Un París muy diferente

Parte de la fascinación del libro El populacho de París está en la manera en que Luc Sante —verdadero maestro del archivo visual, literario y humano de la capital francesa— se desliza entre los géneros. Para el autor de este ensayo, uno de los mayores especialistas en la historia del libro, esta obra se puede caracterizar como un tour histórico-cultural por una gran ciudad o una flânerie, porque Sante invoca a los paseantes y escribe como uno de ellos, para dar cuenta de los pobres, desertores y vagabundos, “no para enderezar la historia, sino para ayudar al lector a comprender una infinitamente fascinante ciudad”.

por Robert Darnton I 24 Agosto 2022

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Todas las ciudades tienen surcos —senderos desgastados por las rutinas de sus habitantes mientras están ocupados en sus asuntos—. París está especialmente llena de surcos, y los parisinos tienen una expresión para la sensación de reclusión que les impone: “métro, boulot, dodo” (metro, trabajo, dormir). Pero hay otro París, la ciudad habitada por quienes no tienen trabajo, ya sea porque no encuentran empleo o porque han optado por salir de la vida que sigue un surco. Los marginales, los pobres, los excéntricos, los bohemios, los desertores y los vagabundos rondan las páginas del vívido tour que Luc Sante ofrece por ese otro París, la mayor parte enterrado bajo lo que queda del siglo XIX.

El París subterráneo todavía existe, parte de él habitado. Tengo un pequeño departamento en un viejo edificio en el segundo arrondissement o distrito. Un día, después de dejar mi bicicleta en el sótano, decidí explorar los subsótanos. Había dos de ellos, formados por bodegas, sucias y sin luz. Tanteando en la oscuridad, tres pisos por debajo del nivel de la calle, tropecé con un cuerpo. Subí corriendo las escaleras y salí por la puerta principal, buscando ayuda. La primera persona que encontré fue un hombre que lavaba platos en la cocina de un restaurante de al lado. Cuando grité por la ventana abierta que había un cuerpo en el sótano inferior, respondió calmadamente. “No es nada. Él es nuestro clochard (mendigo)”. Yo no sabía que nuestro edificio de departamentos proporcionaba un refugio para un hombre sin hogar; y después de un momento de reflexión, me di cuenta de que el “nuestro” usado por el hombre que lavaba los platos no me incluía a mí ni a ningún otro propietario de departamento. Se refería a otro París.

Aunque está empapado de historia —entendida a fondo y expertamente narrada—, El populacho de París, esta invitación al Otro París, no es un estudio histórico. Tampoco es una guía, aunque existe un género de guías a lo “otro”: This Other London, The Other Los Angeles, The Other Side of Rome, etc. Parte de la fascinación del libro de Sante es que se desliza entre géneros. Se puede caracterizar mejor como un tour histórico-cultural por una gran ciudad o una flânerie; porque Luc Sante invoca a los flâneurs a lo largo de todo el libro y escribe como uno de ellos.

Aunque está empapado de historia —entendida a fondo y expertamente narrada—, El populacho de París, esta invitación al Otro París, no es un estudio histórico. (…) Parte de la fascinación del libro de Sante es que se desliza entre géneros. Se puede caracterizar mejor como un tour histórico-cultural por una gran ciudad o una flânerie.

Según el tipo ideal inventado por Baudelaire, el flâneur asimila una ciudad paseando por ella. Él (porque Baudelaire no visualizó mujeres flâneurs) no sigue un itinerario fijo, sino que se pierde en la multitud, nadando donde lo lleven sus corrientes y dejando que el paisaje urbano trabaje en su conciencia de formas inesperadas. Cuando están inspirados, los flâneurs han producido una importante literatura. La línea de sus libros se extiende desde el más grande de todos, Le Tableau de Paris, de Louis Sébastien Mercier (creció de dos a 12 volúmenes en ediciones sucesivas, todas ellas ilegales, entre 1781 y 1788, y hay una magnífica edición moderna de Jean-Claude Bonnet), hasta Paris inconnu (1844) de Alexandre Privat d’Anglemont, las Nouvelles promenades dans Paris (1908) de Georges Cain, Le Paysan de Paris (1926) de Louis Aragon, Les Parisiens (1967) de Louis Chevalier y The Streets of Paris (1980) de Richard Cobb.

