una enorme presión política y ser cons­tantemente vigilado por la agencia de inteligencia de su país, al punto que en 1961 decidió abandonar Estados Unidos para establecerse en Ghana, donde murió en 1963, a los 95 años.

Publicó más de 30 libros, desde poesía y crónica hasta novela y autobiografías. Su obra más recono­cida, Las almas de la gente negra, retomaba algunos puntos que había presentado en su monumental y pionero estudio sociológico The Philadelphia Negro (1899), pero ahora agregaba una nueva dimensión, el arte: cada capítulo comienza con la mención a una canción negra y dedica uno entero (“Sobre los cantos de tristeza”) a los spirituals nacidos en la época de la esclavitud. En el primer capítulo habla de la doble conciencia: “Este sentido de estar siempre percibién­dose a uno mismo a través de los ojos de los demás”, siempre sintiendo su dualidad: “Un estadounidense, un negro; dos almas, dos pensamientos, dos luchas irreconciliables; dos ideales en pugna en un solo cuerpo oscuro, cuya fuerza incansable es lo único que lo mantiene a salvo de ser desgarrado”.

Para Paul Gilroy, el foco para comprender la historia, la política y la cultura no pueden ser los Estados-nación, sino algo más amplio y postula al ‘Atlántico negro’ como marco. Lo considera una unidad formada de diversos elementos aportados por los pueblos de la diáspora africana forzada al trabajo esclavo.

Es esa noción la que alimenta a uno de sus se­guidores más considerables, el historiador y profesor de sociología Paul Gilroy, británico que en un libro fundamental de 1993, Atlántico negro, establece una relación entre las culturas literarias y vernáculas de la diáspora negra con las formas políticas y filosófi­cas modernas.

Para Gilroy, el foco para comprender la historia, la política y la cultura no pueden ser los Estados-na­ción, sino algo más amplio, y postula al “Atlántico negro” como marco. Lo considera una unidad forma­da de diversos elementos aportados por los pueblos de la diáspora africana forzada al trabajo esclavo. Ve la etnia como el producto histórico de múltiples encuentros culturales y políticos entre europeos y africanos en toda la zona atlántica, enfatizando la perspectiva transnacional e intercultural y las cultu­ras compuestas o “criollas” surgidas de esa diáspora.

Al ubicar las experiencias de esas poblaciones del Atlántico negro dentro de los procesos históri­cos modernos, Gilroy reelabora la oposición entre tradición y modernidad que atribuye la historia, el progreso y la razón a Occidente a medida que envía africanos y sus descendientes a la perpetua ajenidad. En contraste con esta “modernidad” inmaculada, Gilroy se refiere a la esclavitud misma como un fenó­meno de la modernidad y a la complicidad de aque­lla modernidad en la dominación racial (algo que ya había visto Diderot). Y así, los modos de expresión y la conciencia presentes en la música, la danza y la literatura de la diáspora negra reelaboran los temas de la Ilustración y la cultura occidental en formas que proyectan nuevas concepciones. La tradición ya no puede verse como un depósito de identidades étnicas y culturales fijas, sino como una forma de discontinuidad histórica: los elementos de la cultura tradicional africana están necesariamente separados de sus orígenes y los fragmentos que subsisten de­ben ser recuperados por la memoria social y movilizados a través de sus comunidades. Por eso, Gilroy critica con decisión el afrocentrismo, que plantea un tiempo histórico lineal, interrumpido temporalmen­te por la esclavitud, a través del cual puede afirmarse una cultura africana invariable. Pero sus argumentos se aplican también a los racismos eurocéntricos que usan la tradición para excluir la presencia negra de la participación en la vida moderna.

