Libertad se dice de muchas maneras

No es otro libro sobre la batalla ideológica durante la Guerra Fría, sino una trama de las ideas, artes y literaturas, de los y las intelectuales, artistas y escritores que dibujaron la cultura occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta Vietnam. Por The Free World. Art and Thought in the Cold War, de Louis Menand, pasan Sartre y Elvis, la música atonal y el arte pop, los libros de bolsillo y el consumo, la generación beat y la lucha por los derechos civiles, la deconstrucción y la descolonización. Es una crónica del espíritu humano o de esa versión que llamamos liberalismo. Y que 30 años después del “fin de la historia” lleva a preguntarse qué es la libertad cuando no hay alternativa.

por Juan Rodríguez M. I 8 Diciembre 2021

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Esta historia comienza con Estados Unidos como la potencia antifascista que ayudó a liberar y reconstruir Europa, y termina con Estados Unidos como la potencia imperialista y anticomunista que mata civiles en Vietnam. Las dos cosas en nombre de la libertad y la democracia. También es la historia que comienza con París como capital de la cultura occidental, referente para los artistas, escri­tores e intelectuales estadounidenses, y termina con Nueva York como nueva metrópolis de las ideas y la imaginación, en una suerte de movimiento pendular y hasta dialéctico de la libertad o del espíritu.

Leer The Free World. Art and Thought in the Cold War, de Louis Menand, es ver que libertad se dice de muchas maneras. Es Sartre pensando al ser humano como existencia y no como esencia, y abarrotando de gente un local para decir que el existencialismo es un humanismo. Son los artistas e intelectuales europeos que huyeron de Europa, del nazismo, y se instalaron temporal o permanentemente en EE.UU. Es Simone de Beauvoir diciendo que mujer no se nace, sino que se llega a serlo. Es Betty Friedman leyendo El segundo sexo y descubriendo allí la clave para escribir La mística de la feminidad, el libro que dio inicio a la segunda ola feminista.

Es la proliferación de radios y gracias a ellas del rock ’n’ roll, que llegó de EE.UU. a Europa, especialmente a Inglaterra; esa música negra a la que la televisión le puso rostro blanco. Son los Beatles antes de ser los Beatles oyendo esa música y, ya como banda, llevándola de vuelta a EE.UU. convertida en manía. Son las ediciones de bolsillo, un batacazo comercial que permitió sacar los libros a cualquier lugar donde se pudiera poner un estante o vitrina. Son los cómics. Es la juventud. Es el dinero.

Es poesía, música y cine. Los beat, la música atonal y la Nueva ola francesa. Es la crítica al consumo y al consumismo. Y también es la defensa del consumo y el consumismo. Es el anticomunismo y el anti anticomunismo.

La libertad es Hannah Arendt, Jackson Pollock, Clement Greenberg, Elvis Presley, Allen Ginsberg, Peggy Guggenheim, James Baldwin, John Cage, Mar­tin Luther King, John Kennedy, Susan Sontag, Andy Warhol, Claude Lévi-Strauss, Jacques Derrida, John Lennon, Jean-Luc Godard. La mayoría hombres, porque la libertad también era patriarcal.

Es el existencialismo, Hollywood, el estructuralis­mo, el impresionismo abstracto, el Nuevo criticismo. Es la lucha por los derechos civiles, el movimiento de protesta estudiantil, la descolonización. Es la búsqueda de la autenticidad y de la autorrealización.

Son publicaciones culturales como The New York Review of Books, que logró cuadrar el círculo con un producto típico de la sociedad de masas (las revistas), que satisfacía el deseo de distinción de una élite cultural; y Partisan Review, órgano de la izquierda no marxista estadounidense, financiado por la CIA (que también financiaba a la mayor organización estudiantil estadounidense y hasta creó The Paris Review como tapadera para uno de sus agentes).

Todo eso es libertad.

Y es parte de lo que cuenta Louis Menand en The Free World, que no es otro libro sobre la guerra ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética; hay algo de eso, claro, pero más en el trasfondo que en el primer plano. El autor de El club de los metafísicos habla, por ejemplo, de la estrategia de contención que delineó la diplomacia estadounidense frente a la URSS, pero la reseña como parte de la trama de ideas, artes y literaturas, de intelectuales, artistas y escritores, de fenómenos sociales y económicos que perfilaron la cultura occidental —o sea, el mundo desarrollado, con EE.UU. a la cabeza—, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la guerra de Vietnam.

“El libro que terminé por escribir es un poco como una novela con cientos de personajes. Aunque los puntos se conectan”, escribe el autor. “Si me hubieran preguntado cuando niño cuál era el bien más importante en la vida, podría haber dicho ‘libertad’. Ahora puedo ver que la libertad era el eslogan de los tiempos. La palabra era invocada para justificar todo”. También las luchas por la igualdad.

