por Cristián Bofill
por Cristián Bofill I 21 Noviembre 2017
John Le Carré, a quien se le atribuye haber elevado las novelas de espionaje a la categoría de alta literatura, sabe por experiencia propia que la educación inglesa enseña desde muy temprano los talentos para la doble vida de los servicios secretos. Para el escritor, la hipocresía de la sociedad británica, que se transmite desde los años escolares, sobre todo en los establecimientos de élite, es la mejor preparación para ese mundo semejante a una selva de espejos, donde nada es lo que parece y todo se rige por el secretismo, las lealtades y las traiciones.
Su novela más elogiada por la crítica –El Topo– está inspirada en el personaje que provocó el mayor cataclismo en la historia del servicio secreto inglés (MI–6) y del espionaje occidental durante la Guerra Fría, Kim Philby. Hijo de un prócer del Imperio Británico y emblema de la clase dirigente, Philby ocupó cargos clave en el MI–6, se convirtió en el coordinador de las operaciones conjuntas con la CIA, y estuvo a algunos peldaños de dirigir el servicio de inteligencia de su país. Pero su destino fue terminar sus días en Moscú, adonde se fugó en 1963 cuando surgieron las pruebas definitivas de que a lo largo de toda su carrera había sido un agente infiltrado del KGB, un “topo” en la jerga de la comunidad de inteligencia.
–“¿Por qué no le diste el castigo definitivo? ¿Por qué no lo mataste?”, le preguntó años después Le Carré al oficial que se encargó de interrogarlo en Beirut, poco antes de que huyera a la Unión Soviética (URSS).
–“¿A mi viejo amigo? ¿A uno de los nuestros?”, fue la respuesta.
El diálogo refleja la controversia que hasta hoy, a más de 50 años de su deserción y a casi 30 de su funeral con honores en Moscú, rodea la figura de Harold Adrian Russell Philby, nacido en 1912 en Punjab, India, entonces colonia británica. Sería conocido toda su vida como Kim, apodo que le dio su padre en alusión al personaje de la novela de Rudyard Kipling que transcurre en ese país.
Ningún otro espía del siglo XX, y probablemente en la historia de “la segunda profesión más antigua del mundo”, ha despertado tanto debate como él. Sus biografías pasan del centenar y siguen saliendo nuevas. Su vida también ha inspirado varias películas y novelas. El prólogo de sus memorias, My Silent War (1968), fue escrito por Graham Greene, uno de los pocos que no renegó de su amistad con él tras su deserción.
“¿Él traicionó a su país? Sí, tal vez lo hizo, pero ¿quién no ha traicionado algo o a alguien más importante que un país?”, escribió Greene, quien trabajó con Philby cuando este dirigía la oficina del servicio secreto británico en Lisboa durante la Segunda Guerra Mundial.
De todas las traiciones que se acusa a Philby –a su familia, a su país, a sus amigos, a los numerosos agentes que entregó a la KGB y padecieron torturas, años de cárcel o fueron ejecutados–, la más importante en la construcción de su leyenda fue la traición a la clase dirigente a la que pertenecía. Su condición de miembro de la élite le facilitó el ingreso y rápido ascenso en la jerarquía del MI–6, donde llegó a ser venerado como modelo de conducta. Su alcurnia también fue un factor decisivo para que lograra huir en el momento final.
Su padre –diplomático, espía y una autoridad en estudios sobre el mundo árabe– le entregó la mejor educación que Inglaterra les reserva a sus hijos privilegiados. Fue en Cambridge donde Philby adhirió al marxismo, en los años 30, cuando en medio de la depresión económica el capitalismo parecía moribundo y muchos universitarios se inclinaban hacia el comunismo o el fascismo como única salida.
“No es sorprendente que yo me convirtiera en comunista en la década del 30”, señala Philby en sus memorias. “Muchos de mis contemporáneos hicieron lo mismo, pero después lo abandonaron cuando se conocieron los peores aspectos del estalinismo. Yo me mantuve en la misma línea”.
No fue el único hijo de la élite que siguió adelante. Entre sus compañeros de universidad que se convirtieron en “topos” soviéticos había un par de aristócratas, Donald Maclean y Guy Burguess, quienes también terminaron sus días en Moscú, y Sir Anthony Blunt, curador de las obras de arte de la monarquía británica. Descubierto poco después de la fuga de Philby, Blunt llegó a un acuerdo de impunidad a cambio de confesar todo. A Philby le ofrecieron lo mismo.
