El último pelucón

Ayer fue el lanzamiento del libro Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile, del historiador Rafael Sagredo. Allí se evidencia el firme compromiso de Edwards con la dictadura de Ibáñez, en cuyo gabinete ocupó dos ministerios, así como su admiración por Portales, Mussolini y Oswald Spengler. Como valora Manuel Vicuña en este texto —leído en la presentación—, este nuevo ensayo permite atenuar la idea de que el autor de La fronda aristocrática en Chile era un “campeón del bien público, alguien casi sin mugre bajo la alfombra, menos aún con muertos en el clóset”. Y agrega: “Edwards era un gran escritor. Exagerando un poco, digamos que toca un piano de cola Steinway. Pero ese piano tiene pocas teclas. Por eso vuelve una y otra vez sobre lo mismo. Parece encerrado en un círculo de malestar con la sociedad de su tiempo.

por Manuel Vicuña I 23 Agosto 2024

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La historia es significativa para la humanidad cuando se esfuerza por buscar lo que considera la verdad”. Con esta frase rotunda arranca el último libro de Rafael Sagredo, Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile. No se trata de una declaración cualquiera; reivindica para la historia un papel trascendental, válido en todas las sociedades, sin importar la época. Piensa la historia en relación con la democracia y, en particular, con la formación de una ciudadanía crítica, alerta a cualquier conato de autoritarismo, de cortapisa de las libertades, de restricción del pluralismo. Sagredo mira al pasado sin darle la espalda al presente. Diagnostica que en la actualidad la historia está teñida de ideología, es vulnerable a la manipulación política, y por lo mismo se ha visto ocasionalmente desvirtuada. Este ensayo tiene algo de antídoto.

En vista de lo anterior, Sagredo está lejos de contentarse con hacer un despliegue de erudición, aunque la investigación en la base del libro sobrepasa en exhaustividad a todos los estudios anteriores que abordan la figura controvertida y compleja de Alberto Edwards. Es cierto: puesto a pesquisar la carrera del autor de La fronda aristocrática en Chile, Sagredo desempolva artículos de prensa y conferencias, y revisita libros con la lupa en la mano, mezclando citas como un DJ, citas muy expresivas del lenguaje literario y las obsesiones de Edwards, cuya interpretación conservadora de la historia republicana de Chile se mantiene prácticamente invariable a lo largo de toda su vida. Edwards es un gran escritor. Exagerando un poco, digamos que toca un piano de cola Steinway. Pero ese piano tiene pocas teclas. Por eso vuelve una y otra vez sobre lo mismo. Parece encerrado en un círculo de malestar con la sociedad de su tiempo.

Pero lo fundamental de Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile, o lo que me interesa resaltar aquí, más allá del rigor de la investigación, es que Sagredo se empeña en traer a colación el pasado, o la biografía político-intelectual de quien se definía a sí mismo como el “último pelucón”, para entrar en diálogo con el mundo contemporáneo, con autores de ahora, con ideas en circulación por estos días. Le interesa salir al paso de una lectura sanitizada del personaje. Una lectura que, a la luz de lo que Sagredo revela en este ensayo, parece tendenciosa, mañosamente selectiva, pues presenta a un Edwards con deslices, sí, pero también con estatura de estadista, de campeón del bien público, alguien casi sin mugre bajo la alfombra, menos aún con muertos en el clóset.

Todo esto me lleva a pensar en una vieja idea sobre el significado de la historia. Desde la Antigüedad clásica, desde un autor latino como en adelante, la historia ha gozado de la reputación de ser magistra vitae, es decir, “maestra de la vida”. Del conocimiento del pasado se podrían extraer, asegura esta tradición, lecciones y ejemplos cuya validez seguiría vigente en el presente. La historia ofrecería un depósito de sabiduría que no caduca necesariamente con el paso del tiempo o el tránsito entre épocas distintas. Estudiar el pasado despejaría el horizonte de la vida, tanto individual como colectiva.

Por supuesto, esta idea de la historia como “maestra de vida” ha tenido detractores de peso. En la primera mitad del siglo XIX, Hegel la descartó de plano en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Lo cito: “Se remite a los soberanos, a los estadistas y sobre todo a los pueblos, a la enseñanza extraída de la experiencia de la historia. Pero lo que la experiencia y la historia enseñan es que ni los pueblos ni los gobiernos aprendieron jamás nada de la historia, ni se ajustaron a las lecciones que habría sido posible extraer de ella. Cada época y cada pueblo tienen circunstancias tan particulares, realizan una situación tan individual, que únicamente en ella y a partir de ella deben adoptar sus decisiones”. Sin ánimo de desautorizar a Hegel, la verdad es que sí se puede aprender algo de la historia, admitiendo, eso sí, que esta no entrega recetas detalladas para sortear problemas, no fija cursos de acción que podamos seguir con piloto automático.

