Dos primos libaneses, un mafioso italiano de segunda categoría y un agente de la DEA protagonizan Sombras del crimen, la elogiada investigación del periodista británico Miles Johnson, que revela la manera en que se trafica droga y se lava dinero a nivel global, en una compleja y sofisticada trama que abarca desde las selvas de Colombia hasta los puertos de Europa y Medio Oriente. Este texto es un anticipo del número 22 de revista Santiago, que incluye un especial dedicado al tema de la violencia y pronto circulará en librerías.
por Marcelo Somarriva I 30 Septiembre 2024
Hace algunas décadas, la globalización económica venía con un relato utópico que prometía la liberalización de los mercados, el debilitamiento de los Estados nacionales y una mayor movilidad de la gente por el mundo. Se suponía que el hosco nacionalismo iba a dar pie a un cosmopolitismo amigable. Hoy vivimos entre las ruinas de esa utopía. El anti-globalismo es la consigna que une a los más duros de izquierda y derecha, y el nacionalismo ya no parece un artefacto del pasado; por el contrario, es un arma reluciente. El proteccionismo económico se asoma por todos lados y hasta las grandes empresas globales, aquellas que manejan el intercambio de información y bienes del mundo (Google, Amazon, Facebook, TikTok), ahora se miran con sospecha.
Con todo, si se trata de destacar los lados sombríos de la globalización, no hay ninguno más turbio que las redes por donde opera el crimen organizado.
El periodista británico Miles Johnson se ha especializado en estudiar estas zonas sombrías y publicó el año pasado el libro titulado precisamente Sombras del crimen. No es un estudio teórico, sino una crónica que cruza los destinos de diferentes personajes, en una red criminal que abarca desde las selvas de Colombia hasta los puertos de Europa y Medio Oriente. En esta investigación se supone que no hay nada ficticio, pero como suele pasar con los grandes reportajes y en los thrillers, hay “súper villanos”, operaciones policiales “turbo-recargadas” y organizaciones con tentáculos que parecen venir de la imaginación novelesca.
En estas páginas hay cuatro personajes principales. El primero es Jack Kelly, un agente que luego de haber trabajado 15 años en la DEA, la organización gubernamental de Estados Unidos dedicada a perseguir el narcotráfico, fue reclutado para trabajar en una nueva división especial, conocida como SOD, un centro de operaciones para investigar el narcoterrorismo: esa zona donde el tráfico de drogas se junta con el financiamiento de actividades terroristas, como el tráfico de armas. La SOD se lanzó en 1994 para que la DEA pudiera procesar mejor toda la información proveniente de las distintas agencias que perseguían el crimen organizado. Hay que considerar que la DEA tiene, desde el 2006, facultades para perseguir el narcoterrorismo en casi cualquier lugar del mundo, sin que haga falta la internación de drogas a Estados Unidos (Bolivia, Venezuela y Medio Oriente están excluidos de su jurisdicción).
El trabajo de Jack Kelly era perseguir sombras o espectros, tipos cuya única huella son sus crímenes y que apenas tienen una foto tomada en algún momento de descuido, un documento de identificación verdadero, cuentas bancarias o registros de pagos. En cambio, acumulan “chapas” o tienen vidas paralelas en la clandestinidad. Dos de estos fantasmas son también protagonistas de esta historia: los primos libaneses Mustafá Badredinne e Imad Mughniyeh, cuya vida fue un misterioso torbellino de operaciones militares, explosiones, secuestros y asesinatos. Tratándose de espectros, dejaron un rastro bastante concreto de muerte y destrucción. A Imad Mughniyeh solo se le conoció por su leyenda criminal y algunos nombres fabulosos, como el “Fantasma”, el “Zorro”, el “maestro del humo” y “el que nunca duerme”. Los dos primos llegaron a estar entre los hombres más buscados de su tiempo. Antes de la aparición de Bin Laden y del atentado a las Torres Gemelas, Mughniyeh ostentó el macabro récord de ser el individuo que más ciudadanos estadounidenses había matado en el mundo.