Dado que sus años en Moscú estuvieron lejos de ser idílicos, nunca se sabrá si Philby se arrepintió de haber rehusado el trato que le propuso el MI–6. Su personalidad es descrita como un enigma, tanto por los que lo conocieron –o creyeron haberlo conocido– como por sus numerosos biógrafos. “Nunca reveló su verdadera personalidad. Ni los británicos, ni las mujeres con las que vivió, ni nosotros logramos traspasar su armadura de misterio. Toda su vida vivió como un espía. Al final, creo que se burló de todo el mundo, sobre todo de nosotros”, dijo Yuri Modin, el hombre de la KGB que era su contacto en Londres. Más allá de su indescifrable mundo interior, era un hombre muy sociable, con una facilidad para conquistar amigos y seducir mujeres casi tan grande como su habilidad para engañarlos.
El shock de su deserción no solo atormentó para siempre a sus familiares, amigos y jefes (“Philby nos seguirá pesando en nuestra tumba”, dijo uno de sus ex superiores). La paranoia que desató en el MI–6, y sobre todo en la CIA, fue de tal magnitud que muchos especialistas estiman que ese fue uno de sus mayores servicios a los soviéticos. El poderoso jefe de contrainteligencia de la CIA, James Angleton, su amigo y compañero de borracheras más de una década, impulsó una cacería de brujas en busca de topos de la KGB que arruinó la vida y la carrera de muchos buenos agentes, con un enorme daño a las operaciones clandestinas contra la URSS. Cuando fue despedido por sus purgas delirantes, en 1974, Angleton había incluido en su lista de sospechosos de trabajar para la KGB a personajes como el primer ministro británico Harold Wilson, el sueco Olof Palme y el canciller alemán Willy Brandt. Su paranoia rebasó todos los límites: Angleton nunca pudo volver a confiar en nadie.
¿Quién era realmente Philby? ¿Cómo mantuvo su lealtad al comunismo a lo largo de su carrera en el MI–6, pese a ser un hombre culto y bien informado, del peor rostro del totalitarismo soviético? ¿Sintió remordimientos por los amigos traicionados, los agentes que mandó a la muerte? ¿Cómo fue capaz de llevar una doble vida de ese calibre? En sus 25 años en Moscú, ¿se arrepintió de su opción?
Nadie duda que fue un espía abnegado y fiel a la URSS desde que decidió ponerse al servicio de la KGB, indiferente a escrúpulos y costos personales. Al ser reclutado por los soviéticos, la primera instrucción fue borrar su pasado izquierdista y abrazar públicamente un ideario filonazi, además de algo más drástico: abandonar a su primera esposa, judía y comunista, que había conocido en Viena tres años antes (fiel a la causa, ella lo entendió). El siguiente paso fue ingresar al servicio secreto y escalar puestos.
Para Graham Greene, su devoción al comunismo soviético es comparable a la de un católico fervoroso que mantiene la fe indiferente a todo y, en especial, a los pecados de la Iglesia, como los asesinatos en masa de la Inquisición o los coqueteos con el nazismo. “Como muchos católicos (ingleses) que en el reinado de Isabel I trabajaron por la victoria de España, Philby tenía la convicción de sus ideas, el fanatismo del hombre que no iba a perder su fe por errores humanos cometidos en nombre de su causa”, escribió en el prólogo de The Silent War.
Hay, por supuesto, visiones menos benevolentes. Para autores como el propio Le Carré, Philby era viciado en el engaño y el secretismo. Lo disfrutaba, lo necesitaba y era incapaz de dejarlo, como un drogadicto irrecuperable no puede renunciar a la cocaína. Era lo contrario de esas personas que gozan exhibiendo sus conocimientos. Su vicio, que le proporcionaba sentimiento de superioridad –“un hombre con un secreto es un hombre con poder”–, era saber lo que nadie más sabía. Según esa tesis, el peso de ese vicio lo aliviaba con otro: el alcoholismo. Su capacidad para tomar litros de whisky (Johnnie Walker, etiqueta roja) sin decir nada comprometedor era legendaria, así como su incapacidad de ser fiel a una mujer.
“Philby no tenía hogar, mujeres ni fe. Detrás de su innata arrogancia de clase alta, estaba el gusto de un inadaptado por la aventura y por la mentira, que no considera a nadie digno de su lealtad. En última instancia, estaba enganchado con la incurable droga del engaño”, dijo Le Carré, quien en un viaje en los 80 a Moscú rehusó una invitación de Philby a reunirse con él.