Sante ha dominado toda esta literatura y mucha más. Conoce la ciudad en profundidad y evoca su espíritu a la manera de Cobb, concentrándose en sus distritos más pobres y acompañando su texto con cientos de ilustraciones. Sin embargo, a diferencia de las fotografías de The Streets of Paris de Cobb, las fotografías de El populacho de París han sido extraídas de archivos y, a menudo, son demasiado pequeñas y borrosas para ser descifrables. El libro fracasa como álbum de imágenes, pero triunfa maravillosamente en evocar la vida en la calle, especialmente las vidas vividas en la frontera exterior de la ciudad (la Zone) y a lo largo de sus muchos márgenes: un mundo habitado por traperos, prostitutas, delincuentes, cantantes callejeros, borrachos, poetas y las infinitas variedades del indigente.

Tal como lo describe Sante, es un mundo que hemos perdido, y la pérdida debería pesar en la conciencia de cualquiera que ame la ciudad —no el París de las guías turísticas convencionales, ni el París habitado por los ricos y poderosos (los del centro y el oriente, en particular los distritos séptimo y decimosexto), sino el París de los pobres (los del poniente y el norte, especialmente los distritos decimonoveno y vigésimo), quienes vivían en gran medida en las calles y crearon una cultura propia. Esa cultura echó raíces a principios del siglo XIX. Dio sus últimos frutos en los años 20 y 30 del siglo XX, y hoy está muerta.

Esta visión del pasado parisino fácilmente puede desviarse al sentimentalismo. El lenguaje fuerte del titi con su gros rouge sur le zinc —el parisino de clase baja que maldice en su argot sobre el vino barato en un bar— suena impresionante en la boca de Jean Gabin, pero el uso excesivo en películas e historias de detectives lo ha convertido en un cliché. Los pobres nunca fueron pintorescos. Varias generaciones de historiadores sociales han producido una visión convincente y desengañada de la pobreza del siglo XIX. Ellos han demostrado cómo la población de París explotó, cómo los indigentes se amontonaron en los barrios bajos, pasaron hambre, sucumbieron a enfermedades (especialmente las devastadoras olas del cólera) y murieron en masa con cada recesión de la economía. Sante hace justicia a estos temas, pero no los lleva más allá del punto en el que los dejó hace mucho tiempo Louis Chevalier en Classes laborieuses, classes dangerreuses: à Paris pendant la première moitié du XIXe siècle (1958).

El libro fracasa como álbum de imágenes, pero triunfa maravillosamente en evocar la vida en la calle, especialmente las vidas vividas en la frontera exterior de la ciudad (la Zone) y a lo largo de sus muchos márgenes: un mundo habitado por traperos, prostitutas, delincuentes, cantantes callejeros, borrachos, poetas y las infinitas variedades del indigente.

En lugar de entregar una investigación original, Sante invoca el pasado para acusar al presente: no las nuevas formas de la pobreza, agravadas por el desempleo, el racismo y la brutalidad policial, en los banlieues o suburbios de la ciudad, sino más bien la tendencia general a rediseñar París que comenzó con el barón Georges Haussmann. De 1853 a 1870, Haussmann cortó en pedazos los cuerpos de los barrios antiguos y construyó los bulevares que son celebrados en las guías turísticas de hoy. En el camino, él mejoró la higiene de la ciudad, pero su principal objetivo era abrir paso a las tropas y erradicar la amenaza de la insurrección de las áreas atestadas con calles estrechas, donde los pobres construyeron barricadas y se levantaron contra la opresión en 1830, 1832, 1834, 1839 y 1848. La historia de la haussmannización se ha contado a menudo, a veces con simpatía, como en Transforming Paris: the Life and Labors of Baron Haussmann (1995), de David Jordan. Sante le insufla nueva vida, no solamente con una prosa expresiva, sino también apuntando en una nueva dirección.

