“Tristes trópicos se publicó en Francia el año 1955 y tenía un arranque memorable: ‘Odio los viajes y los exploradores’. Una provocación, claro, ya que él mismo es un extenso relato de las expediciones de Levi-Strauss en la Amazonía brasileña (…). La frase, en verdad, era una diatriba contra un tipo especial de literatura antropológica: los relatos de exploradores, que idealizan el viaje como una aventura y hacen el elogio de unas tribus en las que supuestamente sobrevivirían impolutas las costumbres de una noble humanidad primitiva”.
por Bruno Cuneo I 9 Mayo 2023
En las librerías de viejo hay libros que jamás se devalúan y que siempre valen caros, por ejemplo cualquiera de la editorial Siruela, Masa y poder de Elías Canetti, en la primera edición de Muchnik, la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini, o las cuatro Iluminaciones de Walter Benjamin, en la primera edición de Taurus. Estos libros pueden reeditarse muchas veces, y hasta piratearse, pero hacerse de una de esas ediciones es siempre algo especial, como si por ese acto participáramos de algún modo del momento en que irrumpieron en nuestro medio, desencadenando cientos de comentarios y abriendo nuevas rutas para la imaginación y el pensamiento.
Sentí esa emoción hace poco releyendo mi ejemplar de Tristes trópicos, de Claude Levi-Strauss, publicado por Eudeba en 1970 y que es otro de los libros que no se devalúan. En la primera página lleva mi nombre timbrado, lo que indica que debí comprarlo cuando era estudiante, ya que muy pronto abandoné esa práctica por temor a que alguien descubriera mi intimidad a la luz de mis rayados. La misma página muestra además que pagué por él 15 mil pesos, por lo que mi interés debió ser muy grande, ya que esa suma era un tanto elevada para mi presupuesto de entonces, que era bajo en general para casi todo. Me gustaba también la portada, sobria y geométrica, ideal para un pensador de las estructuras.
Tristes trópicos se publicó en Francia el año 1955 y tenía un arranque memorable: “Odio los viajes y los exploradores”. Una provocación, claro, ya que él mismo es un extenso relato de las expediciones de Levi-Strauss en la Amazonía brasileña, donde realizó estudios etnográficos de tribus como los caduveos, los bororo y los nambikwara, de sus costumbres, ritos e instituciones. La frase, en verdad, era una diatriba contra un tipo especial de literatura antropológica: los relatos de exploradores, que idealizan el viaje como una aventura y hacen el elogio de unas tribus en las que supuestamente sobrevivirían impolutas las costumbres de una noble humanidad primitiva. La civilización urbana, industrial, burguesa, pensaba por el contrario Levi-Strauss, ha llevado su pestilencia a todas partes y ha acabado para siempre con “los perfumes de los trópicos” y la supuesta “frescura” de sus habitantes, por lo que ningún viaje, ni aun el suyo, podría sustraernos hoy a “la visión de las formas más desgraciadas de nuestra existencia histórica”. La mirada exotista del viejo explorador, en una palabra, debía dar paso a la mirada desengañada del etnógrafo, que va tras los vestigios de una realidad en vías de desaparecer sin hacerse ilusiones, y que en el caso particular de Levi-Strauss oscila entre la melancolía y la furia: “Lo que nos mostráis, en primer lugar, ¡oh viajes!, es nuestra inmundicia arrojada al rostro de la humanidad”.
Pero Tristes trópicos traía algo más que una mirada heterodoxa y que también hace de él un libro inolvidable. En sus páginas hay observaciones de campo y reflexiones por montón, algunas muy brillantes, como los análisis de la pintura corporal de los caduveos o la comparación entre las ciudades y mercados de Brasil y las de Asia del Sur, entre “los trópicos vacantes y los trópicos abarrotados”, pero hay sobre todo una escritura, una prosa declinada con elegancia en primera persona y por la que se desliza, como apuntara muy bien Octavio Paz, “un pensamiento que ve a las ideas como formas sensibles y a las formas como signos intelectuales”. Es lo que más sorprende, el modo en que la reflexión científica se encarna allí en una vivencia personal y adquiere rápido el rango de filosofía, pero sobre todo de literatura: la Academia Goncourt, de hecho, lamentó no poder premiar el libro al no ser una novela y los escritores franceses lo acogieron mucho mejor que los etnógrafos, que se sintieron ultrajados. Sucede algo parecido con otros libros del género, como El África fantasmal de Michel Leiris, Esa eterna fugitiva de Emmanuel Terray o El antropólogo inocente de Nigel Barley, todos los cuales pueden disfrutarse también por sus cualidades literarias y conforman incluso un tipo especial de literatura —“de la alteridad” podría ser un nombre—, que reivindica la narración personal frente a los excesos científicos, que no idealiza la relación con los pueblos que estudia y que relativiza incluso las pretensiones de la misma disciplina.
