La Internacional neoliberal (o la historia de una hegemonía)

Los principios pro mercado se impusieron durante la dictadura de Pinochet, a partir de 1975, pero su historia es anterior, previa incluso a la Segunda Guerra Mundial, cuando un grupo de economistas liderados por el austriaco Friedrich Hayek se planteó la necesidad de detener “la decadencia histórica del liberalismo clásico frente al creciente colectivismo”. Chile se sumó a ese esfuerzo ya en los años 50, cuando la Universidad Católica firmó un acuerdo con su homónima de Chicago.

por Juan Rodríguez M. I 3 Diciembre 2019

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En 1955 la Facultad de Economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC) entró en el camino de “la verdadera ciencia económica”. Así se referían en la Universidad de Chicago a los preceptos económicos que ellos proclamaban y divulgaban, el llamado monetarismo o la teoría neoclásica, o si se prefiere, un nuevo liberalismo que buscaba disputarle la hegemonía al desarrollismo inspirado en las ideas de Keynes. Ese año la PUC firmó un acuerdo de cooperación con Chicago que, según cuenta Manuel Gárate en su libro La revolución capitalista de Chile (1973-2003), incluía el intercambio de profesores y un programa de becas de posgrado para que estudiantes chilenos se formaran en Estados Unidos.

“El convenio de intercambio fue ofrecido originalmente a la Universidad de Chile —escribe Gárate—, cuyo director de la Facultad de Economía, Luis Escobar Cerda, lo rechazó debido al carácter supuestamente ortodoxo e ideológico de la formación económica de la Universidad de Chicago y a su negativa a abrir la cooperación a otros planteles universitarios chilenos. La PUC no poseía en aquellos años el prestigio internacional, la influencia ni el tamaño de la Universidad de Chile, y su carácter confesional generó algunas resistencias iniciales en los encargados norteamericanos del proyecto, acostumbrados a trabajar con universidades públicas o bien privadas, pero sin filiación religiosa expresa”.

En las décadas del 40 y 50, el liberalismo económico casi no tuvo presencia en el debate público y en la academia. En ese período el modelo dominante en Chile fue el del Estado de compromiso: la búsqueda del desarrollo mediante una fuerte intervención estatal en la economía “en términos del control del comercio internacional, la regulación de salarios, la emisión monetaria, la protección de la industria nacional y la propiedad estatal de diversas empresas consideradas como estratégicas”, explica Gárate.

Recién a mediados de los 50, con el comienzo de la Guerra Fría, las ideas liberales volvieron a debatirse, aunque tímidamente. Esa minoría se reunió en torno al diario El Mercurio, un tradicional defensor del liberalismo clásico, y a la PUC, a partir del mencionado convenio. Este nuevo liberalismo (o neoliberalismo), empezó a construirse en Europa, antes incluso de la Segunda Guerra Mundial, como respuesta al estatismo fascista y soviético. En Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo, Nick Srnicek y Alex Williams cuentan cómo nació, se desarrolló y se volvió hegemónica esa ideología que tempranamente llegó a Chile.

Hayek entendió que no bastaba con el trabajo académico, que el asunto era político, una utopía liberal, y que entonces, para que triunfara, había que transformar el sentido común global, ‘redefinir lo posible’, generar una nueva hegemonía, cambiar la opinión de la élite, dar forma a la opinión pública.

Todos éramos keynesianos

Desde el New Deal estadounidense a las políticas de la Cepal para América Latina, pasando por el Estado de bienestar europeo, alguna vez todos fuimos keynesianos. La quiebra de Wall Street en 1929 no solo arruinó a la economía mundial, sino también al libremercadismo y su utopía del dejar hacer. Si la desregulación había llevado a la crisis, entonces el Estado debía no solo regular los mercados, sino impulsarlos, reactivarlos. No era tiempo para ideas liberales en economía.

