Una geografía sumergida en las aguas

por Manuel Vicuña I 20 Mayo 2025

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De aluviones despiadados, de lluvias torrenciales, de salidas de cauce del río Mapocho seguidas de pestes de viruela, de “sacudimientos de la atmósfera”, de “recios temporales”, de nevazones que acobardan, de inundaciones precedidas de terremotos, de puentes arrastrados por las aguas, de inviernos borrascosos acompañados de plagas de ratones dignas del Antiguo Testamento: de estas y otras cosas igual de desalentadoras habla Benjamín Vicuña Mackenna en su libro Ensayo histórico sobre el clima en Chile, otra muestra de su interés por todo lo que se le presentaba a la vista y, a veces, permanecía oculto al resto de los mortales.

Vicuña Mackenna es el autor chileno más polifacético del siglo XIX, y creo no exagerar si digo de toda la historia del país. Al momento de su muerte, se decía que nos había legado una biblioteca entera, que era el “Hércules de la literatura chilena”, que era un “monstruo de la naturaleza”. No era, efectivamente, un artesano de la palabra, sino un industrial del verbo, de un verbo que atraía multitudes de lectores fieles, al extremo de permitirle vivir de sus escritos cuando nadie lo hacía. Coleccionista más que voraz de documentos, armó su propio archivo, un archivo con decenas de miles de papeles, a los cuales estrujó hasta sacarles la última gota en largas jornadas de trabajo que resintieron su salud, pero nada —ni siquiera el consejo de los médicos— lo apartó del trabajo, del oficio de la escritura, de la embriaguez de la tinta como medicina, del despliegue a toda máquina de una prosa cuya caligrafía infernal dejaba turnios a los obreros de las imprentas.

En 1544, después de años de bonanza climática, Pedro de Valdivia consigna las veleidades del clima en el valle central: “En junio adelante, que es el riñón del invierno, le hizo tan grande y desaforado de lluvias y tempestades, que fue cosa monstruosa, y como toda esta tierra es llana, pensamos de nos ahogar”.

Esos cielos cargados de furia marcaban el paso de las generaciones: cada una atravesaba un año de ese tipo de “cataclismos”, y las historias de tragedias se acumulaban en la memoria de los testigos de esos hechos, que las transmitían a sus hijos y sus nietos, y también las dejaban estampadas en documentos.

Vicuña Mackenna es el autor chileno más polifacético del siglo XIX, y creo no exagerar si digo de toda la historia del país. (…) Coleccionista más que voraz de documentos, armó su propio archivo, un archivo con decenas de miles de papeles, a los cuales estrujó hasta sacarles la última gota en largas jornadas de trabajo que resintieron su salud, pero nada —ni siquiera el consejo de los médicos— lo apartó del trabajo, del oficio de la escritura, de la embriaguez de la tinta como medicina, del despliegue a toda máquina de una prosa cuya caligrafía infernal dejaba turnios a los obreros de las imprentas.

Vicuña Mackenna escribe sin perder el hilo de la narración, hasta que le asalta el gusto por las digresiones. Una de estas trata sobre la época “prehistórica”, es decir, el tiempo que precede a la llegada de los conquistadores. Según las reminiscencias de los indígenas, de las “tribus salvajes de Chile”, Vicuña Mackenna plantea la tesis de la universalidad del Diluvio como mito presente en las más diversas culturas, un hecho que el mismo Humboldt constató en su paso por América.

Del padre jesuita Diego de Rosales puede decirse algo parecido. Durante el siglo XVII, habitó durante décadas en trato con pueblos indígenas de Chile y también de las pampas argentinas, y conociendo como conocía distintos dialectos nativos, recabó historias alusivas al Diluvio y después las consignó para la posteridad. Historias, mitos, creencias, pero no solo eso: Diego de Rosales creyó constatar la veracidad histórica del Diluvio en las mayores cumbres y en las hondonadas más profundas de los Andes.

En todo caso, la leyenda originaria, envuelta según Vicuña Mackenna en “pañales de densa superstición”, hablaba de una geografía sumergida en las aguas, con la sola excepción de los picos más altos de la cordillera, lugar donde se refugiaron los sobrevivientes, achicharrados por la fuerza del sol. La debacle se habría originado en la lucha entre dos culebras, dos genios, uno maligno, el otro benéfico, y habría sido precedida por las profecías de un anciano andrajoso, salido no se sabe de dónde, cuyas palabras fueron ignoradas por las “tribus idólatras”.

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