Badredinne y Mughniyeh se formaron juntos, leyendo a Trotsky y admirando a Yasser Arafat. A comienzos de los 80, los dos participaron en la fundación de Hezbollah, la organización militar chiita-libanesa, cuyo nombre quiere decir “el partido de Dios” y que está en el centro de la red descrita en este libro. Hezbollah sobresale entre las incontables facciones político-religiosas y sectas islámicas que operan en Medio Oriente. Irán, que tiene una mayoría chiita, es el principal promotor de este “partido de Dios”, que con su auspicio ha crecido hasta convertirse en el principal control político del Líbano, donde no solo es un partido con representantes en el parlamento y ministros en el gabinete, sino que virtualmente es un Estado paralelo. La popularidad de Hezbollah en este país, y seguramente más allá de sus fronteras, se debe a su habilidad para desarrollar campañas de apoyo popular, operando como una red de asistencia y protección similar a una mafia. A esto se suma que Hezbollah cuenta con armamento propio y una dotación militar que sería superior a la oficial; sus operaciones, desde luego, se hacen en medio de la mayor reserva. Lo que no es ningún secreto es que, en términos administrativos, económicos y militares, Hezbollah actúa bajo las órdenes directas de Irán, que la utiliza como una herramienta para hacer lo que se conoce como una “guerra proxy”.
Para Miles Johnson, Hezbollah no solo sería una organización religiosa islámica, un grupo paramilitar y un partido político que actúa como brazo armado de Irán en el Líbano, Siria y Palestina, sino también una organización dedicada al lavado de activos, que participa en el narcotráfico a escala global. Este es un supuesto controversial, ya que una agrupación religiosa no debería involucrarse en esta clase de actividades. Desde Hezbollah han dicho que todo es falso, parte de una campaña de desprestigio montada por Israel. No obstante, todo indica que ha sido esta peculiar mezcla de factores lo que ha permitido a Hezbollah convertirse en la punta del llamado “eje de la resistencia” contra Israel y Estados Unidos.
El cuarto protagonista de la trama es Salvatore Pititto, un mafioso de segunda línea de Calabria, en el sur de Italia, miembro de un clan familiar de narcotraficantes de Mileto. En el 2014, Pititto quiso dar un salto para evitarse a los intermediarios que mermaban sus ganancias y tratar directamente con los proveedores de cocaína de Medellín, Colombia. Para eso se contactó con el cartel del Golfo, entonces a cargo de Darío Antonio Úsuga, alias “Otoniel”. Dicha conexión fue posible porque estos narcos colombianos también dieron un salto para evitarse los carteles mexicanos, que controlan el tráfico de coca a Estados Unidos, y decidieron explorar los puertos europeos en un mercado que parecía menos vigilado y más rentable que el otro.
Un acontecimiento crucial en el desarrollo de la red criminal que unió los destinos de estos personajes fue la guerra civil de Siria. Este conflicto, que empezó en 2011 como un alzamiento popular en contra del régimen de la familia Assad —vinculada al alauismo islámico, cercano a los chiitas—, terminó en una brutal y siniestra guerra civil que consolidó la posición de Hezbollah como brazo armado de Irán (esta organización respaldó al líder autoritario Bashar al-Assad, entregándole apoyo militar y armas para atacar a la población local, llegando incluso a proveerle de armas químicas). Este respaldo, que en su momento se justificó invocando la “Santa defensa de Siria”, se explica porque la permanencia del régimen sirio en el poder resultaba vital para mantener la ruta de tránsito de los suministros de armas y otros productos entre Irán y el Líbano. Sin embargo, esta guerra civil puede considerarse como el detonante crucial que llevó a Hezbollah a abandonar su matriz original, que contemplaba la defensa de su tierra de los ataques de Israel, para transformarse en una organización criminal.