Du Bois es un mentor teórico de Gilroy: es uno de los autores más citados en su libro y de quien toma la idea de la “doble conciencia” como hilo con­ductor. Du Bois fue uno de los primeros en teorizar una autenticidad negra con luz propia y esencial­mente occidental. La “doble conciencia” fue lo que dio a los negros en Occidente un punto de vista privilegiado. En el argumento de Gilroy, la “maldi­ción” de la negritud, el exilio, el trabajo forzado, se reconstruye como una fortaleza, en parte debida a esa posición a la vez dentro y fuera de Occidente. Esa duplicidad le da a la producción cultural de la diáspora su carácter distintivo, alimentada por “pul­sos elocuentes del pasado”. Además, muchos de los escritores de los que se ocupa atravesaron fronteras nacionales en su pensamiento y en su vida. El ca­pítulo sobre Richard Wright refiere su paso desde Mississippi a París, o de España hasta África. De Du Bois considera su experiencia alemana e influencias europeas. Y quizá de Du Bois también toma su inte­rés por la música. Uno de los logros de Gilroy está en su capacidad para vincular elevadas preocupaciones teóricas (etnia, nación, modernidad) junto con mani­festaciones muy concretas de ellas (por ejemplo, sus observaciones sobre la música afroamericana, desde los spirituals hasta el hip-hop o el reggae).

Regreso a 1906

¿Fue importante? Muchos historiadores han ignora­do el encuentro mencionado al comienzo entre Boas y Du Bois en 1906. O lo presentan como una curiosi­dad. Gilroy apenas lo alude y King destaca en cambio otro encuentro de ambos, en Londres, en 1911. Pero efectivamente tuvo un gran impacto, al menos en Du Bois, quien en su libro Black Folk Then and Now (1939) reflexionó sobre la profunda impresión que Boas le causó al instarlo a estudiar el pasado africano. La reunión no carecía de riesgos incluso entonces. El sur profundo era un lugar peligroso, tanto para los afroestadounidenses como para los liberales. Solo en 1906, 64 afroestadounidenses fueron linchados y cuatro meses después del viaje de Boas, estallaron los llamados disturbios raciales de Atlanta.

El encuentro de sus ideas produjo chispas que encenderían sus respectivas rutas en los años próxi­mos, tanto en sus logros como en sus legados, como reformadores sociales e intelectuales, Boas ahondan­do el recurso a la ciencia y Du Bois derivando cre­cientemente a la política. Por casi seis décadas Boas ayudó a establecer la antropología como disciplina y confrontó las falsedades del racismo con pretensio­nes científicas. Por las mismas casi seis décadas Du Bois vio, experimentó y registró las esperanzas de los negros destrozadas por innumerables atrocidades y asesinatos. Y pasó a ser una de las figuras más desta­cadas de la política del siglo XX. Su causa, por cierto, incorporaba a personas de color de todas partes del mundo y no solo afroestadounidenses (los asiáticos también eran de color, aunque de uno distinto).

A pesar de que apenas una letra separa “Boas” de “Bois”, ambos hombres no podían ser más distintos: Boas era blanco, pero con su pelo alborotado y su rostro surcado de cicatrices (por sus duelos) y su ac­titud montaraz, podría haber pasado por un salvaje o, en el mejor de los casos, por un genio loco. Du Bois era negro, pero de maneras refinadas y excepcional­mente atildado, un gentleman oscuro. Lo más inte­resante, entonces, quizá está en su reconocimiento mutuo (o Herzensbildung, podrían haber dicho, uno alemán y el otro formado en Alemania), en la perspectiva de una humanidad común, o de compasión, como la llamaría Cornel West.

En sus tiempos en la Isla de Baffin, Boas pensó en una palabra adecuada para el sentido de respeto que sus anfitriones autóctonos mostraban hacia él, así como la educación recíproca que obtenía de ellos. Esa palabra la había encontrado en los escritos de Humboldt y otros filósofos, y parecía la mejor ma­nera de describir lo que sentía: Herzensbildung, que suele traducirse por tacto o sensibilidad, pero que Charles King explica mejor según las partes de ella: la formación del corazón propio, que sirve para ver la humanidad del otro.

 

Gods of the Upper Air, Charles King, Editorial Doubleday, 2019, 431 páginas, U$30.

From Boas to Black Power, Mark Anderson, Editorial Stanford University Press, 2019, 262 páginas, U$90.

Las mentiras que nos unen, Kwame Anthony Appiah, Editorial Taurus, 2019, 328 páginas, $15.000.

The Souls of Black Folks, W. E. B. Du Bois, Editorial Restless Books, 2017, 272 páginas, U$19,99.

Race Matters. 25th Anniversary, Cornel West, Editorial Beacon Press, 2017, 128 páginas, U$22,95.

Atlántico negro, Paul Gilroy, Editorial Akal, 2014, 288 páginas, $31.140.

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