Rojo profundo

Eric Hobsbawm: A Life in History es una biografía brillante, con abundante información y un tono amable, encantador, que permite calibrar la altura del trabajo del gran historiador inglés, así como el carácter reservado pero magnético, de quien fue una rara mezcla de prestigio académico e ícono pop, de adelantado en su disciplina y miope en términos políticos.

por Marcelo Soto I 14 Septiembre 2021

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Tal como Neruda, fue estalinista y defendió el pacto de la Unión Soviética con Hitler, en agosto de 1939, porque pensaba que evitaría la guerra. Se equivocó de manera rotunda.

No fue el único error del historiador inglés, como demuestra, con más generosidad que sentido crítico, la biografía escrita por Richard J. Evans, Eric Hobsbawm: A life in history, publicada por Oxford University Press. Evans ha escrito un libro macizo, plagado de anécdotas y pequeños detalles que iluminan al que muchos consideran uno de los tres o cuatro historiadores más importantes del siglo pasado.

Superventas y comunista de toda la vida, Hobsbawm nació en Alejandría, Egipto, en 1917, vivió en Berlín y Londres y estudió en el King’s College, Cambridge. Se casó dos veces, tuvo tres hijos y en algunos momentos de su vida fue el historiador más leído del mundo, con obras capitales, como Un tiempo de rupturas y su serie sobre el siglo XX.

Al morir, en 2012, a los 95 años, era una especie rara de celebridad, la del intelectual que traspasa las aulas y se transforma en ícono pop (y él detestaba ese género).

“Su muerte mereció titulares –dice Evans– en las portadas de diarios no solo británicos, sino también de países tan alejados como India y Brasil. Sus libros fueron traducidos a más de 50 lenguas… Millones de lectores han encontrado su combinación de rigor analítico, brillo estilístico y fuerza interpretativa una mezcla imposible de resistir. En Brasil solamente, las ventas de sus libros suman casi un millón”.

La conexión chilena

Quizá una de las razones de la fama del historiador fue su habilidad para crear conceptos no necesariamente originales, pero sí evocadores, fáciles de entender, que se quedan en la memoria del lector, como el siglo corto (el período que va de 1914 a 1991) y los bandidos sociales (figuras que vivían del saqueo, en los bordes de la sociedad).

Estos rebeldes primitivos anteceden a los “revolucionarios”, que es el adjetivo con que tituló otro de sus libros claves, donde hace un recorrido por las principales experiencias de izquierda. Hay capítulos dedicados al PC francés e italiano, varias páginas sobre el Che, algo sobre Guatemala, etc. Un capítulo muy interesante es el que se refiere a la relación, a menudo desastrosa, entre los anarquistas y comunistas (que puede resultar atinente a quienes estudian el estallido social).

Publicado en 1973, Revolucionarios no tiene una sola página dedicada a Chile, ni a Salvador Allende ni al PC chileno ni al MIR. ¿A qué se debe esta omisión? Una posibilidad es que Hobsbawm pensara que el experimento chileno era socialdemócrata y no revolucionario; otra, porque se publicó antes del Golpe, cuya imagen de La Moneda en llamas dio la vuelta el mundo, y una tercera es que no seguía el proceso con detenimiento.

Esta última es difícil de sostener, pues el historiador sí tenía lazos con Chile, como lo revela Evans. El biógrafo cuenta que en 1938, mientras en Europa Hitler iba concentrando cada vez más poder, hubo muchos movimientos y conversaciones entre los Hobsbawm. El horizonte se volvía negro cuando el tío de Eric, Sidney, tras varios fracasos en sus negocios, decidió partir a Valparaíso, junto a un hijo propio y la hermana menor de Eric Hobsbawm (E. H. de aquí en adelante). Así, Sidney, Peter y Nancy vivieron en el puerto chileno; al primero le costó mucho recuperarse de sus descalabros. Nancy tuvo mejor suerte: hizo clases de español (hablaba inglés y alemán) y, posteriormente, consiguió trabajo en la “Embajada Británica” (sic). Es probable que el autor se refiera al Consulado inglés.

Y no sería el único error sobre Chile. En otra parte se refiere al “presidente comunista Salvador Allende” y al Golpe de la FF.AA., donde “lo mataron”.

Hobsbawm en algunos momentos de su vida fue el historiador más leído del mundo, con obras capitales, como Un tiempo de rupturas y su serie sobre el siglo XX.