La pregunta que hilvana el libro —¿qué es la liber­tad?— se urde con otras como qué es el arte, qué es la literatura, qué es la crítica y qué es el humanismo.

Si hay una crisis del liberalismo, o de la democracia liberal, quizá sea porque pretendió poner fin a la Historia, o sea, porque pretendió que dejáramos de preguntarnos qué es el ser humano, de usar nuestra imaginación, de hacer política. Pretendió que dejáramos de plantear la pregunta por el ser y el deber ser.

“La transformación de la cultura estadounidense después de 1945 —dice Menand— no fue realizada del todo por estadounidenses. Se produjo a través de intercambios con pensadores y artistas de alrededor del mundo, de las islas británicas, Francia, Alemania e Italia, de México, Canadá y el Caribe, de estados desco­lonizados en África y Asia, de India a Japón. Algunas de estas personas eran emigrados y exiliados (…), y algunos nunca visitaron Estados Unidos. Muchos de los artistas y escritores estadounidenses fueron hijos de inmigrantes. Incluso en un tiempo de políticas de inmigración restrictivas y tensiones geopolíticas, las artes y las ideas viajaron. La cultura artística e intelectual que emergió en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial no fue un producto estadounidense. Fue el producto del mundo libre”.

El mundo encantado

Entonces, ¿qué es la libertad? Detrás de los ejemplos dados arriba, de las historias que cuenta Menand, de la libertad en acción, ¿hay algo común que permita decir libertad en cada caso?

Por la libertad se persiguió a los comunistas y se intervino en Vietnam. Por la libertad, y el deseo de vivir una vida interesante, la juventud se levantó contra la guerra de Vietnam.

Que la libertad se diga de muchas maneras, incluso incompatibles entre sí, que se plantee la pregunta qué es la libertad y que en medio de eso surjan las preguntas sobre el arte, incluso sobre la universidad, todo eso que cuenta Menand es indicio de que lo que está en juego, la duda y hasta el fantasma que ronda en todo esto de la política, las ideas y el arte es, simple y complejamente, qué es ser humano.

¿Cuán libres somos? ¿Somos autónomos, heteró­nomos, un poco de uno y de lo otro? ¿Independientes, dependientes, interdependientes? ¿Somos esencia, existencia? ¿Destino, proyecto? ¿Individuos, piezas de una estructura? ¿Creamos, reproducimos? ¿Elegi­mos, somos elegidos? ¿Debemos resignarnos al mun­do que nos tocó o podemos cambiarlo? ¿Cómo vivir la vida?

Quizás la libertad sea una mera formalidad del tipo “libertad o ser libre es no tener impedimentos para hacer lo que quiero”; o mejor, como enseñó Sartre, ser libres es estar obligados a elegir esto o lo otro. Y de ahí en más puede ser cualquier cosa, o muchas.

Un asunto que preocupaba al “mundo libre”, desde Orwell, Berlin y Arendt en adelante, era el totalitarismo. El asunto era menos el nazismo y la Unión Soviética que la pregunta por las condiciones que pueden encaminar a un país en esa dirección. Y en particular a EE.UU. La so­ciedad de consumo, con el individualismo y la desafección política que conlleva, ¿puede ser una vía a la dictadura? ¿O es un impedimento?

El modernismo artístico y literario, dice Menand, buscaba averiguar cómo luce el arte si le quitamos la ilusión, si lo desacralizamos. Warhol y el arte pop, enal­tecimiento o quizás sátira de la sociedad de consumo, difícil saberlo, es otro movimiento en ese juego sin fin del modernismo, a propósito del cual Menand recuerda la descripción que en 1919 hizo Weber de la vida moderna como el desencantamiento del mundo. “¿Y cómo luce un objeto de arte completamente desmitificado?”, se pregunta el autor estadounidense. “Luce como una obra de arte. Ese es el asunto con el desencantamiento del mundo. Es tan encantador”.

Lo que se dice del modernismo se puede decir de la modernidad: todo lo sólido se desvanece, Dios ha muerto, todo fue, no hay alternativa.

¿Qué hacer?

Decíamos que la pregunta por la libertad lleva a la pregunta por el ser humano y a la pregunta sobre cómo vivir la vida. Esta última motivó a la generación de posguerra, la generación beat, dice Menand. Lejos del nihilismo o del mero hedonismo, fueron optimistas, buscadores, arriesgados. Buscavidas. Si a la generación perdida le preocupaba la pérdida de la fe, la generación beat se ocupó más y más de la necesidad de tener una fe.