El espíritu de Haussmann, sostiene, se puede leer en los proyectos urbanos que han desfigurado París desde la Segunda Guerra Mundial: la desaparición de Les Halles, reemplazada por un centro comercial subterráneo y carente de alma; el “agresivamente repelente” Centre Georges Pompidou, en el barrio Beaubourg; la Bibliothèque Nationale de France (también conocida como Bibliothèque François-Mitterand), “que luce como un proyecto habitacional en la luna”; la Bastille Opéra, “que parece un estacionamiento”; y sobre todo el Tour Montparnasse, un “zurullo gigante dado vueltas”. Estos proyectos no tenían la intención de bloquear las revoluciones, pero expresan el étatisme, una afirmación del poder estatal, similar a la mutilación de París hecha por Haussmann al servicio de Napoleón III. Al servir a De Gaulle, argumenta Sante, Georges Pompidou y André Malraux completaron el trabajo de Haussmann y dieron ejemplo para una mayor devastación en el nombre del progreso. Sus monumentos proclaman la gloria de los gobernantes en un estilo que los franceses llaman pharaonien.

Sante no solamente objeta la arquitectura. Él ve dos fuerzas enfrentadas en el nuevo paisaje citadino: por un lado, “reformadores y moralistas y presidentes de comisiones”; por el otro, “vagabundos y excéntricos y clochards”. Los primeros han ganado, pero los segundos merecen el reconocimiento de la posteridad, porque representan una cultura marginal y disidente generada desde los estratos más bajos de la sociedad.

Dicho así sin rodeos, el argumento puede parecer romántico y descabellado. Sante se abstiene de hacerlo explícito, prefiriendo que se muestre a través de un denso recuento de temas más o menos relacionados: la geografía urbana, la mala vida y las clases bajas, los inmigrantes y la gente de la calle, la enfermedad y la muerte, la prostitución, las borracheras, la bohemia, los teatros de bulevar, las canciones y los cantantes populares, el crimen y los criminales famosos, las revoluciones y los insurgentes, las feministas y los anarquistas. Los temas van y vienen, atropelladamente, mezclándose unos con otros sin adherirse a ninguna estructura distintiva.

De 1853 a 1870, Haussmann cortó en pedazos los cuerpos de los barrios antiguos y construyó los bulevares que son celebrados en las guías turísticas de hoy.

El populacho de París no tiene introducción ni conclusión ni tesis central ni discurso sobre el método o discusión de la historiografía. En lugar de anunciar un argumento y delinear sus partes constitutivas, Sante se sumerge en su tema y arrastra al lector con él. Sin saber adónde vamos, estamos a su lado, inspeccionando el espantoso vertedero de Montfaucon con 12 mil caballos muertos. Seguimos los itinerarios de los ropavejeros y su desesperada postura en contra de la recolección de basura municipal. Deambulamos a través de mercados de las pulgas, deteniéndonos para examinar el inventario de un puesto de la década de 1890: “Dos fragmentos de alfombra turca, algunas pulseras hechas de pelo, muchos relojes y cadenas que necesitan reparación, tres retratos de Napoleón…”. De vuelta en las calles de los distritos más pobres —pero como correctamente comenta Sante, la pobreza era vertical antes de Haussmann, cuanto más alta era tu habitación, más bajo era tu estatus— nos adentramos en la labor de “le business” (la prostitución) y aprendemos lo que las “horizontales” cobraban a partir de un menú de sus servicios: “Un trabajo manual común cuesta 33 sous, que sube a 50 por la inserción adicional del meñique en el ano…”.

Los detalles, entregados de manera directa y con una gran cantidad de excéntrica erudición, producen un efecto de choque, en concordancia con un estilo de provocación peculiarmente francés: épater le bourgeois. Es intranquilizador para cualquiera ubicado en la seguridad de la clase media deambular por el mundo de los pobres, incluso vicariamente al leer sobre aquellos que murieron hace un siglo. Sante evoca ese mundo tan bien que su éxito como escritor plantea un peligro para el lector: el voyerismo. La flânerie puede degenerar en turismo de la pobreza.