“En sus orígenes —cuentan Srnicek y Williams—, el neoliberalismo era una teoría marginal. A sus seguidores les costaba encontrar empleo, a menudo no tenían plaza y eran blanco de burlas por parte de la corriente predominante del keynesianismo”. Y sin embargo, a partir de los años 80, pero sobre todo en los 90 y el siglo XXI, el neoliberalismo devino en “la” economía. O al menos lo era hasta la crisis de 2008. Si recurriéramos al teleologismo con el que los vencedores suelen contar su historia, diríamos que el neoliberalismo triunfó porque era el desarrollo lógico del capitalismo; de un modo similar a como Marx creía que el comunismo era el destino inexorable de la historia. Pero la vida es mucho más contingente que los cuentos que nos inventamos sobre ella.

En los años 20 y 30 y 40, en lugares como Viena, Chicago, Londres y Alemania, distintos e independientes grupos comenzaron a replantear las ideas liberales. En 1938, en París, justo antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron su primer encuentro internacional en el Coloquio Walter Lippmann. Allí, según se lee en Inventar el futuro, los teóricos liberales clásicos, los nuevos “ordoliberales” alemanes, los liberales de la Escuela de Economía de Londres y economistas como los austriacos Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, se reunieron para debatir sobre “la decadencia histórica del liberalismo clásico frente al creciente colectivismo”.

En ese encuentro se creó el Centro Internacional de Estudios para la Renovación del Liberalismo; o sea, para el desarrollo y difusión de un nuevo liberalismo. La Segunda Guerra Mundial interrumpió el proyecto, pero la red de personas ya estaba instalada y siguió trabajando. Srnicek y Williams lo llaman un “colectivo de pensamiento neoliberal”, y su gran impulsor fue Hayek: este entendió que no bastaba con el trabajo académico, que el asunto era político, una utopía liberal, y que entonces, para que triunfara, había que transformar el sentido común global, “redefinir lo posible”, generar una nueva hegemonía, cambiar la opinión de la élite, dar forma a la opinión pública.

En 1945, un comerciante suizo le dio a Hayek el financiamiento para crear la Sociedad Mont Perelin, “una red intelectual cerrada, que proveía la infraestructura ideológica básica para que el neoliberalismo fermentara”. La primera reunión se hizo después de la guerra, en 1947, allí estuvieron los liberales austriacos, británicos, franceses, alemanes y los de Chicago. En la carta que envío a sus invitados, Hayek explica que el objetivo es “incorporar el apoyo de las mejores mentes para formular un programa que tenga la oportunidad de granjearse el respaldo general. Nuestro esfuerzo no difiere de ninguna labor política, pues debe ser un esfuerzo esencialmente a largo plazo, preocupado no tanto por lo que sea viable en este instante, sino por las creencias que deben cobrar preponderancia, si es que se quiere evitar los peligros que en este momento amenazan la libertad individual”. Derrotado el fascismo, la amenaza era, claro, la Unión Soviética, las ideas socialistas y comunistas, el colectivismo que, creía Hayek, araba la tierra al totalitarismo.

Se trataba, en jerga militar, de una guerra de posiciones a largo plazo en el campo de las ideas; había que tener grupos de expertos, ocupar puestos en la academia, también en los gobiernos, tener intelectuales, escritores, profesores y periodistas (los ‘comerciantes de segunda mano’ de las ideas, decía Hayek) que difundieran el neoliberalismo.

Se trataba, en jerga militar, de una guerra de posiciones a largo plazo en el campo de las ideas; había que tener grupos de expertos, ocupar puestos en la academia, también en los gobiernos, tener intelectuales, escritores, profesores y periodistas (los “comerciantes de segunda mano” de las ideas, decía Hayek) que difundieran el neoliberalismo. Cuando llegara la oportunidad, los nuevos liberales debían estar listos para asaltar el poder.