 

Primeras tropas estadounidenses desplegadas en Vietnam, la mañana del 8 de marzo de 1965.

Otra impresión que queda al leer The Free World es que para cambiar el mundo hay que interpretarlo; o incluso que interpretar el mundo ya es cambiarlo. Preguntarse qué es algo, por qué esto y no esto otro: “Y para hacer eso está diseñada la educación liberal: no para que los estudiantes vean que el ámbito de los valores humanos es una ilusión, porque es tan real como puede serlo, sino para que vean que está fundado sobre nada”, escribe Menand.

Lo dice a propósito de la deconstrucción como teoría literaria, como disciplina académica. Pero no es difícil interpretar esas palabras como descripción de la condición humana, de la libertad, y de todas las historias que se siguen de ahí: el arte, las ideas, la economía, la política… Y, como en los beat, hay algo de optimismo en ello, antes que nihilismo: no es que nada tenga sentido, es que puede haber otros sentidos, es que hay alternativa. Que sea para mejor o no, ya es otro asunto.

“A muchos educadores liberales les preocupaba que la deconstrucción fuera desestabilizadora. Lo era. Es educación liberal. Está hecha para permitirle a los estudiantes ver que el mundo en el que nacieron no es natural o inevitable. La deconstrucción simplemente agrega lenguaje a la lista de cosas que no debemos dar por sentadas. Nos recuerda que el hielo sobre el que caminamos siempre es delgado”.

Parece que esa es la libertad. ¿Qué ocurre, entonces, cuando se instala la idea de que no hay alternativa o futuro? Cuando no hay alternativa, aquella pregunta —¿cómo debe vivirse la vida?—, motor y sentido de la libertad, principio y fin del liberalismo, ¿tiene sentido? ¿Sin alternativa, hay libertad? ¿Hay liberalismo? ¿O la libertad ya no se dice de ninguna manera, de ninguna que haga sentido, que motive a buscarse una vida?

Es llamativo que Menand no hable de Thatcher, Reagan, que no hable de la caída del Muro de Berlín, del derrumbe de la URSS, de Fukuyama; que no hable de ese gran relato que es el “fin de la historia”, del triunfo definitivo del capitalismo y la democracia liberal. ¿Por qué? ¿Acaso ese triunfo no es parte de esta historia de la libertad y de sus circunstancias? ¿De este viaje del espíritu —concreto— entre París y Nueva York?

Donde está el dinero

Tampoco está Donald Trump en The Free World, sería un anacronismo. Pero podría estarlo: Nueva York también creó a Trump y, quizás más importante, es la capital financiera del mundo, la capital de la multiplicación —siempre milagrosa— de los capitales. ¿También se dice así a libertad?

Menand cuenta que poco después de que Francia fuera invadida por Alemania y de que muchos artistas franceses emigraran a Estados Unidos, se comenzó a decir que la capital del arte moderno se había trasladado de París a Nueva York. Pero pocos de esos creadores se integraron al circuito artístico estadounidense y, terminada la guerra, volvieron lo antes posible a Europa. No había tal cambio de capital; incluso los artistas estadounidenses regresaron a París. Y sin embargo, en una conversación en el Hotel Vanderbilt de Nueva York, en 1946, el crítico Clement Greenberg le dijo a su interlocutor: “Desde 1936, París ha estado cojeando como centro mundial del arte”.

—¿Qué ciudad reemplazará a la Escuela de París?, le preguntaron.

—El sitio donde está el dinero —respondió—. Nueva York.

Terminó teniendo razón Greenberg, aunque solo a medias, según Menand. A partir de los años 60, Nueva York sí se convirtió en el centro financiero del mundo del arte. Pero el arte, más que neoyorquino, se volvió internacional gracias a figuras como Robert Rauschen­berg, John Cage, Merce Cunningham y Jasper Johns. “Los artistas podían ser franceses o estadounidenses, pero no había más una Escuela de Nueva York o una Escuela de París. El arte era global”.

¿Será que, para decirlo con las palabras de Le­vi-Strauss citadas por Menand, el liberalismo, Occidente, su progreso, cooptó toda particularidad e incluso toda periferia? ¿El mundo devino homogéneo y ahora, por entropía, toca una nueva transformación del sistema? ¿La tristeza de los trópicos es lo que Fukuyama llamó el “fin de la historia”?

Tal vez el liberalismo se cargó tanto al mercado que olvidó la libertad y la política. ¿Es eso liberalismo? ¿Ese oasis? ¿Y el desierto que rodea a todo oasis real o imaginario, qué significa? ¿Es el desierto del liberalismo?

