por Bruno Cuneo I 19 Agosto 2024
En El fantasma de la sinrazón (2001) —un ensayo que habría que reeditar—, el poeta Armando Uribe sostenía que la “poesía de alta calidad” es la que mejor puede expresar la psicología profunda o el inconsciente del pueblo chileno, sometido a lo largo de su historia a innumerables tensiones físicas y psíquicas. No es raro, añadía, que de las obras de los más importantes poetas nacionales se desprenda en general una “visión violenta, desesperada y melancólica, una exaltación del duelo y el luto”, y aunque Uribe no aportaba muchas pruebas —su tema, en verdad, era Pinochet como “expresión del más nefasto inconsciente colectivo chileno”— existe un libro de otro autor que podría corroborar sus intuiciones.
Se trata de La tristeza del chileno, de Franklin Quevedo, publicado por la Editorial Mosquito, el año 2001, en dos tomos de 400 páginas cada uno. Libro singular por donde se lo mire (extensión, tema, estrategia retórica); di con él gracias al cineasta Raúl Ruiz, que me lo regaló luego de una conversación que sostuviéramos sobre un asunto que por entonces me interesaba: la melancolía como afecto movilizador de la imaginación creadora. “Muy chileno el tema”, me dijo, antes de mostrarme el libro, que al parecer había estado entre sus lecturas mientras preparaba la película Cofralandes, su “Canto General de Chile en digital” como la llamaba y que transmite igualmente una visión melancólica del país, fraguada en buena medida por su experiencia del exilio.
Franklin Quevedo (1919-2012) también era un exiliado. Militante comunista desde los 13 años, al momento del golpe militar de 1973 era director de la radio de la Universidad Técnica del Estado, por lo que fue detenido, pasó por varios campos de concentración y tortura, y en 1975 partió al exilio a Costa Rica. A su regreso, en 1988, notó que el país estaba profundamente entristecido, lo que motivó su sorprendente investigación, que arranca de la premisa de que “los chilenos se encuentran en la categoría de los pueblos en que la tristeza es una de sus características fundamentales”, y que intenta probar remontándose incluso a la prehistoria.
El trecho es largo. Y también el índice del libro, que detalla factores naturales (terremotos, maremotos, erupciones, temporales, aludes) y sociales (rebeliones, batallas, guerras, dictaduras, masacres, pobreza), sugiriendo en todo momento que entre nosotros existiría algo así como una correspondencia estructural entre la naturaleza y la cultura, que muchas cosas, entre ellas nuestra violencia, se explicarían porque habitamos un paisaje convulso con un clima despiadado, sobre todo en los extremos. Haciendo un cruce similar, el filósofo Hipólito Taine hablaba del “clima moral” de los pueblos, lo que explicaría, entre otras cosas, que una poesía como la que se da en el Mediterráneo no podría darse entre los pueblos que rodean el Báltico. El medio físico, en otras palabras, sería una causa determinante de las creaciones espirituales.
Aprovechemos la hebra y vamos de una vez al grano: el libro de Quevedo no es interesante solo por sus observaciones teóricas, que a veces son un poco gruesas, sino por su estrategia retórica, que es la del centón, es decir, un discurso compuesto en gran parte por frases y fragmentos ajenos que lo escanden, aunque a veces simplemente lo interrumpen. Para apuntalar sus observaciones, Quevedo recurre, de manera sobreabundante, a las citas de casi 300 poetas nacionales, porque los poetas, dice en el prólogo, “son el mejor barómetro, el más fino para mostrar hasta milésimas de sentimientos del alma humana”.
El libro, de este modo, funciona también como una antología, una antología de la tristeza, y es un hecho singular que la selección no discrimine entre poetas mayores y “menores”, quiero decir menos conocidos, desconocidísimos u olvidados, como el premio nacional Max Jara, autor de estos versos que recitaban nuestros abuelos: “Ojitos de pena / carita de luna, / lloraba la niña / sin causa ninguna. // La madre cantaba, / meciendo la cuna: / No llore sin pena, / carita de luna…”.
El centón, valga decir, es una estrategia retórica característica de los autores melancólicos, cuyo príncipe sería Robert Burton, que para probar que la tristeza sería la condición emotiva, ya no de una nación en particular, como hace Quevedo, sino incluso de la humanidad en su conjunto, intercala en su Anatomía de la melancolía (1621) miles de citas y fragmentos, extraídos de todos los lugares imaginables. Raúl Ruiz también me habló de este libro y ahora caigo en la cuenta de que Cofralandes es otro tipo de centón, un collage audiovisual de vistas y fragmentos poéticos ensamblados para lidiar igualmente con la visión de un país entristecido. Es como si la experiencia del exilio, que engendra sin cesar la nostalgia (el dolor por no poder regresar), una de las principales modulaciones del afecto melancólico, le hubiese inspirado tanto a Ruiz como a Quevedo un discurso que tiene la apariencia de ser exhaustivo, enciclopédico incluso, pero que en el fondo es quebrado o interrumpido. El melancólico, en efecto, intenta siempre llenar un vacío, lidia con él, e inserta allí su monstruosa colección de citas, para taparlo o construir una totalidad donde solo ve fragmentos o ruinas.
Queda mucho por hacer, pienso, en torno a las ficciones e investigaciones de quienes alguna vez se llamaron “retornados”, aunque en realidad nunca lograran regresar del todo. Uribe se dedicó a rabiar, Ruiz a recuperar el imaginario de su infancia, Quevedo a rastrear las razones y las imágenes de la tristeza chilena. Uno de sus rasgos más sobresalientes, decía, es que la disimulamos, signo de lo cual, se me ocurre, sería nuestra propensión al humor, la chirigota o la payasada, que suele estallar entre nosotros en los momentos más tensos y es como una válvula de escape, una llave para descomprimir la angustia. Así, pues, tendríamos, por una parte, el ingenio poético popular que festina la desgracia —hoy día sobre todo mediante esos signos agudos que se llaman “memes”— y, por otra, la “poesía de alta calidad”, que revela el substrato trágico, inconsciente, de lo que realmente nos pasa.
Es probable que la antipoesía de Parra haya sido una síntesis de estos dos movimientos del alma colectiva, por lo que su rechazo de la melancolía como tono poético predominante, como exigía Neruda, no habría significado tanto su destierro como su transformación en otra cosa: en una melancolía humorística, no la de Heráclito, que lloraba por el absurdo de la vida, sino la de Demócrito, que se reía examinando sus causas. Después de todo, este también es un poema de Parra: “Un viejo verde como yo / que no le teme a la verdad / Sabe muy bien que en este mundo / Solo hay dolor & nada + / Solo dolor y nada + / Solo dolor y nada +”.