El inicio de la Guerra Fría

La primera oportunidad llegó pronto, en la destruida Alemania de la posguerra. Frente al desafío de reconstruir el Estado, los ordoliberales, algunos de los cuales habían asistido al Coloquio Walter Lippman en 1938, propusieron “establecer un espacio de libertad económica”. Uno de ellos, Ludwig Erhard, fue puesto a cargo de la dirección de Economía en la zona alemana que administraban los ejércitos de Estados Unidos y Gran Bretaña: se eliminaron los controles de precios y salarios, se recortaron “drásticamente” los impuestos al ingreso y al capital. “Esta fue una maniobra desregulatoria radical que obligó a la Unión Soviética a levantar un bloqueo sobre Berlín y a dar inicio a la Guerra Fría”, se lee en Inventar el futuro.

A pesar de ese prometedor inicio, y de que Erhard llegaría a convertirse en canciller de Alemania en 1963, las políticas liberalizadoras se combinaron con intervenciones del gobierno, en vistas del bienestar social, que llevaron a la economía alemana hacia el keynesianismo y al Estado hacia la socialdemocracia.

Pero esta era una guerra a largo plazo. Una figura importante para el avance neoliberal fue el británico Antony Fisher, uno de los fundadores del Instituto de Asuntos Económicos (IEA, por su sigla en inglés), el primer grupo de expertos neoliberales en Reino Unido. Su trabajo apuntó a los “comerciantes de segunda mano” de los que hablaba Hayek (periodistas, académicos, escritores, profesores), mediante la publicación de textos o panfletos breves, accesibles, claro que presentándose como una organización técnica, apolítica, interesada en las investigaciones de mercado. Fisher también participó en la creación de grupos de expertos liberales en Canadá y Estados Unidos. Entre ellos la Fundación Atlas para la Investigación Económica, fundada en 1981, para “institucionalizar” el proceso de creación de grupos de expertos.

Entre 1975 y 1982, la dictadura implementó una de las versiones más radicales del neoliberalismo; entre medio se produjo la cuestionada  aprobación de la Constitución de 1980 que, entre otras cosas, selló el rol subsidiario del Estado y la primacía del interés empresarial.

Se generó una red de promotores de sus ideas, una suerte de Internacional neoliberal. “En la actualidad, Atlas se jacta de haber ayudado a crear o conectar a más de cuatrocientos grupos de expertos neoliberales en más de ochenta países”, escriben Srnicek y Williams. “Más que respuestas monotemáticas a los problemas en boga de ese entonces, lo que el IEA y sus asociados habían construido fue una perspectiva económica sistemática y coherente”. Por el IEA, por ejemplo, pasaron muchos futuros integrantes del gobierno de Margaret Thatcher.

Si uno visita el sitio web de la red Atlas, descubrirá que su eslogan reza: “Fortaleciendo el movimiento mundial por la libertad”. Si se sigue navegando por el sitio, veremos que son parte de esta red el Centro de Estudios Públicos, y Libertad y Desarrollo, entre otras organizaciones chilenas.

El neoliberalismo comenzó en 1953 su guerra de posiciones en Chile, gracias al convenio con la PUC. La rama de la Internacional neoliberal que se instaló en Chile fue la de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza. “En sus esfuerzos por hacer de la rama del neoliberalismo de Chicago la alternativa dominante —explican Srnicek y Williams—, Milton Friedman escribió extensas páginas de opinión y columnas de periódico y aprovechó las entrevistas televisivas de una manera sin precedentes entre los académicos”. “Las escuelas de negocios y consultorías también comenzaron a adoptar y a difundir ideas neoliberales sobre las formas corporativas, y la Escuela de Chicago se convirtió en un modelo global de pensamiento neoliberal. […] Quienes asistían a esas escuelas neoliberales en Estados Unidos regresaban a su propio país ya con la ideología neoliberal inculcada y, así, para los años setenta ya se había desarrollado una infraestructura integral para promulgar las ideas neoliberales”. En Chile esa función la cumplieron los Chicago Boys.