Salvo estas imprecisiones (y en 785 páginas es casi imposible no tener errores), A life in history es un trabajo brillante, con abundante información y un tono amable, encantador. Autor de libros aplaudidos sobre la Segunda Guerra, Evans tiene gracia y no esconde su punto de vista. Eso se agradece. Si en sus magníficos libros sobre Hitler deja en claro su odio por el dictador alemán, acá es evidente el cariño que siente por “Eric”, como lo llama. Aunque a veces el lector siente que sería genial que alumbrara sus partes oscuras, tampoco llega a convertirlo en un santo.

Pacto siniestro

Respecto al acuerdo entre Stalin y Hitler, Evans solo describe los hechos sin cuestionarlos. La pregunta es: ¿qué hizo que una de las mentes brillantes del siglo XX defendiera uno de los acuerdos más rastreros de su época? No digamos que fue ingenuo ni un caso único; en Inglaterra, igual que en Chile, los comunistas, en general, acataron el acuerdo. Al mismo tiempo, hubo numerosas renuncias en el Partido Comunista británico, al que pertenecía el historiador.

En rigor, advierte Evans, la mayoría de los militantes aceptó el Pacto como un golpe “maestro” de la estrategia defensiva de Stalin. Difícil de tragar.

“Eric había esperado un acuerdo anglo-soviético”, escribe Evans, y “cuando se concretó el Pacto Molotov-Ribbentrop, no puso reparos. (…)”. “Si no hubiera otra prueba de la corrección del Partido y la URSS que la lista de personas que han firmado declaraciones, etc., en su contra, esta sería amplia”, le escribió E. H. a su primo Ron, el 28 de agosto de 1939.

Pero el biógrafo explica que el historiador “lo justificó porque rompía el sistema de alianzas de Hitler”. Para ser más preciso, E. H. enumeró por escrito las razones por las que pensó que debería ser “bienvenido”. Así detalla sus argumentos:

“1. Aísla a Hitler.

2. Limita (ligeramente) la libertad de acción de Hitler en cualquier dirección que le guste expandirse.

3. Dado que la URSS y las democracias no tenían planes agresivos, deja las cosas exactamente como estaban con respecto a ellas.

4. Será muy difícil excluir a la URSS de cualquier Conferencia de Mesa Redonda como la de Múnich”.

El autor, como pocas veces, señala la debilidad de la posición de Hobsbawm: “El Pacto no aisló a Hitler en absoluto; su alianza con Mussolini no se vio afectada, ni sus relaciones con Estados amigos, como Finlandia y Hungría. Eric desconocía las cláusulas secretas del Pacto, y menos aún las profundidades de la traición de Stalin al comunismo internacional que lo llevó a deportar a los comunistas alemanes que habían buscado refugio en la Unión Soviética de regreso al Tercer Reich, donde fueron inmediatamente arrojados a los campos de concentración”.

En opinión de E. H. y pese a la evidencia abundante sobre el peligro que representaba transar con Hitler, “el Pacto hizo que la situación internacional fuera más segura. ‘No creo que haya una guerra’, escribió, cuatro días antes de que estallara. Y agregó: ‘aunque el peligro es mayor que el año pasado’”.

Evans comenta que “lo único que se le ocurrió señalar en contra del Pacto fue la probabilidad de que aliar a Rusia con Alemania le diera al cada vez más conservador gobierno francés la excusa para tomar medidas enérgicas contra el Partido Comunista, lo que de hecho pronto comenzó a hacer”. ¿Un militante ejemplar o más bien mezquino?

El estrangulador de París

Hobsbawm podía ser famoso, pero rechazaba la farándula. En un programa de TV de los 90 lo llevaron a una casa de su infancia, en Viena: aceptó mirarla desde lejos y comprobar que se mantenía igual, pero cuando el director le pidió que tocara la puerta no quiso hacerlo.

Autor de libros aplaudidos sobre la Segunda Guerra, Evans tiene gracia y no esconde su punto de vista. Eso se agradece. Si en sus magníficos libros sobre Hitler deja en claro su odio por el dictador alemán, acá es evidente el cariño que siente por ‘Eric’, como lo llama. Aunque a veces el lector siente que sería genial que alumbrara sus partes oscuras, tampoco llega a convertirlo en un santo.

Se movía de manera pragmática, digna de un equilibrista, alabando para atacar, dispuesto a casi todo por el bien del partido, con cuyos dirigentes, sin embargo, no se llevaba bien. Mostrando el espíritu crítico que no tuvo con el PC, a lo largo de su vida protagonizó varias polémicas intelectuales.