En el trasfondo de este nuevo libro, se percibe el esfuerzo por expresar por qué la historia importa. Cabe recordar que las humanidades, a contrapelo de un mundo donde impera una demanda estrechamente utilitaria del conocimiento y la enseñanza, llevan décadas intentando probar que sí tienen cosas relevantes que decir para el conjunto de las sociedades modernas y, en particular, para las democracias.

Sospecho que Sagredo tiene algo de esto en mente. De seguro aprobaría a Alexis de Tocqueville cuando afirma que el conocimiento histórico nos ahorra convertirnos en “errantes en las tinieblas”. En el trasfondo de este nuevo libro, se percibe el esfuerzo por expresar por qué la historia importa. Cabe recordar que las humanidades, a contrapelo de un mundo donde impera una demanda estrechamente utilitaria del conocimiento y la enseñanza, llevan décadas intentando probar que sí tienen cosas relevantes que decir para el conjunto de las sociedades modernas y, en particular, para las democracias. Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile se propone, por vías indirectas y otras veces sin rodeos, aportar herramientas de juicio al debate público-intelectual y sacarle filo a la conciencia crítica de los ciudadanos (o al menos a los lectores del libro, para no exagerar la nota).

El libro de Sagredo termina con una selección de fuentes que ocupan la mitad del volumen. En esta segunda parte, Sagredo reúne conferencias de Edwards, junto con artículos suyos publicados en El Mercurio, artículos hasta ahora ignorados por los estudiosos del político y ensayista, no sabemos si debido a una investigación algo descuidada, o al deseo de lavar un poco la imagen póstuma de Edwards, bajando el tono de sus entusiasmos dictatoriales.

En cualquier caso, es significativo que los textos del “último pelucón” que complementan el estudio de Sagredo, hayan sido reunidos bajo el título de “Evidencia documental”, como si se lo estuviera sometiendo a juicio. De modo convincente, Sagredo retrata a Edwards como la quintaesencia del conservador, como un autor y político de arrebatadoras inclinaciones autoritarias, idólatra de Diego Portales, sacerdote del culto al gran hombre como salvador providencial, partidario del orden a todo evento, amigo de una concepción elitista del poder, y alérgico a la soberanía popular y al debilitamiento de las jerarquías tradicionales. Constantemente amagado por el miedo a la anarquía, producto de una interpretación espeluznante del periodo pipiolo de nuestra historia, Edwards fue un enemigo público de los principios de la Revolución francesa y, por extensión, de los ideales y los logros del liberalismo, en cuyas doctrinas no ve más que un puñado de dogmas que actúan como metástasis en el cuerpo social.

Antes —pensemos nada más en el clásico estudio del filósofo Renato Cristi sobre Edwards— se había señalado el pronunciado autoritarismo de su pensamiento. Pero nunca antes se había analizado esta cuestión con tanta contundencia, con tanta evidencia a la vista, de forma tan categórica y definitiva. Capítulo aparte merece el firme compromiso de Edwards con la dictadura de Ibáñez, en cuyo gabinete ocupó dos ministerios, y a quien sirvió como consejero de confianza y propagandista con arrastre entre el público lector. Tampoco dejaría pasar las loas de Edwards al duce, a Mussolini, un líder que le pareció casi una reencarnación de Julio César o Napoleón. Sagredo cubre muy bien los episodios ibañistas y la deriva fascista del pensamiento de Edwards, así como su fascinación —imbuida de pesimismo histórico y una noción organicista de las civilizaciones— por Oswald Spengler como autor de un libro que hizo época, La decadencia de Occidente. Rescato, entre las páginas del ensayo de Sagredo, esta cita de Edwards, extraída de un artículo de 1923, que lo retrata de cuerpo entero: “No soy republicano ni demócrata, teóricamente al menos, y si fuera permitido en política hablar de principios absolutos, diría que soy monarquista y aristocrático, esto es, que prefiero la unidad del poder a su dispersión, y la soberanía de los más aptos a la de los más numerosos”.