Un shock económico y represivo

El keynesianismo no supo dar respuesta a las crisis petroleras de los años 70 que elevaron el desempleo y la inflación, la llamada “estanflación”. Los neoliberales, en cambio, tenían una respuesta: la rigidez de los sueldos y los precios, y el poder de los sindicatos. Aunque según Srnicek y Williams había otras respuestas posibles, por ejemplo la desregulación financiera, la alternativa neoliberal triunfó gracias al trabajo de décadas que habían hecho sus adeptos para generar una narrativa y una “infraestructura ideológica”; en otras palabras, habían construido una hegemonía intelectual.

Así, el neoliberalismo se volvió hegemónico en los 70 y 80, con Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en Estados Unidos. En Chile, la ocasión para el neoliberalismo se presentó antes, con el golpe de Estado de 1973 y la consiguiente dictadura. Según Manuel Gárate, en La revolución capitalista de Chile, los militares llegaron al poder sin un proyecto económico y al comienzo apelaron al desarrollismo; “los militares que dieron el Golpe de Estado de 1973 se hallaban mucho más cerca del estatismo-desarrollista de viejo cuño, que respecto a la revolución neoliberal que se terminaría por instaurar entre 1975 y 1989”.

Recién con las protestas estudiantiles de 2006 y 2011 comenzó a resquebrajarse, a nivel de opinión pública, el consenso neoliberal. Se empezó a hablar de la necesidad de un nuevo modelo, del derrumbe del actual. Michelle Bachelet llegó por segunda vez a la presidencia haciendo suyos eslóganes que sonaban a anatema para la ortodoxia: gratuidad, fin al lucro.

Pinochet, la Junta de Gobierno y los ministros militares del régimen no estaban preparados para hacer frente a la situación económica de Chile. Se hizo urgente recurrir a asesoría técnica, y allí estaban listos los economistas que habían estudiado en Chicago. En 1972, por encargo de la Armada, los Chicago Boys habían elaborado un plan de reconstrucción económica, conocido como El ladrillo. Ya con la dictadura en marcha se retomó el camino: “Fue a través de la Marina […] que los economistas próximos a la visión de Chicago entraron en el gobierno. El almirante José Toribio Merino fue el encargado del Comité Económico al interior de la Junta de Gobierno, y quien llamó a Sergio de Castro para que fuera asesor del ministro de Economía (general Rolando González) el 14 de septiembre de 1973”, cuenta Gárate. Además, un cercano a De Castro, Roberto Kelly, fue ubicado a cargo de la Oficina de Planificación Nacional, Odeplan, la institución que luego se convertiría en el centro de las reformas neoliberales.

En 1975, Kelly presentó a la Junta un sombrío panorama económico, con una inflación similar a la de 1973, lo que precipitó definitivamente el nuevo rumbo, en contra de 50 años de desarrollismo: “El nuevo equipo monetarista defendía la idea de una política de shock para frenar la inflación, lo que se traducía en una reducción radical del gasto público y un cambio profundo en las relaciones laborales a favor del empresariado”, se lee en La revolución capitalista de Chile.

Entre 1975 y 1982, la dictadura implementó una de las versiones más radicales del neoliberalismo; entre medio se produjo la cuestionada  aprobación de la Constitución de 1980 que, entre otras cosas, selló el rol subsidiario del Estado y la primacía del interés empresarial. “Durante esos siete años —explica Gárate—, se aplicó en Chile una política económica ortodoxa, caracterizada por la apertura al comercio internacional unilateral, la reducción drástica del gasto público, la fijación de un tipo de cambio nominal, la liberalización financiera, y especialmente el control estricto de las relaciones laborales. Coincidente con ello fue el aumento de la represión selectiva y la influencia de la policía política secreta del régimen, la DINA (a partir de 1974), encargada no solo de combatir a los opositores reales o imaginarios del régimen, sino sobre todo generar temor en la población y así evitar cualquier tipo de contestación social a las medidas económicas”.

Como sabe el saliente presidente argentino, Mauricio Macri, aplicar esas políticas en democracia es mucho más difícil. En Chile, con la protección de una dictadura, el trabajo fue menos sutil y gradual que el que haría, por ejemplo, Thatcher en Inglaterra. Chile fue el laboratorio de lo que Naomi Klein llama “la doctrina del shock”. La autora explica en su libro homónimo, hecho luego documental, que el neoliberalismo de Chicago siempre aprovechó situaciones de catástrofe o crisis (el golpe y la dictadura en Chile, el colapso de la URSS, el huracán Katrina en Nueva Orleans) para imponer sus políticas de shock.