Él había fundado la revista Past & Present, que dio espacio a la corriente de la historia social, donde la voz la tenían los desplazados y desposeídos; donde se contaban los procesos subterráneos más que las intrigas de palacio y las banderitas de la victoria imperial.

Como en la estupenda película de Mike Leigh sobre la masacre de Manchester en 1819, Peterloo (que se puede ver en Amazon Prime), los que hablan son tipos comunes, pobres en su mayoría, quienes, según esta tendencia, serían los protagonistas olvidados de la historia.

Otra corriente importante de esa época tuvo su origen en Francia y tenía su órgano de amplificación en la revista Annales, sobre historia y ciencias sociales. “Su admiración por la escuela de los Annales y sus historiadores no le impidió ser crítico con algunos de sus trabajos”, escribe Evans. “El libro de Emmanuel Le Roy Ladurie, La bruja de Jasmin, lo encontró, por ejemplo, ‘relativamente especializado, relativamente leve’ y que mostraba signos de ‘haber sido escrito con prisa’. Aún así, ‘era una fascinante pieza de detective y, como siempre, extraordinariamente inteligente y estimulante, además de legible… Soy un admirador de este gran historiador’, agregó E. H., ‘uno dispuesto a detectar la huella del león incluso donde otros la pierden’”.

Como se ve, nuestro hombre prefiere mover los pies con agilidad, mareando al contrincante, antes que buscar el golpe rápido para dar un nocaut. Tal como en sus escritos de jazz y arte, a veces peca de ambigüedad: cuando dice lo que le gusta, parece decir lo que le desagrada. Aunque colaboró en Annales, mostró distancia con el estructuralismo. La biografía rescata un episodio con una figura controversial de ese movimiento, el filósofo marxista francés, Louis Althusser, quien era una estrella galopante, gracias a su libro Para leer a Marx. “Fue igualmente indulgente, al menos a nivel personal, con Althusser –escribe Evans–, quien se quedó con él y Marlene (segunda esposa de E. H.) en 1979 durante una breve visita a Londres, aparentemente para asistir a un seminario”.

Pero la verdad era diferente: Althusser quería reclutar a E. H. para “una loca y descabellada iniciativa”, según el historiador. El biógrafo sigue: “Marlene tuvo que cuidar de él mientras Eric y el anfitrión oficial de Althusser estaban ocupados una mañana. Y Althusser, al ver el piano vertical de Hobsbawm, dijo que había recordado que había venido a comprar un piano de cola; hizo que Marlene buscara dónde estaba la sala de ventas más cercana e insistió en que lo llevase allí. Louis compró un piano de cola de concierto inmensamente caro y le dijo al personal que quería que lo enviaran a París. Cuando llegó su anfitrión, le exigió que lo condujese a una sala de exhibición de automóviles en Mayfair para comprar un Rolls Royce (o posiblemente un Jaguar). Fue con algunos problemas que las tiendas fueron persuadidas de no seguir sus pedidos”.

Lamentablemente, la anécdota no es para la risa. “Después de su regreso a París, el estado mental de Althusser se deterioró aún más. El 16 de noviembre de 1980 estranguló a su esposa y fue trasladado a un hospital psiquiátrico. Posteriormente, un tribunal lo declaró no apto para ser juzgado. Eric se declaró muy apesadumbrado por el pobre Althusser, el estrangulador de París. Loco como una cabra, pero habría predicho un suicidio en lugar de un homicidio’”.

El hombre que amaba a las mujeres

De Hobsbawm se dice que era extremadamente celoso de su vida privada y en su autobiografía Tiempos interesantes, hay pocas intimidades. Evans, sin embargo, les da un foco especial a las mujeres en la vida del historiador, que fueron claves, empezando por su madre. ¿Está en la relación filial el secreto del corazón herido de Hobsbawm? “La cercanía (…) se revela en las afectuosas cartas que su madre le escribió mientras él estaba en Inglaterra y luego, cuando ella estaba en el hospital. Mirando hacia atrás, él concluyó que la influencia en él había sido moral”. Ella era una liberal de izquierda más que socialista, y consideraba inapropiado que su hijo tuviera posiciones políticas, porque era muy joven todavía. Su verdadera pasión era la literatura: escribía cuentos y novelas, aparte de traducir.

Nelly era su nombre y murió en 1931, a la edad de 36, cuando E. H. tenía 14 años. Su muerte, poco después de la de su padre, fue un golpe devastador. En 1935, Eric buscó todos los papeles, relatos y novelas de su madre. Se dio cuenta de que no era “una escritora de primera clase” y que su mejor faceta era describir la naturaleza.