Sante reconoce el peligro de “una fascinación voyerista por las miserias de otras personas”. Para evitarlo, adopta el tono duro de algunas historias de detectives: no esperes ningún sentimiento, lector; no obtendrás nada más que los hechos. Sin embargo, deja traslucir sus propias simpatías. En un capítulo sobre el crimen, rechaza todas las “tonterías de honor-lealtad-virilidad” y señala que hacia 1830 el crimen se había convertido en una amenaza para los pobres comunes y corrientes. Pero al engarzar anécdotas sobre asesinos famosos, fugas de prisión, tiroteos y ejecuciones, él presenta el inframundo como un aspecto vital de la vida en la base de la sociedad. La criminalidad y la pobreza —la pègre y les pauvres— crecieron juntas, de manera simbiótica, en los barrios bajos.

Sante no llega tan lejos como Balzac y Victor Hugo como para imaginar “una sociedad organizada alternativa” entre los criminales, pero como Eric Hobsbawm, trata el crimen como bandidaje social. El robo y el asesinato aparecen como una forma de rebelión contra la autoridad, no del todo diferente de la lucha en las barricadas. Sante describe los crímenes famosos como “insurrecciones de una persona” y escribe breves biografías de los criminales más notorios: Eugène François Vidocq, Pierre-François Lacenaire, Jean-Jacques Liabeuf y Jacques Mesrine. Constituyen una lectura fascinante, pero ¿qué agregan?

Sante reconoce el peligro de ‘una fascinación voyerista por las miserias de otras personas’. Para evitarlo, adopta el tono duro de algunas historias de detectives: no esperes ningún sentimiento, lector; no obtendrás nada más que los hechos. Sin embargo, deja traslucir sus propias simpatías.

No un argumento de que el crimen alimentó la revolución. Mientras se aprovechan de los pobres, algunos criminales colaboraron con la Gestapo. Otros, sin duda, aportaron material para novelas con mensaje revolucionario, sobre todo Los miserables, pero ellos aparecen en todo tipo de literatura y atraen a todos los sectores del espectro político. Es posible que se entiendan mejor como un elemento básico del folclore urbano. Sante favorece ese punto de vista en una breve discusión sobre las historias de detectives, que trata como materia prima para lograr el acceso a la “imaginación parisina” e incluso a su “subconsciente”. Pero el público lector de la série noire no era particularmente proletario. Los escalofríos proporcionados por las novelas de escasa categoría recorrieron muchas espinas dorsales burguesas, y es difícil detectar un elemento distintivamente popular en la literatura que se identifica comúnmente con la cultura popular. ¿Se puede interpretar esa literatura como una protesta dirigida contra el opresivo intento, impulsado por el Estado, de imponer orden al desenfreno? No lo creo.

Esa cuestión se cierne sobre la discusión de Sante sobre el teatro de bulevar y la música de cabaré. Él conoce el tema al derecho y al revés, y regala al lector minibiografías de personajes del espectáculo, desde Aristide Bruant hasta Edith Piaf. Lejos de recalentar los clichés sobre las maneras perversas de Montmartre, él transmite el idioma de los cantantes callejeros que se hicieron famosos en los bulevares. Tiene un dominio impresionante de la jerga parisina, junto con la habilidad de traducirla a otro idioma. Evoca “el sonido por excelencia de París”, mostrando cómo los inmigrantes de Auvernia complementaron el acordeón con la musette. Apunta el carácter sedicioso de algunas canciones populares, que fueron depuradas por la censura durante el Segundo Imperio. Sin embargo, el bal-musette y el café concert atrajeron a públicos mezclados, y algunas de sus más grandes estrellas dieron su favor a la extrema derecha. Eugénie Buffet, la primera chanteuse réaliste, cantó para los obreros, pero apoyó a los anti-dreyfusards y a los opositores del Frente Popular.