A favor de su tesis está el comportamiento que tuvo al llegar a Moscú, donde se volvió a encontrar a Donald Maclean, su ex compañero de Cambridge, y su señora. Philby estaba casado con otra mujer, que lo había seguido a la URSS pese a sorprenderse, como el mundo entero, con su fuga. A los pocos meses inició una aventura clandestina con la mujer de Maclean. Ambas finalmente lo dejaron y abandonaron la URSS. “Maclean era el último amigo que tenía a mano para traicionar”, dice Le Carré.
Los años de Philby en Moscú, sobre todo la primera década, fueron el castigo con que probablemente muchos de sus enemigos soñaron. Pese a los enormes servicios prestados, fue recibido con más suspicacia que gratitud por los soviéticos, temerosos de otra deserción, esta vez a Occidente. Si bien le dieron una vida con algunos privilegios reservados a la nomenclatura, entre ellos un departamento amplio y acceso a productos importados, le otorgaron tareas de segundo orden en la KGB, como ofrecerle charlas a los novatos.
La vida gris de Moscú –y sobre todo la indiferencia de la KGB, donde esperaba ser nombrado general– acentuaron su alcoholismo y lo llevaron a tener crisis de depresión que incluyeron al menos un intento de suicidio, cortándose las venas. Solo encontró algo de paz cuando conoció a su cuarta y última esposa, en 1972, Rufina Ivanovna, aunque no la suficiente para dejar el alcohol ni tomarle gusto a Moscú.
“Siempre hay bajas en las guerras”, dijo al ser preguntado por el periodista británico Philip Knightel sobre las personas que traicionó y pagaron con la vida. “De cualquier forma, la mayoría eran canallas bien preparados para matar si era necesario”.
Respecto de las traiciones a sus amigos personales, dio la siguiente explicación al mismo Knightel: “Siempre he distinguido dos niveles, el personal y el político. Cuando ambos entraban en conflicto, tuve que anteponer la política. El conflicto puede ser muy doloroso. No me gusta engañar a la gente, menos que nadie a los amigos”.
Su gran obsesión en sus años moscovitas fue no mostrar ninguna vacilación en su adhesión al comunismo ni menos mostrarse decepcionado con la recepción que tuvo, sobre todo ante la prensa occidental. “Avances en el comunismo que hace 30 años yo esperaba ver en mi tiempo de vida tal vez tendrán que esperar una o dos generaciones más”, dice en sus memorias. “Pero, al mirar Moscú desde la ventana de mi estudio, puedo ver las sólidas bases del futuro que vislumbré en Cambridge. (…) Es un gran orgullo para mí haber sido invitado tan joven a contribuir con mi grano de arena a construir ese poder”.
Pese a asegurar en público que la URSS era su “patria” y que jamás se había sentido “parte de la clase dirigente británica”, su comportamiento lo desmentía. Tal vez nunca se reconoció más británico en toda su vida que en sus años moscovitas. Usaba chaqueta de tweed con corbata de lana, tomaba té con tostadas y comía mermeladas de las marcas tradicionales, escuchaba la BBC, devoraba ejemplares del Times, seguía con devoción los partidos de cricket. Detestaba, eso sí, a los Beatles y la contracultura de los 60. Le encantaba Frank Sinatra. “En Londres era demasiado británico para que desconfiaran de él y en Moscú, demasiado británico para que confiaran en él”, sentenció uno de sus biógrafos.
En otras palabras, la recompensa que esperaba se convirtió en penitencia al llegar a la URSS. Un ex amigo de la CIA dijo que si lo encontrara en Moscú no lo insultaría ni le enrostraría sus traiciones. “Le pondría la mano en el hombro y sonriendo le preguntaría: ¿Lo has pasado bien aquí, Kim?”.
En su afán por combatir esa percepción de fracaso, le criticó a Graham Greene el final de su elogiada novela El factor humano (1978), tras recibir una copia enviada por el escritor. En la última parte del libro, Greene describe la vida triste y gris que encontró en Moscú un agente obligado a abandonar Inglaterra tras ser descubierto como “topo” de la KGB. En una carta, le reclamó que las condiciones de vida dadas por los soviéticos a los ingleses que habían trabajado para ellos eran mucho mejores.
Mantuvo su línea hasta el final. Sus dos ex compañeros de Cambridge y de destierro pidieron que, tras morir, sus cuerpos fueran repatriados a Inglaterra. Philby, tal vez el más británico en sus gustos y forma de ser, dejó instrucciones de ser enterrado en Moscú. Dos años después de su entierro, desaparecía la URSS y con ella probablemente todo lo que le había dado sentido a su vida, como tantos otros perdedores de la Guerra Fría.
por Francisco Martín Cabrero