La tumba de Eric Hobsbawn se encuentra en el cementerio de Highgate, en Londres.

El dolor era casi insostenible para Eric, quien desarrolló probablemente una depresión: lidiar con el trauma, la pérdida y la inseguridad lo llevaron a volcarse entero en la preparación intelectual y otras actividades solitarias.

Un tipo no muy corriente

Hobsbawn escribió libros extraordinarios y él mismo fue un tipo extraordinario, que estuvo en el lugar apropiado en el momento preciso y conoció a gente fuera de lo común. Siendo chico participó de la última gran manifestación comunista en Berlín, el 25 de febrero de 1933, y cinco días después leyó en un diario que Hitler era el nuevo canciller; fue intérprete del Che Guevara en 1962 en La Habana (los cubanos hablaban un inglés horrible, pero tampoco era que Guevara dijera cosas muy interesantes, comentó E. H.) y estuvo en París en mayo del 68, cuyo movimiento le pareció infantil y desarticulado.

Vio a Duke Ellington en San Francisco cuando escribía sobre jazz (Miles Davis le pareció poco talentoso y Charlie Parker, un embustero; para no perder el tiempo prefería escuchar a alguien como Bix Beiderbecke); fue amigo del legendario Henri Cartier-Bresson (el fotógrafo fundador de Magnum) y bailó en alguna fiesta inolvidable junto a Peter Sellers. Varias veces compartió con Jean-Paul Sartre en La Coupole (el bar parisino donde los turistas hacían filas para fotografiarse), quien le dio un consejo sabio: “Creo que fue en los años 50 cuando lo conocí”, recordó el historiador mucho después, ante la pregunta de un sobrino. “Él me dijo: ‘hay una sola cosa que se puede comer aquí, Eric, y esa es el curry de cordero’”.

De más está decir que Hobsbawm siguió al pie de la letra su recomendación.

La novia en el funeral

En un principio E. H. sublimó el sexo al meterse de lleno en la política comunista y el jazz. Hasta poco antes de su muerte le hicieron preguntas sobre su militancia en el PC inglés, un tema que le fastidiaba. Por otro lado, sus crónicas de jazz no tienen desperdicio, por su estilo incisivo, elegante y soberbio. Nunca entendió del todo el aporte de Charlie Parker, quien revolucionó la música sincopada. Tal vez no es casual que haya tenido también una visión conservadora del arte contemporáneo, al que consideraba decadente.

Alguna vez dijo que el problema del arte conceptual eran precisamente sus conceptos: pobres o inexistentes. Consideraba que los artistas habían abdicado de su misión frente al mercado, llenos de resentimiento, para solo vivir un éxito que en realidad era una derrota.

El jazz y el PC fueron también la salvación para un joven que se encontraba a sí mismo muy feo. Pero algo empezó a pasar mientras maduraba y conseguía afianzarse en el mundo académico. Las chicas empezaron a mirarlo. Su hermana Nancy no entendía cómo un tipo tan poco agraciado conseguía tal atención.

Quizá una pista sea la presencia de una misteriosa mujer en el funeral de E. H., quien murió el 1 de octubre de 2012. La despedida del admirado historiador fue el 10 de ese mes; se escuchó un trío de Beethoven y pasajes de Brecht. Alguien leyó párrafos de sus memorias.

Entre la gente había una mujer, Jo, que había sido su novia. Ellos retomaron contacto a mediados de los 60. Visitaba a Eric y a su segunda esposa, Marlene, y el historiador empezó a ayudarla financieramente, en especial en Navidad. El gusto por el jazz los había unido y el lazo no se rompió.

E. H. era un tipo carismático, por eso su biografía está llena de famosos y de personajes públicos. Pero en el ámbito íntimo también forjó vínculos estrechos. Julia, hija del historiador, cuenta que el día de su entierro, temprano en la mañana, fue a comprar flores para la tumba, cuando de pronto sintió algo profundo: la necesidad de comprarle una última cosa para que él leyera. Siendo una persona que se había leído todo, ¿qué elegir que a la vez sea de su interés? “Entonces compré la London Review of Books, donde él había colaborado. Era el número en el cual justo su amigo Karl Miller había escrito su obituario”, recuerda ella. “Colocamos la revista, fresca y doblada, encima, y luego el sepulturero terminó su trabajo”.

 

Eric Hobsbawm: A Life in History, Richard J. Evans, Oxford University Press, 2019, US$21,33.

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