Hacia mediados de la década del 2000, investigaciones de la DEA detectaron una operación de lavado de dinero, que consistía en comprar cientos de autos usados en Estados Unidos, para luego llevarlos a Benín en África occidental y desde ahí venderlos. La plata obtenida se depositaba en un banco de Beirut, desde donde se transfería al bolsillo de los narcos. Hacia fines de esa década, la DEA detectó otra operación de lavado de dinero en Medellín, a cargo de un libanés llamado Chekri Mahmoud Harb. Conocido como el “Talibán”, este les cobraba una comisión a los carteles de narcotráfico por llevarles su dinero a bancos libaneses. Para entonces, la DEA ya había notado que el contrabando colombiano había cambiado su ruta hacia Europa. Fue precisamente en ese momento cuando Salvatore Pititto hizo su contacto con los colombianos del cartel del Golfo.
Pititto consiguió apoyo financiero de otros mafiosos de su tierra para pagar la operación. Luego designó a un administrador, es decir, al encargado de coordinar las comunicaciones con el cartel colombiano y supervisar el precio y la cantidad de la mercancía. Este administrador tenía, además, que organizar el envío de representantes a Colombia, para revisar la calidad del producto y las condiciones del embarque. Asimismo, ambas partes intercambiaron “garantías humanas” que debían quedarse viviendo con la contraparte respectiva mientras durara el negocio. Este canje de “invitados” es la forma establecida para sellar la confianza entre los bandos y darse una señal de seriedad y compromiso. Es también el último eslabón de la cadena: los italianos en Colombia saldrán a dar “un paseo a las montañas” del que jamás volverán y los colombianos, en Italia, podrían terminar devorados por los chanchos. Hay pocas cosas más deprimentes que la vida de estos garantes humanos, aunque en medio de esta miseria aparezcan personajes tragicómicos, como el Jota-Jota y Jhon Peludo (este último, de nombre magnífico, fue el enviado del cartel colombiano para supervisar la entrega de la plata en Italia).
Por esta misma época, Jack Kelly observó cómo algunas de las líneas de aprovisionamiento criminal que hasta ese momento habían corrido bajo tierra, empezaban a salir a la superficie, a través de la compra y traslado de armas hacia Siria. La DEA sabía que después de la guerra entre Israel y el Líbano de 2006, Hezbollah se encontraba muy apurado de fondos y que Irán era su principal apoyo. Pero a consecuencia de su involucramiento en la guerra civil en Siria, esta situación se hizo crítica.
El 2014, Jack Kelly formó parte de la “Operación Casandra”, nombre que homenajea a la princesa de Troya cuyas premoniciones —todas verdaderas— nadie creía. Por razones misteriosas, los agentes de la DEA tenían la costumbre de bautizar sus operaciones con nombres de la mitología clásica. El objetivo de “Casandra” era investigar la existencia de redes criminales que conectaban a Irán y Hezbollah con los carteles de la coca colombiana. La hipótesis era que Hezbollah tenía una división especial para desarrollar estas actividades financieras y montar redes de suministros para obtener dólares, armas y tecnología militar de manera ilícita a cargo de empresarios, los llamados “súper facilitadores”. Se suponía que esta rama de negocios la coordinaba Imad Mughniyeh, mientras su primo Mustafá Badreddine estaba en Siria a cargo de la coordinación de la operación militar de Hezbollah.
Hacia mediados del 2015, la precaria situación del presidente Assad, en Siria, agudizó la necesidad de obtener armas y suministros para sostenerlo. Con dramatismo, Johnson describe a Kelly sentado en su escritorio, rodeado de movimientos delictuales: cada un segundo, alguien movía plata, droga o armas a través de las fronteras de algún lugar del mundo.
Fue a mediados de ese año cuando la cocaína comprada por Pititto salió en un barco mercante desde el puerto de Turbo, Antioquia, dentro de un contenedor cargado con plátanos. Primero fueron 400 kilos. Si la ruta probaba ser segura y todo salía bien, después vendrían más. Había unas ocho toneladas de coca esperando, cantidad suficiente para llenar una piscina olímpica. La preparación del embarque en Colombia fue difícil. Para eludir los controles de aduana y los detectores de rayos equis, la coca se embaló en paquetes de papel de aluminio, donde se imprimieron fotos de plátanos. Sin embargo, la llegada del contrabando a Europa suponía un problema logístico mucho mayor, porque la plata obtenida por el tráfico no podía volver a Colombia sin encender las alarmas. Se necesitaba mucha habilidad financiera y contar con una red de conexiones internacionales en el mercado negro. Es aquí donde entran los “súper facilitadores” de Medio Oriente.