La dificultad de conectar la política con la cultura popular surge más claramente en el capítulo titulado “Insurgentes”, donde Sante enfrenta el fenómeno de la revolución. Sigue el capítulo sobre el crimen y la literatura criminal y, por lo tanto, plantea una pregunta: ¿cuál es la relación de la violencia callejera con la agitación política? Pasando de una discusión de faits divers (fundamentalmente anécdotas sobre asesinatos en la prensa popular), el lector se sumerge en los grandes acontecimientos: 1789, 1830, 1848, 1871. La Comuna lleva la serie a un clímax. Sante cuenta la historia bien, aunque no puede intentar nada comparable a la narración del más reciente estudio, el soberbio Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871 (2015; Siglo XXI, 2017), de John Merriman. Sante hace justicia a los horrores de la represión y las reacciones a ella, que marcaron el curso de la agitación radical para el resto del siglo. Luego, él termina el capítulo con un largo recuento de asesinatos y robos por parte de la Banda Bonnot, un grupo de anarquistas que aterrorizó a una buena parte de París en los años 1911 y 1912.

Sante explica que se puede pasear por la ciudad como si se estuviera jugando a un juego de mesa, el tradicional jeu de l’oie, que va de casilla en casilla, cada una evocando una experiencia. (…) Es un juego de azar, que expone al jugador a sorpresas y a lo espontáneo. En lugar de seguir una ruta trazada, el flâneur persigue asociaciones inesperadas a lo largo de senderos que Sante llama dérives.

¿Cuál es el terreno común de todos estos temas? Metafóricamente al menos, las calles de París. En su último capítulo, Sante explica que se puede pasear por la ciudad como si se estuviera jugando a un juego de mesa, el tradicional jeu de l’oie, que va de casilla en casilla, cada una evocando una experiencia. De esta manera, el flâneur puede invocar a los espíritus del pasado, aquellos unidos a lo que queda de la ciudad destruida por Haussmann y los planificadores urbanos modernos. Es un juego de azar, que expone al jugador a sorpresas y a lo espontáneo. En lugar de seguir una ruta trazada, el flâneur persigue asociaciones inesperadas a lo largo de senderos que Sante llama dérives.

Él toma esta idea de Guy Debord, el autor de La sociedad del espectáculo (1967) y profeta de la Internacional Situacionista, un movimiento de izquierda que inspiró a muchos de los estudiantes revolucionarios en mayo-junio de 1968. En su último capítulo, Sante rinde homenaje a Debord como el último en la línea que va desde los comuneros de la Comuna de París a través del anarquismo, el dadaísmo y el surrealismo, hasta “el sueño febril de mayo del 68”. No es que Sante vea líneas rectas en la historia o abogue por un resurgimiento de la década de los 60. Él encuentra inspiración en la visión de Debord de París como una colección de “unidades de ambiente” o zonas determinadas por la experiencia acumulada de sus habitantes. El populacho de París es un intento de abarcar la ciudad de esta manera. Cada uno de sus capítulos se puede leer como una dérive. La última resistencia de los comuneros en el Cimetière du Père Lachaise refulge junto con los bocetos de Toulouse-Lautrec y grafitis como “Mort aux Vaches” (Muerte a los policías). El libro fluye ante los ojos como una película, y eso lo convierte en una muy buena lectura. Logra lo que se propone como meta, no para enderezar la historia, sino para ayudar al lector a comprender una infinitamente fascinante ciudad.

 

Nota del editor: desde 2021, el nombre de quien escribió El populacho de París es Lucy Sante. En septiembre de ese año anunció en su cuenta de Instagram: “Sí, soy yo, y sí, estoy en transición… Puedes llamarme Lucy… y mi pronombre, muchas gracias, es ella”. Hemos optado por mantener Luc dado que el libro y la respectiva reseña aparecieron con anterioridad a la transición de su autora.

Artículo publicado en The New York Review of Books, que se traduce con autorización de su autor y de la revista. Traducción: Patricio Tapia.

 


El populacho de París, Luc Sante, Editorial Libros del K.O., 2018, 496 páginas, $22.900.

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