Si hay una crisis del liberalismo, o de la democracia liberal, quizá sea porque pretendió poner fin a la Historia, o sea, porque pretendió que dejáramos de preguntarnos qué es el ser humano, de usar nuestra imaginación, de hacer política. Pretendió que dejáramos de plantear la pregunta por el ser y el deber ser.

No hay alternativa, dijo Thatcher. El problema es que si no hay alternativa entonces no hay libertad. Y, sea cierto o no que no hay alternativa, ¿podemos creer en eso? ¿Puede motivar? ¿Puede generar compromiso? ¿Puede llamarse a eso liberalismo?

En Chile, la crisis política y social que estalló en octubre de 2019, incubada en las décadas del fin de la historia, estamos intentando elaborarla, constituirla, a través, precisamente, de una Convención Constitucional. ¿No es eso liberalismo también? ¿Liberalismo después del “fin de la historia”? Ya en este punto habría que preguntarse si es liberal el “fin de la historia”, cualquier fin de la historia. ¿No habrá sido en realidad una forma de conservadurismo, de naturalismo, un “así son las cosas y entonces así deben ser”?

En un diálogo de 1970, recogido en La última entrevista y otras conversaciones (Página Indómita), le preguntaron a Hannah Arendt: ¿Socialismo o capitalismo? ¿Existe otra alternativa? Ella respondió que no sabía lo que nos deparaba el futuro, que había que dejar de hablar de cuestiones altisonantes como “el desarrollo histórico de la humanidad”; lo que había que hacer era ir a los hechos, mirar la historia: “Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el eco­nómico”, dijo. Eso es lo que no había en la URSS: “Lo que nos protege —explica Arendt— en los llamados países capitalistas de Occidente no es el capitalismo, sino un sistema legal que evita que se realice la fantasía de la dirección de las grandes empresas de penetrar en la esfera privada de sus empleados”. Socialismo o capitalismo le daba igual a Arendt: “Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico”.

¿Qué podemos aprender de ahí?

Tal vez el liberalismo se cargó tanto al mercado que olvidó la libertad y la política. ¿Es eso liberalismo? ¿Ese oasis? ¿Y el desierto que rodea a todo oasis real o imaginario, qué significa? ¿Es el desierto del liberalismo?

El desierto crece, dijo Nietzsche. El desierto parece ser el mundo del “fin de la historia”, donde vive el “úl­timo hombre”, que busca placeres mientras espera la muerte. Una suerte de encierro, de totalidad hegeliana, el espíritu absoluto. Sin embargo, hay otra lectura posible de esa consumación: cuando la verdad se ha realizado es tiempo de la posverdad, pero no en el sentido actual, de propaganda y noticias falsas, sino en el sentido de la pluralidad, de la novedad o creatividad arendtiana; o sea, de la libertad, de la política.

En el cruce entre la lucha contra el racismo en Estados Unidos y la guerra ideológica de los norteamericanos y los soviéticos, James Baldwin —cuenta Menand— tomó partido por EE.UU. ¿Por qué? Porque de ahí surgía, en su caso, la idea vívida de libertad, de una sociedad abierta: “Nunca nos interesó derrocarla. Era necesario hacer que la maquinaria funcionase en nuestro beneficio”, dijo el escritor en 1957. Había que poner en movimiento la máquina. La libertad es el fuego de los dioses, dice Baldwin.

En 1975, Juan Radrigán publicó en nuestro país “Cuatro muros”, un poema recogido recientemente por la editorial Libros del Pez Espiral en el libro Poesía. El dramaturgo dice: “Con cuatro muros / se puede per­fectamente / robar el tañido a la campana; / el vuelo al pájaro, / la lejanía a lo lejano. / Se puede, incluso, despojar al viento de su alegría. / Pero cuatro muros / serán siempre cuatro puertas / cuando haya un hombre adentro. / Porque el hombre / es un desierto poblado por la libertad. / Con cuatro muros / apenas alcanza para hacer una cruz o una tumba / que no tienen mi medida”.

Se ve que donde hay libertad hay conflictos. Hay historia e historias. En el último capítulo de The Free World, Menand cita al sociólogo estadounidense Charles Wright Mills, quien en 1960 escribió algo que hoy parece volver a tener sentido: “La era de la complacencia está terminando. Dejemos que las viejas reclamen sabia­mente por ‘el fin de la ideología’. Estamos comenzando a movernos de nuevo”.

 

Imagen de portada: James Baldwin en las escaleras del capitolio en Montgomery, donde Martin Luther King pronunció su discurso “How Long, Not Long”, el 25 de marzo de 1965.

 

The Free World, Louis Menand, Farrar, Straus and Giroux, 2021, 857 páginas, US$23.

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