La coca cruzó el Atlántico y llegó a Livorno, desde donde pasó al puerto de Génova. Allí, los hombres de Pititto tenían que entrar durante la noche para sacar los paquetes con coca, antes de la inspección policial. Para hacerlo, se requería saber en cuál de todos los miles de contenedores metálicos estaba escondida la droga y en qué cajas venía. En estos casos, las autoridades portuarias solo pueden hacer inspecciones al azar, eligiendo uno o dos contenedores. Por lo mismo, a menos que revisen cada caja con plátanos, es virtualmente imposible que puedan detectar cuáles son las comprometidas. Por eso, cada vez que la policía descubre uno de estos envíos es porque han tenido un día de suerte o han conseguido un dato. Como la información que necesitan es la misma que requieren los encargados de recibir la coca, este es un punto sensible de la cadena de contrabando: una sola filtración puede arruinar la operación. Y eso fue lo que ocurrió. La policía intervino las comunicaciones de Pititto y detectó la coca antes de que los traficantes pudieran recogerla. La operación del mafioso de Mileto se derrumbó de golpe, perdiendo la coca y el dinero.
El caso del barco que llegó con este cargamento de cocaína a Europa, el TG NIKE, ilumina otra esquina sombría de la globalización. El caso de este mercante, construido en Corea del Sur y que viajaba bajo la bandera de Liberia, no es muy distinto del Dali, el barco que a principios de este año chocó y destruyó un puente en Baltimore. La historiadora Vanessa Ogle publicó a propósito de este incidente el artículo “Shipping’s shadows world”, donde observa que este no fue un incidente aislado ni fortuito. Recuerda que tres años atrás, otro barco, uno de los mayores cargueros del mundo, se atascó en el canal de Suez y provocó un gigantesco atochamiento que paralizó por seis días el tráfico marítimo, ocasionando millonarias pérdidas. Estos accidentes de alta connotación pública exponen un tipo de comercio global escasamente regulado. Más del 80% del comercio del mundo se hace por vía marítima, y a raíz del régimen de sanciones que bloquea el comercio en países como Venezuela, Irán y, en el último tiempo, Rusia, han proliferado los barcos “fantasmas”, usados para sortear los embargos de petróleo y otros productos lícitos e ilícitos de estos países, y que tienen un régimen de propiedad muy confuso, ningún seguro ni mantención y no siguen legislación alguna.
Un caso impresionante, y que nos devuelve a Hezbollah, fue el del carguero Rhosus, que llegó a Beirut el 2013 cargado con 2.754 toneladas de nitrato de amonio, un químico usado como fertilizante y también para elaborar explosivos. Este barco, que viajaba con bandera de Moldavia, había salido de Georgia rumbo a Mozambique, pero sin que se sepa por qué, hizo escala en Beirut. Una investigación de la BBC sostiene que un ciudadano ruso, que afirmaba ser el propietario de la carga, ordenó esta detención. Pero el barco venía en tan malas condiciones, que no pudo seguir viajando. Nadie pagó los derechos portuarios ni se hizo cargo de sus reparaciones. Según la BBC, el barco pertenecía a un consorcio en Panamá del que nunca se supo. Su carga de nitrato de amonio fue confiscada, pero la mayor parte fue robada. El barco se hundió. Lo que quedó de la carga de nitrato, alrededor de 500 toneladas, se guardó en una bodega hasta que siete años después explotó en la detonación no nuclear más grande de la que se tenga registro. Se presume que el destinatario de este nitrato de amonio, y el responsable del accidente, era Hezbollah. Al Jazeera observa que hasta ahora no existe ninguna indagación pública sobre los responsables de esta catástrofe que mató a centenares de civiles inocentes y destruyó buena parte del puerto, lo que sería un indicio de los tratos de Hezbollah con material bélico y una muestra de su nivel de implicación en el gobierno.