El historiador francés Marc Bloch escribió: “Durante mucho tiempo el historiador pasó por ser una suerte de juez en los Infiernos, encargado de distribuir a los dioses muertos el elogio o la condena”. Por estos lados, Benjamín Vicuña Mackenna ejerció ese papel, sobre todo a través de la escritura de biografías sobre hombres públicos situados en la primera línea de la política republicana. Actuó como juez en el tribunal de la historia; sopesó cargos, aportó pruebas y reunió testimonios; condenó y exculpó, discriminando a los héroes de los villanos; a la larga, erigió un panteón republicano a la medida de sus visiones de grandeza nacional. No llegaría a tanto como proponer que Sagredo se inscribe en esta tradición, bastante apolillada si la tomamos al pie de la letra. Pero sí creo que somete a Edwards —ese intelectual tan anti intelectual— a un escrutinio que busca comprender sus ideas, y a la vez restarles validez contemporánea en un momento en que se produce su rescate y se escuchan ecos de autoritarismo provenientes del pasado.

De modo convincente, Sagredo retrata a Edwards como la quintaesencia del conservador, como un autor y político de arrebatadoras inclinaciones autoritarias, idólatra de Diego Portales, sacerdote del culto al gran hombre como salvador providencial, partidario del orden a todo evento, amigo de una concepción elitista del poder, y alérgico a la soberanía popular y al debilitamiento de las jerarquías tradicionales.

En este punto, creo importante mencionar, aunque sea a la pasada, el trabajo del filósofo y comentarista político Hugo Herrera. Herrera se ha propuesto recuperar el pensamiento de Edwards en un libro reciente, Pensadores peligrosos, un texto que Sagredo incluye en su bibliografía y que seguramente tuvo entre ceja y ceja al momento de sentarse a escribir. Herrera no pasa por alto la adhesión de Edwards a la dictadura de Ibáñez, un acto consistente con toda la trayectoria política e intelectual del autor de La fronda aristocrática en Chile. Pero Herrera no hace leña del árbol caído. Más bien junta las ramas dispersas por el viento. Minimiza el asunto, o tal vez no lo juzga tan importante a la hora de evaluar la vigencia del pensamiento de Edwards, descontados sus aspectos más idiosincráticos y, por lo tanto, caducos sin remedio.

Herrera emplaza al personaje en el vértigo de su época, sin por eso subirlo a un pedestal de bronce o comprar su legado a fardo cerrado. Pero, insisto, le resta peso al carácter antidemocrático de Edwards, e incluso argumenta que sus planteamientos no se oponen necesariamente al “ideario democrático”. Admira del último pelucón una sensibilidad casi táctil para lo concreto, una capacidad para sopesar los hechos en su justo valor empírico, atendiendo solo a la realidad que se escondería detrás de la cortina de humo de las ideologías y las abstracciones filosóficas procedentes del extranjero. “Edwards muestra la importancia de asentar el sistema político en fuerzas sociales eficaces, en especial, una clase dirigente dotada de amplitud de mirada, más allá del utilitarismo individualista”, sostiene Herrera. “Dado el hecho de la crisis de su tiempo y el caos amenazante, indica los primeros pasos para la recomposición del orden, en lo más básico: una conducción gubernativa fuerte, capaz de captar legitimidad por la vía de su operación pacificadora y unánime”.

El libro de Sagredo se sitúa en las antípodas de Pensadores peligrosos, o por lo menos a bastante distancia. Sagredo escribe con un afán polémico, aunque sin perder un tono mesurado. Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile conversa con trabajos anteriores sobre el personaje, pero también discrepa de sus posiciones. En pocas palabras, Sagredo no se siente a gusto con la exaltación de La fronda aristocrática en Chile como ensayo historiográfico. Hay que recordar que Mario Góngora calificó ese libro —tantas veces editado y reimpreso, y que todavía, sin duda, vale la pena seguir leyendo— como la “mejor interpretación existente de nuestra historia nacional republicana”, además de estimarlo como un intento no perfecto, pero sí valioso de un acercamiento historicista al pasado, que ambiciona comprenderlo en sus propios términos, sin apabullarlo con las pautas valóricas del presente.

Sagredo no está de acuerdo con esto. En contrapartida, ofrece una defensa de la historia como búsqueda de la verdad, como un saber con responsabilidades éticas, que hace de la investigación rigurosa un garante de imparcialidad. Sin restarle méritos a Edwards como escritor y polemista, ni importancia como figura histórica en el plano político, Sagredo considera ese ensayo cúlmine en la carrera del “último pelucón” y otros textos suyos como contraejemplos de lo que debiera ser la escritura de la historia. Sagredo está por una historia con filo, que no se sustraiga al presente, que signifique un aporte a la cultura democrática y que incomode, si es necesario.

 


Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile, Rafael Sagredo Baeza, FCE, 2024, 340 páginas, $17.900.

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