Sea cierta o no la muerte del neoliberalismo, para la izquierda (y por qué no para la derecha no neoliberal) sigue siendo una prueba proponer otra manera de llevar la economía. Mostrar, en concreto, que hay alternativa.

En nuestro país las críticas al neoliberalismo son antiguas, contemporáneas a su implementación durante la dictadura y a su normalización (y mejora) en democracia. Sin embargo, recién con las protestas estudiantiles de 2006 y 2011 comenzó a resquebrajarse, a nivel de opinión pública, el consenso neoliberal. Se empezó a hablar de la necesidad de un nuevo modelo, del derrumbe del actual. Michelle Bachelet llegó por segunda vez a la presidencia haciendo suyos eslóganes que sonaban a anatema para la ortodoxia: gratuidad, fin al lucro.

En medio del estallido social, con millones de chilenos en las calles marchando contra las desigualdades generadas por la economía, se ha querido ver el principio del fin del neoliberalismo. O al menos eso se puede leer en consignas como “No son 30 pesos, son 30 años” o “El neoliberalismo nació aquí y aquí morirá”.

Sea cierta o no la muerte del neoliberalismo, para la izquierda (y por qué no para la derecha no neoliberal) sigue siendo una prueba proponer otra manera de llevar la economía. Mostrar, en concreto, que hay alternativa. Acostumbrados a los expertos de Libertad y Desarrollo y compañía, a partir de esta segunda década del siglo XXI, de a poco, empezamos a saber, al menos a nivel mediático, de economistas (ya no solo politólogos o sociólogos), de “expertos”, que cuestionan el modelo chileno y hablan de igualdad, otra idea ajena al sentido común neoliberal: “Algo que me tiene absolutamente sin cuidado es la desigualdad —dice Rolf Lüders, economista de la PUC y Chicago, y ministro de Economía de Pinochet, en el documental Chicago Boys—, lo que me tiene con cuidado es la pobreza. Hay gente que se enoja conmigo cuando lo digo, pero hay que disminuir el grado de envidia, porque el problema de la distribución del ingreso es un problema de envidia; yo envidio al gallo que tiene más plata. ¿Me entiendes tú?”.

La Fundación Sol, por ejemplo, ha ganado espacio en los medios, y hoy uno puede ver a sus investigadores debatiendo en paneles con representantes de los distintos centros neoliberales chilenos. También se puede mencionar a economistas como Claudia Sanhueza o Nicolás Grau; incluso a Jeannette von Wolfersdorff, exdirectora de la Bolsa de Santiago y directora ejecutiva del Observatorio Fiscal, quien en estas semanas ha hablado en medios como El Mercurio y el Diario Financiero de impuestos al patrimonio y de debatir “de verdad sobre el capital”. Y hasta un lienzo colgado en la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile en el que se lee: “Aquí se enseña desigualdad”.

¿Son signos de algo nuevo?

Fuera de identificar los males del orden actual, ¿existen las ideas para aprovechar esta crisis?, ¿ideas consolidadas?, ¿ideas e infraestructuras que construyan una nueva hegemonía? No las hubo en 2008 a nivel mundial, con la crisis subprime, ¿las hay en Chile hoy?

 

Imagen de portada:  Friedrich Hayek en la Escuela de Negocios de Londres en 1948.

 

Inventar el futuro. Postcapitalismo y un mundo sin trabajo, Nick Srnicek y Alex Williams, Malpaso Ediciones, 2018, 336 páginas, $16.500.

 

La revolución capitalista de Chile (1973-2003), Manuel Gárate Chateau, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2012, 590 páginas, $16.000.

 

La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Naomi Klein, Bolsillo Paidós, 2010, 712 páginas, $30.500.

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