A comienzos de 2015, mientras la DEA monitoreaba el teléfono de Chekri Mahmoud Harb, el “Talibán”, dio con el nombre de un tratante de autos de lujo libanés que operaba en Francia y, a través de este contacto, ubicó al empresario libanés Mohamad Nourredine, uno de los “súper facilitadores” que la “Operación Casandra” tenía en su mira como financista de Hezbollah. Nourredine dirigía una célula de lavado de dinero que operaba en Europa, mediante mensajeros o correos libaneses que eran despachados por el continente para contactar a narcotraficantes que traían cocaína desde Colombia. Estos intermediarios recogían su dinero y lo trasladaban a Beirut, donde era depositado. Nourredine movía decenas de millones de euros al mes, y para hacer este movimiento los correos viajaban con el efectivo escondido o bien compraban autos o relojes de lujo que luego vendían en Medio Oriente. En el momento en que la DEA hacía intentos por detener a Mohamad Nourredine, llegaba a Roma el colombiano Jhon Peludo para reunirse con Salvatore Pititto. Juntos llevaron el dinero a la oficina de un vendedor de autos usados libanés conocido como “Castro”, que estaba muy atento a lo que ocurría en Siria. Dos días después de esta transacción, “Castro” estaba en Beirut con la plata.
Pititto y los demás miembros de su clan cayeron presos. En mayo del 2016, en medio de la selva colombiana, se descubrió una plantación de plátanos con un búnker subterráneo custodiado apenas por tres personas, y donde se guardaban nueve toneladas de coca, avaluadas en alrededor de 250 millones de dólares. Poco después fueron capturados los líderes del cartel del Golfo. Ese mismo año, Mustafá Bradedinne fue asesinado en Damasco. Meses antes había muerto su primo Amid, en un atentado explosivo en el Líbano. Hezbollah, la organización que ayudaron a fundar y que, paradójicamente, siempre negó tener vínculos con ellos, los elevó a la categoría de mártires.
El principal logro de Johnson en su libro fue armar un relato donde convergen las trayectorias de estos cuatro personajes. Si su libro tiene alguna lección sería la de que frente a una red global tan compleja y poderosa como esta, ninguna agencia gubernamental de Estados Unidos o de cualquier otro país podrá enfrentarla por sí sola.
Jack Kelly no terminó tan mal como estos otros personajes, pero tampoco tuvo un final feliz. La SOD fue desmantelada y Kelly, frustrado, renunció a la DEA. Este libro plantea que las otras agencias gubernamentales de Inteligencia y defensa siempre miraron con escepticismo y hostilidad el trabajo de la SOD, particularmente la “Operación Casandra”, cuestionando su competencia para enfrentar el terrorismo. El periodista Josh Meyer propuso una interpretación más extrema de estos problemas en una serie de artículos polémicos publicados en el medio Político, el 2017, donde por primera vez se reveló la existencia de la “Operación Casandra” y sus acusaciones sobre Hezbollah. Meyer acusó a la administración Obama de “congelar” estas investigaciones, para evitar que entorpecieran los esfuerzos que se hicieron el 2016 para alcanzar un acuerdo nuclear con Teherán. No solo denunció que Hezbollah mantenía una red global de negocios en el mercado negro, sino que intervenía en forma directa en el narcotráfico. Según este reportaje, la renuencia de las autoridades a perseguir estas actividades le habrían permitido consolidarse como una de las organizaciones criminales más grandes del mundo, estimulando y fomentando conflictos en algunas de sus zonas más inestables. Hoy Hezbollah no solo es un pilar del “eje de la resistencia”, que se extiende desde Irán a los rebeldes hutíes de Yemen, sino que, además, como lo advierte el especialista Emanuele Ottolenghi, estaría involucrada en algunos lugares de América del Sur, como Venezuela y la zona de la Triple Frontera, donde han desarrollado redes de narcotráfico, lavado de dinero y adoctrinamiento militar.
Sombras del crimen, Miles Johnson, Planeta, 2023, 280 páginas, $6.500 (ebook).