Sobre esto y otras cosas conversaba hace un tiempo atrás con la antropóloga francesa Nastassja Martin, que estaba de paso por Chile y que me presentaron unos amigos. Ella me confesó su admiración por el libro de Levi-Strauss y añadió que el antropólogo, aun estando obligado a producir libros áridos o científicos, no debería perder de vista ese registro literario, al que ella misma había recurrido, como pude comprobar después, en un libro que había publicado dos años antes: Creer en las fieras (2021), una fascinante divagación a partir de un suceso personal rayano en lo inverosímil y de consecuencias teóricas insospechadas.
Realizando estudios etnográficos en Siberia, Martin fue atacada por un oso, que le desfiguró la cara y la dejó medio muerta durante ocho horas sobre la nieve. El libro comienza relatando este accidente, prosigue con el relato de su recuperación en hospitales de Rusia y Francia —es también una crítica implacable a la violencia simbólica y concreta que ejerce el poder médico sobre el cuerpo enfermo; Artaud, por supuesto, figuraba entre sus lecturas—, para desembocar poco a poco en una bella meditación sobre el cuerpo como un “mundo abierto” en el que cohabitan seres múltiples y que minaría el concepto tradicional de la identidad como un centro de asignación unidimensional, unívoco y uniforme. Es un efecto, en el fondo, de la potente mordida del oso, que depositó en ella, como dice Martin, “una cosa indefinida”, pero que a la vez se llevó algo que hasta entonces desconocía, sellándose entre ambos una relación íntima por la que ninguno de los dos podría volver a ser lo que era antes. Es más, Martin llega a sostener que el encuentro con el oso se venía gestando en ella desde hace mucho tiempo, en sueños, pero no en “sueños-recuerdo” ni en “sueños-deseo”, sino en otro tipo de sueños, “animistas” podríamos llamarlos, “sobre los que no tenemos control, pero que los esperamos porque establecen una conexión con los seres de fuera y abren la posibilidad de un diálogo”.
Los libros de Martin y Levi-Strauss coinciden en varias cosas: una mirada crítica que no idealiza, una escritura que hace disfrutar de la lectura, y una misma creencia, más o menos enfática, en que la vocación etnológica todavía puede ser un refugio frente a una civilización que no nos satisface: “Hay que salir de la alienación que produce nuestra civilización”, dice Martin, “pero la droga, el alcohol, la melancolía y, en última instancia, la locura o la muerte no son una solución, hay que encontrar otra cosa. Eso es lo que busqué en los bosques del norte, lo que encontré en parte, lo que estoy persiguiendo”. Ninguno de los dos, sin embargo, viaja por aventura o para hacer las loas del buen salvaje, sino solo para encontrarse, en el caso de Martin, con un árbol, un río o una fiera y meditar a partir de esos encuentros sobre las relaciones entre los humanos y los no-humanos.
Curiosamente, la última línea de Tristes trópicos evocaba el “guiño cargado de paciencia, de serenidad y de perdón recíproco que un acuerdo involuntario permite a veces intercambiar con un gato”, que por cierto no es un oso, sino una fiera burguesa o un animal domesticado. Habría que ver en eso una diferencia también entre ambos antropólogos, porque a Martin, como confiesa ella misma, nunca se le ha dado bien la calma y la estabilidad, y seguramente por eso el oso le salió al paso y ella no salió corriendo. De hecho, lo golpeó con su piolet y fue el oso el que huyó sangrando.